El peso de las almas

Uno de los textos más misteriosos que conocemos fue escrito hace más de tres mil años, en algún lugar de Egipto, por un hombre que sabía que iba a morir: «Señor de la Verdad, te traigo la verdad. He destruido el mal para ti. No he matado a nadie. No he hecho llorar a nadie. No he dejado que nadie pasase hambre. Jamás he incitado a que un amo hiciera daño a su esclavo. Jamás he causado temor a ningún hombre».

Estas invocaciones formaban parte de los conjuros mágicos con que un escriba llamado Hunefer preparaba su alma para el viaje al más allá. Porque el escriba Hunefer creía que su corazón poseía un principio vital que iba a perdurar después de la muerte. Y ese corazón –o esa alma, si preferimos llamarla así– iba a ser juzgada en la otra vida. El escriba Hunefer tendría que proclamar su inocencia ante los cuarenta y dos dioses del tribunal de ultratumba, y luego su alma sería pesada para averiguar si decía la verdad. Y si el alma pesaba más que una pluma muy ligera, que era la pluma de la verdad, el alma del escriba Hunefer sería devorada por un demonio con cabeza de cocodrilo. Pero si resultaba ser más ligera que la pluma, porque el escriba Hunefer no había matado a nadie ni había hecho llorar a nadie, el dios Osiris aceptaría su alma en la otra vida, así que el buen escriba Hunefer podría disfrutar de una existencia inmortal.

Las invocaciones del escriba Hunefer, que ahora están recogidas en el capítulo 125 del «Libro egipcio de los muertos», podrían tener un origen mucho más antiguo, pero fueron consignadas por primera vez en ese papiro y en otro papiro coetáneo que fue preparado para otro escriba, el escriba Ani, hacia el año 1300 antes de Cristo. Y esos dos papiros son un hito en la historia de la humanidad porque guardan el primer testimonio conocido en que se establece el mandato del bien como fundamento moral de una vida. Si queremos saber en qué momento de la cadena evolutiva el ser humano sintió que compadecerse de otro ser humano era un mandato moral, tenemos que remontarnos a ese conjuro número 125 del «Libro egipcio de los muertos». Y si queremos saber cómo fueron cristalizando millones de años de evolución humana, hasta que el ser humano demostrara tener una idea consciente del bien, hay que desenterrar estas oraciones que el escriba Hunefer y el escriba Ani compusieron para la otra vida.

Hasta ese momento, la vida era un ejercicio de supervivencia en el que sólo podía resistir el más fuerte y el más despiadado y en el que no tenían ningún sentido los valores morales. El faraón Unas, mil años antes que el escriba Hunefer, también se preparaba para hacer el largo viaje al más allá, pero sus oraciones no necesitaban demostrar a nadie que había hecho el bien. El faraón Unas se limitaba a invocar la ayuda de los dioses de ultratumba, porque sus hechizos sólo pretendían asegurar su supervivencia ultraterrena y su poder de soberano que estaba por encima de todos los demás: «¡Reúne tus miembros, sacúdete la tierra de la carne!/ Coge el pan que no se pudre, tu cer veza que no se agria./ Camina hacia las puertas que están prohibidas al pueblo». Así eran las oraciones que el faraón se había hecho preparar para su alma. No eran súplicas, sino órdenes.

Pero los escribas Ani y Hunefer, mil años más tarde, tenían que superar otros requisitos. A ellos no les bastaba con reunir sus miembros y beber la cerveza que no se agriaba nunca. A lo largo de los mil años que separaban al faraón Unas de los escribas Hunefer y Ani habían aparecido unos conceptos nuevos que ahora le podían garantizar a un muerto el derecho a ser inmortal. Y la vida, ahora, ya no sólo era la voluntad de supervivencia y el deseo de satisfacer los instintos y las necesidades, sino algo mucho más complejo que no se fundaba en los beneficios materiales ni en las ventajas inmediatas, sino en un código moral que se basaba en la bondad y en la piedad, dos ideas que en sí mismas no constituían una retribución ni un beneficio, aunque esa bondad y esa piedad iban a garantizar la supervivencia eterna, y por tanto el mayor beneficio que uno podía obtener en este mundo.

Todo esto, si se piensa bien, es asombroso. Puede que el escriba Hunefer fuera un hipócrita y que no hubiera hecho nada de lo que juraba haber hecho, pero al menos sabía que necesitaba mentir y que de algún modo debía demostrar que había hecho el bien. Le gustase o no, esa nueva idea del bien ya determinaba por completo su vida, y, tanto si había sido un hombre malvado como si había sido un hombre virtuoso, él estaba obligado a hacer creer a los dioses que había sido bueno. Porque en el mundo del escriba Hunefer el hombre ya no era un animal de presa que debía hacer lo que fuese con tal de sobrevivir. Ya no. Para Hunefer, la vida también debía ser piedad y comprensión y empatía hacia el prójimo.

Por los estudios del neurocientífico Paul Maclean sabemos que el cerebro humano está formado por varias capas, que van desde los instintos primarios del cerebro reptiliano hasta el lóbulo frontal donde se albergan esas dos misteriosas ideas que conocemos como compasión y empatía. Y en cierta forma, la estructura de nuestro cerebro se corresponde con los millones de años de procesos evolutivos, que se iniciaron con los hábitos primitivos de socialización de los primates y de los primeros grupos humanos, y que fueron desarrollándose con los rituales de convivencia y los tabúes y la adquisición del habla, hasta desembocar en el primer indicio conocido que le exige a un hombre hacer el bien, ese conjuro del escriba Hunefer que ahora forma parte del capítulo 125 del «Libro egipcio de los muertos». Ahí tenemos la primera expresión conocida donde un alma humana se presenta como una entidad moral donde reside el bien, la idea del bien, el derecho y la obligación y la necesidad y quizá también el gozo de hacer el bien. Y tres mil años más tarde las invocaciones del escriba Hunefer siguen siendo las palabras más actuales y más necesarias que podamos imaginar: «Señor de la Verdad, he destruido el mal para ti. No he matado a nadie. No he hecho llorar a nadie. No he dejado que nadie pasase hambre».

Eduardo Jordá, escritor.

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