El petróleo y el destino de Irak

Cuando la cuestión iraquí pierde relevancia en la campaña electoral norteamericana, consecuencia del retroceso del horror y la disminución del número de soldados muertos, el futuro de las relaciones de EEUU con Irak (alianza militar y estratégica) y la explotación de los hidrocarburos pasan a primer plano. El Gobierno de Bagdad acaba de autorizar el retorno de las grandes petroleras mediante "contratos de servicio a largo plazo", precaución semántica para obviar las críticas del nacionalismo y elevar la producción en yacimientos cuyos medios técnicos quedaron obsoletos.

Con los precios del crudo en subida libre, las noticias de Irak suscitan algún alivio en el pesimismo de la crisis. Pero los que siguen denunciando la superchería que sirvió para desencadenar la guerra sospechan ahora que la subasta petrolífera, la primera en los últimos 30 años, y las maniobras diplomáticas paralelas suministran nuevos argumentos para la teoría de que el presidente Bush ordenó el ataque en el 2003 no tanto para derrocar a Sadam Husein cuanto para controlar las fuentes de energía.

Como subraya un analista estadounidense, "el petróleo fue siempre el elefante en la oficina de la guerra". Insoslayable. Irak dispone de las terceras reservas mundiales de crudo (unos 115.000 millones de barriles), pero estimaciones fiables indican que el maná oculto podría duplicarse y que la extracción es técnicamente más barata que en cualquier otro lugar. La mera explotación de los campos en paro técnico permitiría alcanzar los seis millones de barriles diarios, colocándolo en el cuarto puesto entre los productores (tras Arabia Saudí, Rusia y EEUU).

La jurisdicción interna sobre los recursos energéticos encona las disputas entre las regiones y demora la reconciliación. La ley de hidrocarburos sigue estancada en el Parlamento, pero las autoridades del Kurdistán tienen firmados 17 contratos de explotación con pequeñas petroleras, que Bagdad considera "ilegales" a falta de un consenso nacional sobre el reparto. Mientras los sunís y algunos chiís proponen una gestión centralizada, los kurdos esgrimen la Constitución para aferrarse a la regulación regional. Y las petroleras son reticentes si no tienen seguridad jurídica.

El previsto tratado que regule la presencia de las bases y tropas norteamericanas a partir de diciembre de este año, cuando expira el mandato de la ONU que autorizó la ocupación, está condicionado por una enojosa negociación. The New York Times lo ha descrito anticipadamente como "un acuerdo leonino", semejante al que los iraquís y los británicos firmaron en 1930, aunque la ayuda económica y el alquiler servirán de lenitivo, lo mismo que el fin de las sanciones impuestas por el Consejo de Seguridad en 1991, tras la agresión de Sadam contra Kuwait, que liberará los 50.000 millones de dólares bloqueados desde entonces por Washington.

El tratado entre Estados Unidos e Irak suscita mayor renuencia en el Washington enfebrecido por la campaña electoral que entre las élites iraquís, poco inclinadas a la diatriba del neocolonialismo, dispuestas a algunas cesiones de soberanía a cambio de protección militar y diplomática, aparentemente persuadidas de que el terrorismo de Al Qaeda (suní) o la adopción del sistema iraní (chií) no son una alternativa viable en un país que propende a la disgregación, sino una incitación a la guerra que acabaría con las tímidas esperanzas de construir un Estado legítimo y potencialmente rico, capaz de extender su coerción por todo el territorio.

Los pronósticos son más sombríos en EEUU por cuanto el tratado afectará a la polémica retirada de las tropas. La presencia militar a largo plazo en Irak, a semejanza de lo ocurrido en Alemania y Japón después de 1945, es incongruente con los vientos de introspección y repliegue que soplan en Washington. La retirada inmediata puede reproducir el caos, mas la permanencia de las tropas, que no podrá desvincularse del señuelo del petróleo, tampoco será suficiente para garantizar la estabilidad y puede convertirse en motivo de irritación o rebeldía en toda la región.

La mejora notable de la situación general, sin precedentes desde que comenzó la ocupación en mayo del 2003, se explica no tanto por el ligero aumento de tropas cuanto por la cooperación interétnica: mientras los sunís frenaban en seco la escalada de Al Qaeda, los chiís limaban sus divergencias y eludían las injerencias de Irán. La unión árabe frente al archienemigo tradicional persa prevaleció frente a la fraternidad religiosa entre chiís. El rigor islámico decae y el laicismo incluso se permite tímidos avances. Como escribe un observador árabe en Al Hayat: "En Basora, pero también en Bagdad, la coerción del velo se ha debilitado, al menos parcialmente, y son numerosas las mujeres que logran liberarse".

El problema crucial no es el de la retirada de las tropas, sino el de los objetivos y la estrategia. La ocupación fue un desastre porque fue mal concebida y peor planificada, como si la fuerza militar pudiera generar cambios prodigiosos. Ahora se trata de saber si Bush pretende corregir el trágico error y ayudar con prudencia a levantar un Estado legítimo y funcional. O si busca un nuevo pretexto para asegurar el petróleo a sus amigos sin ni siquiera contribuir al equilibrio regional, en cuyo caso estaría cavando la fosa para el derrumbe definitivo del país.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.