Por Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París. Traducción: Joan Parra (LA VANGUARDIA, 08/08/06):
El mortífero ataque israelí al pueblo libanés de Caná hace prácticamente una semana ha representado en más de un sentido un punto de inflexión en la nueva guerra de Líbano, tal como se ha visto en los días posteriores. En aquel decimonoveno día de guerra, 57 civiles, entre ellos 32 niños, fueron víctimas de los bombardeos aéreos del Tsahal.
Eso que aún llamamos comunidad internacional, que hasta ahora había dado luz verde tácitamente a Israel para continuar sus operaciones militares, se ha visto forzada a reaccionar de una manera más explícita y condenar algo que probablemente será considerado un crimen de guerra. Cabe preguntarse por qué los distintos gobiernos han tardado tanto en reaccionar y por qué estos 57 muertos llaman más la atención que los 600 precedentes, como si hubiera un umbral psicológico a partir del cual ciertas cosas empiezan a ser inaceptables. Pero los bombardeos sobre la población civil eran inaceptables desde el primer momento, y el drama de Caná era perfectamente previsible. Los ataques aéreos, por precisos que sean, afectan inevitablemente a las viviendas civiles.
Si EE. UU. y el Reino Unido siguen sin querer imponer un alto el fuego a Israel, los otros países se muestran - por fin, tenemos la tentación de afirmar- menos dispuestos a callar ante el horror. Y es que, aunque los gobiernos reaccionen lentamente, las opiniones públicas hace tiempo que están indignadas contra los acontecimientos que tienen lugar en Líbano. Y no se trata sólo de los países árabes o musulmanes, sino también de los países europeos, y de hecho prácticamente del mundo entero, incluida Gran Bretaña y con la excepción de EE. UU.
El Gobierno israelí afirma lamentar la muerte de civiles, pero achaca la responsabilidad a Hezbollah, algo que muchos perciben como el colmo del cinismo. Del mismo modo, el hecho de calificar esa masacre como un incidente,tal como lo hace un comunicado del Gobierno israelí, suscita la reprobación general.
Israel está más aislado que nunca. Es cierto que el Gobierno goza de un gran apoyo interno, ya que, desde la derecha hasta la izquierda, la mayoría de los israelíes está a favor de la guerra. Es cierto que la protección estadounidense sigue en pie como el primer día, impidiendo que las Naciones Unidas puedan condenar como deberían la muerte de cuatro cascos azules y la masacre de Caná. Es cierto que los otros gobiernos no han ejercido sobre Israel las presiones que habrían podido ejercer, sea por impotencia o por inhibición, por temor a llevar la contraria a Washington o por la sensación de que sería inútil. Ningún otro país democrático podría bombardear así otro país democrático sin sufrir sanciones. Pero en un mundo en el que las opiniones públicas influyen cada vez más en la determinación de la política exterior, el descrédito moral de Israel va a tener un gran peso en la balanza. La guerra de Líbano de 1982 ya produjo una quiebra en la imagen de Israel en los países occidentales. Desde entonces, Israel, que siempre había sido considerado un pequeño país rodeado de enemigos, que luchaba por su supervivencia, pasó a ser visto como una potencia militar que no dudaba en utilizar su maquinaria bélica para fines no defensivos, sino agresivos. La segunda guerra de Líbano va a agravar el déficit de imagen de Israel. El mundo occidental está relativamente acostumbrado a la violencia que se ejerce contra los civiles palestinos. Se habla de ella cada vez menos, y la represión militar en los territorios se lleva a cabo ante una indiferencia cada vez mayor de los occidentales. En cambio, cada vez solivianta más a los musulmanes, que ven en sus pantallas de televisión imágenes terribles de Gaza o Cisjordania, ausentes de las pantallas europeas. Pero Líbano es un país independiente, democrático, pluricultural y pacífico, y la violencia a la que se somete a su población es visible y causa una fuerte impresión.
Esta vez, los medios occidentales y árabes muestran lo mismo. La imagen de Israel va a quedar dañada de manera grave y duradera, sea cual sea el devenir de los acontecimientos. En un mundo globalizado en el que la imagen es un factor de poder, tanto como la capacidad militar, esto tiene un peso enorme. Y hay otro dominio en el que los aliados israelíes y estadounidenses van de la mano. Su omnipotencia militar, en el caso de EE. UU. a nivel mundial, y en el caso israelí a nivel regional, los ha cegado. Creen que ese poder les permite imponer sus soluciones. Pero cuanto más ejercen su poder militar, más debilitan su imagen y, en consecuencia, su poder en un sentido amplio. Privilegiar las opciones militares en lugar de las opciones políticas es un espejismo que engaña peligrosamente a quien sucumbe a él.