El peso de las empresas en el medio ambiente

Entre los días 11 y 15 de marzo de 2019, los países de todo el mundo se reunieron en Nairobi para celebrar la cuarta Asamblea de la ONU para el Medio Ambiente, el máximo órgano decisorio mundial en este ámbito. Uno de los temas que han centrado la reunión de este año es la transformación de las economías para lograr un consumo y una producción sostenibles. Muchos de los retos medioambientales que afrontamos en la actualidad son consecuencia de los productos que consumimos y sus métodos de producción. Tanto si hablamos de las materias tóxicas en nuestra agua potable como de la desaparición de los tigres de Sumatra en Indonesia, la culpa, en ambos casos, es el consumo humano (los teléfonos móviles y el aceite de palma, respectivamente).

Ahora bien, a pesar de que los problemas relacionados con el consumo humano son bien conocidos, los acuerdos internacionales para abordarlos no han cumplido las expectativas. La cooperación canalizada a través de las organizaciones internacionales ha sido limitada, insuficiente o directamente ausente en muchas cuestiones. Los países ricos e industrializados se han mostrado reacios a reducir su consumo, por motivos económicos y por no querer renunciar a su calidad de vida. Como dijo George H. W. Bush en la Cumbre de la Tierra de 1992, “el modo de vida americano no es negociable”. Por su parte, los países pobres y en desarrollo se han resistido a firmar cualquier acuerdo que pudiera dificultar su crecimiento económico. Como consecuencia, el progreso logrado en las negociaciones multilaterales ha sido muy paulatino. Incluso en las ocasiones en las que sí ha habido avances, muchos países se han negado repetidamente a firmar los acuerdos internacionales.

Quizá estos son los motivos por los que, de un tiempo a esta parte, han surgido diversas soluciones innovadoras a los problemas medioambientales fuera de la estructura moderna de los Estados. Una de las soluciones más prometedoras consiste en recurrir a las propias fuerzas del mercado para imponer la utilización de criterios de sostenibilidad, etiquetas ecológicas y certificaciones de organismos independientes. Las etiquetas ecológicas hacen uso de la influencia de las empresas en las cadenas mundiales de suministro para transformar los modos de producción de los bienes de consumo. Establecen y hacen respetar criterios voluntarios que sirven de guía y de límite para las empresas por encima de las fronteras nacionales.

Básicamente, cuando una gran empresa como McDonald’s decide abastecerse solo de pescado con certificado de pesca sostenible (como hizo en sus sucursales de Estados Unidos en 2013), todos sus proveedores deben obtener ese certificado o se arriesgan a que los sustituyan. De esa manera, el poder de las grandes compañías en las cadenas mundiales de suministro se convierte en un instrumento útil para poder exportar y obligar a respetar las normas medioambientales en distintos países.

En los últimos años, las etiquetas ecológicas han dejado de ser marginales y se han convertido en un elemento habitual. Hoy en día, muchas de las mayores empresas del mundo utilizan etiquetas ecológicas para controlar los efectos de sus complejas cadenas mundiales de suministro. En la actualidad, Lipton Tea, el mayor comprador de hojas de té del mundo, adquiere todo el té para sus bolsitas a cultivadores certificados por la Rainforest Alliance. Unilever aspira a comprar todo su aceite de palma a proveedores certificados antes de que termine el año 2019. Según algunas estimaciones, uno de cada cinco productos que cruzan una frontera cuenta ya con la certificación de algún tipo de organismo independiente.

Jason Clay, vicepresidente ejecutivo de World Wildlife Fund, calcula que la producción de 15 materias primas esenciales, por sí sola, es la responsable de varios de los problemas medioambientales más acuciantes, como la deforestación, el uso de pesticidas y la sobreexplotación pesquera. Dentro de esos 15 productos, el 70% del comercio internacional está en manos de menos de 500 empresas. En ciertos casos, una sola empresa controla la cuarta parte de todo el mercado (por ejemplo, Cargill en el caso del aceite de palma). Si las ONG son capaces de convencer a estos actores fundamentales para que compren exclusivamente productos con etiqueta ecológica, entonces habrá una posibilidad real de transformar cadenas mundiales de suministro enteras en un periodo de tiempo muy corto.

Como observaba Gerald Butts, antiguo presidente y director ejecutivo de WWF Canadá, en The Globe and Mail: “Coca-Cola es la mayor compradora de aluminio sobre la faz de la tierra. La mayor compradora de caña de azúcar. La tercera mayor compradora de cítricos. La segunda mayor compradora de vidrio y la quinta mayor compradora de café. Podríamos pasar 50 años tratando de presionar a 75 Gobiernos nacionales para que cambien el marco regulatorio que decide cómo se cultivan y se producen esas materias primas. O la gente que dirige Coca-Cola podría tomar la decisión de no comprar nada que no esté cultivado o producido de determinada manera, y entonces, toda la cadena global de suministro cambiará de la noche a la mañana. A la hora de preocuparse por la sostenibilidad, Coca-Cola es, sin la menor duda, más importante que Naciones Unidas”.

¿Será posible entonces que, en materia medioambiental, las etiquetas ecológicas proporcionen los resultados que no han logrado producir los acuerdos internacionales? Todavía está por ver. Desde luego, pueden ofrecer respuestas concretas a problemas medioambientales urgentes. Sin embargo, tienen unas limitaciones importantes. La principal es que, si bien algunas etiquetas ecológicas resultan creíbles y son capaces de transformar las cadenas mundiales de suministro, otras sirven para poco más que dar un barniz verde a ciertas marcas corporativas.

Lo malo es que, con frecuencia, es muy difícil separar las etiquetas genuinas de las falsamente ecológicas. Es importante diferenciar las verdaderas organizaciones independientes que atribuyen etiquetas verdes de las que no resultan creíbles. Distinguir lo verdadero de lo falso es un primer paso fundamental para determinar si, más en general, la gobernanza no estatal puede conseguir mejores resultados en materia de medio ambiente que las negociaciones internacionales convencionales.

Hamish van der Ven es profesor adjunto en el Departamento de Ciencias Políticas y la Escuela de Medio Ambiente en McGill University. Este artículo fue publicado originalmente en el OUPblog - Oxford University Press’s Academic Insights for the Thinking World. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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