El petroestado y el Chacal

Poco antes de la Navidad de 1975, Illich Ramírez Sánchez, (a) Carlos, (a) El Chacal, condujo un ataque terrorista contra la sede de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).

Carlos irrumpió a sangre y fuego en la conferencia semestral de ministros petroleros causando la muerte a tres personas y capturando más de 60 rehenes. Exigió entonces al Gobierno austriaco la publicación de un manifiesto en apoyo a la independencia palestina. Sin embargo, su verdadera misión era secuestrar y asesinar al jeque Ahmed Zaki Yamani y al doctor Jashid Amouzegar, ministros de Arabia Saudí e Irán, respectivamente.

El Frente Popular para la Liberación de Palestina, en cuyo nombre obraba Carlos, buscaba castigar a ambos países por considerarlos traidores a la causa árabe. Dos semanas más tarde, el 1° de enero de 1976, Carlos Andrés Pérez nacionalizaba la industria petrolera venezolana.

Se trató de una transición sin estridencias antiimperialistas: las compañías extranjeras fueron cumplidamente indemnizadas. La medida trajo a los venezolanos una promesa de prosperidad inminente pues todo esto ocurría en mitad del boom de precios que siguió al embargo petrolero contra Occidente, acordado en 1973 por los países de la OPEP en represalia por el apoyo brindado a Israel durante la guerra del Kippur, en 1972.

El petroestado y el ChacalEl boom generó una colosal transferencia de riqueza al elevar los precios de tres a diez dólares por barril. Solo en el primer año —1973-1974—, entraron al Tesoro venezolano 10.000 millones de dólares, masa de recursos entonces inconcebible para un país de doce millones de habitantes.

Está en la naturaleza del petro-Estado la gestión maniaco-depresiva de los ciclos de precios del negocio petrolero. La fase maniaca se corresponde con los precios altos y alienta la convicción de que todo es posible para la petrochequera del Estado. Es tiempo de planificar en grande, de despilfarro, de endeudamiento sin tasa y múltiples ocasiones para la corrupción.

La nacionalización infundió un sueño que Pérez llamó Gran Venezuela, cuyo programa insignia fue el Plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho. Miles de jóvenes marcharon como becarios a Estados Unidos y a Europa. Estudiaban disciplinas tan dispares como ingeniería de yacimientos, economía, medicina, lingüística transformacional, cine y astrofísica. La prensa los llamó “hijos de la nacionalización”.

Nacido en 1949, Carlos había sido ya, él también, becario en Europa, primero de sus papás y, luego, del Partido Comunista de la Unión Soviética. Fue en Moscú donde los movimientos palestinos lo captaron hacia 1970. Desde sus primeras andanzas como terrorista y sicario compartió veladas y lecho con bellas hijas de la nacionalización mientras sembraba la muerte por toda Europa con grotesca y sanguinaria chambonería.

Un torcido orgullo patriotero hizo que muchos becarios hallasen halagüeño que un compatriota hubiese comandado el brutal asalto en Viena. La coincidencia OPEP-Carlos quizá simbolizaba para ellos que Venezuela, ahora acorazada con petrodólares, podría llegar a ser un insoslayable jugador geopolítico, incluso en Oriente Próximo. Hasta el embajador venezolano ante la OPEP se ufanó de ser compatriota de Carlos, su homicida captor.

Meses antes, Carlos había asesinado en París a dos agentes del contraespionaje francés y a un soplón argelino, justamente en el curso de una fiesta de becarios venezolanos. La infructuosa cacería humana desatada en su contra en toda Europa y los sucesos de Viena dieron forma al mito de El Chacal, donjuán criollo, transgresor de reglas universales que invariablemente se sale con la suya confundiendo a los gringos.

La escena del crimen fue un minúsculo apartamento de 35 metros cuadrados. Sin embargo, yo calculo en varias centenas los exbecarios que he conocido que aún afirman vehementemente haber presenciado allí la balacera.

Los rehenes de Viena fueron liberados en Argel. Para iracunda decepción del Frente Popular palestino, Argelia entregó a Carlos una suma que pudo llegar a los 50.000 dólares, a cambio de las vidas de Yamani y Amouzegar. Entonces, Carlos desapareció con el dinero.

Cuando volvió a vérsele, había roto con el Frente Popular y privatizado a su favor la empresa de ataques terroristas por encargo. Durante más de una década, Carlos la ofreció en outsourcing desde sedes dispersas en Europa del Este y el Cercano Oriente. Según sus cálculos y propia admisión, durante esos años causó la muerte de al menos 1.500 personas. Aunque llegó a convertirse al islam, no logró vencer nunca su adicción al whisky.

La nacionalización no cumplía aún veinticuatro meses cuando la Gran Venezuela se vio en aprietos con su deuda exterior. Dos nuevos booms sucesivos, la revolución iraní en 1980 y la guerra entre Irán e Irak en 1981, alteraron la dinámica del negocio petrolero global y por largo tiempo no hubo sino precios bajos. Desde entonces se manifestó en Venezuela un perverso y sostenido ciclo inflacionario que el socialismo del siglo XXI elevó a niveles catastróficos.

Hugo Chávez presidió el boom de precios más prolongado de la historia. A su turno privatizó PDVSA para sus propios demenciales fines de revolución hemisférica, volatilizando en tres lustros más de 800.000 millones de dólares. La deuda exterior supera hoy los 170.000 millones: el 152% del PIB. Sus extravíos totalitarios lo llevaron en 2003 a desmantelar la estatal PDVSA con el despido masivo de 19.000 gerentes y técnicos, la mitad de su nómina. El socialismo del siglo XXI procedió al saqueo masivo y sostenido de los ingresos petroleros y redujo la petrolera a un disfuncional y corrupto ministerio de ineficaces programas sociales.

La caída del muro de Berlín clausuró en 1989 las bases de Carlos en Europa Oriental. El terrorista, ya cuarentón, contempló brevemente mudar su operación y hasta llegó a sondear a las FARC colombianas. Al cabo, se decidió por Damasco solo para verse opacado por la marea yihadista. Cuando Siria entró en coalición con EE UU, poco antes de la primera guerra del Golfo, Carlos debió abandonar el país. Finalmente, en 1993 se refugió en Sudán. Sus rumbosos guateques y su modo de bailar lambada cobraron justificada fama en Jartum.

En 1994, Carlos fue entregado ignominiosamente por sus propios anfitriones a las autoridades francesas. En 2017, la industria petrolera venezolana entró en una espiral de muerte hecha de improductividad, desinversión y saqueo multibillonario. A ella ha contribuido decididamente la fracción chavista de gerentes exbecarios.

A finales de marzo pasado, Carlos, quien se describe a sí mismo como un “revolucionario internacional”, escuchó de un juez francés la tercera de una serie de sentencias a cadena perpetua mientras la industria petrolera venezolana languidece esperando el momento de declararse definitivamente en default.

Ibsen Martínez es escritor.

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