Por Niall Ferguson, profesor de la cátedra Herzog de Historia de la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York y autor de Empire: The Rise and Demise of the British World Order and the Lessons for Global Power (EL MUNDO, 21/04/03):
La guerra que acaba de terminar deja una pregunta en el aire. ¿Cuál va a ser el coste de reconstruir la economía de Irak, agotada por décadas de dictadura, descompuesta por una guerra relámpago y ahora, por lo que parece, a merced de la anarquía? Las cantidades que se manejan alcanzan ya unos volúmenes inquietantes para los electores estadounidenses: 17.000 millones de dólares al año sólo en concepto de costes de la ocupación más «unos cuantos miles de millones» (según un grupo de expertos del Consejo de Relaciones Exteriores, dirigido por Thomas R. Pickering y James R. Schlessinger) en concepto de ayuda humanitaria.
No obstante, esas sumas no son en realidad más que calderilla si se las compara, por ejemplo, con los 726.000 millones de dólares de reducción de impuestos que el presidente Bush trata en estos momentos de que le apruebe el Congreso. Es más, parece ya claro que todo ese dineral que el Gobierno calcula que habrá que gastar en la reconstrucción de Irak irá a parar, en muy considerable medida, a bolsillos norteamericanos.
Los columnistas liberales montaron en cólera cuando surgieron rumores de que algunos de los contratos encaminados a modernizar la infraestructura de los campos petrolíferos de Irak podían haberse adjudicado a Halliburton, una empresa estrechamente relacionada con los personajes con más peso del Gobierno de Bush. Los rumores no se han confirmado, pero así y todo da la impresión de que no se equivocará quien afirme que empresas vinculadas desde hace tiempo con el Partido Republicano (por ejemplo, la empresa constructora Bechtel) estarán cerca de los primeros puestos en la fila para hacerse cargo de las obras de reconstrucción.
Bastante menos atención se ha dedicado a los esfuerzos de ciertos congresistas de ambos partidos por desviar en favor de sus electores una parte del botín de guerra. Hace unos días tuvo lugar una reunión surrealista entre negociadores de la Cámara de Representantes y del Senado para decidir cómo y dónde deberían invertirse los 79.000 millones de dólares solicitados por el Gobierno americano para cubrir los costes de la guerra.
Cuando se dio por finalizada la reunión, el destino de 2.900 millones de dólares ya no era Irak, sino ayudas a las líneas aéreas estadounidenses, cuyos beneficios se han visto afectados por la inestabilidad internacional sobrevenida a consecuencia de los atentados del 11 de Septiembre. Otros 275 millones de dólares se desviaban en favor de los trabajadores recientemente despedidos de sus puestos de trabajo por las líneas aéreas. Se produjo incluso una situación ridícula cuando el senador Patrick J. Leahy, de Vermont, propuso que se gastaran 3,3 millones de dólares del presupuesto de la guerra en la reconstrucción de una presa que hay cerca de su casa de Waterbury.
A decir verdad, es posible que el tren de los chollos no circule mucho más allá. El mensaje que se emite desde la Casa Blanca es que la reconstrucción del Irak de posguerra habrá de autofinanciarse en gran medida. «Irak es una nación rica», declaró alegremente la semana pasada el portavoz del presidente, Ari Fleischer. «Irak disfrutará de una sólida base financiera desde la que salir adelante gracias a su riqueza petrolera». Eso suena a advertencia previa: Bush va a hacer gala, respecto de la reconstrucción posbélica en Irak, de la misma tacañería de la que ya ha hecho gala en el caso de Afganistán (el año pasado, la ayuda presupuestada para este país ascendió a unos exiguos 937 millones de dólares; compárense con los 20.000 millones de dólares que el ministro afgano de Finanzas considera que les van a hacer falta en el curso de los próximos cinco años).
Nadie alberga la menor duda de que Irak tiene muchísimo petróleo en el subsuelo, si bien la cantidad exacta de las reservas del país es objeto de un encendido debate entre los expertos del sector. En cualquier caso, el que Irak tenga nada más que 78.000 millones de barriles o unos fantásticos 300.000 millones de barriles no deja de ser a corto plazo una cuestión de interés puramente académico. Lo que realmente importa es quién va a pagar los 5.000 millones de dólares de inversiones que se calcula harán falta para modernizar el proceso de extracción de crudo y la infraestructura de refino del país, hoy echados a perder. Porque, sin esas inversiones, la producción actual del país seguirá siendo de tan sólo 2,5 millones de barriles diarios. Esta cantidad representa apenas un 3% del consumo total del mundo.
Supongamos que, bajo la ocupación norteamericana, Irak fuera capaz de aumentar la producción a tres millones de barriles diarios y que, sin entrar en mayores disquisiciones, el precio del crudo no cayera todavía más por culpa de este aumento de la producción.Eso equivale a unos ingresos regulares brutos de unos 27.000 millones de dólares al año, tal vez.
En cualquier caso, la palabra clave de esa frase es brutos, porque se incluyen en esa cantidad costes de todo tipo que habrá que deducir además de los normales costes de producción. El capítulo número uno es el coste de hacer cumplir la ley y el orden de manera efectiva en el país, que los responsables del Gobierno quizá estén infravalorando hasta extremos muy graves. El capítulo número dos es el coste de la actual deuda externa de Irak: se deben 60.000 millones de dólares a acreedores extranjeros más otros 200.000 millones en concepto de reclamación de indemnizaciones que se remontan a la época de la invasión de Kuwait.
En una sola cosa sí que anda encaminado Fleischer. Irak es una economía con grandes posibilidades. Su PIB per cápita, nada más que 2.500 dólares al año, hace de Irak uno de los países más pobres del mundo. Sin embargo, ese dato no es sino el reflejo, en muy buena medida, de lo conseguido por el grotesco régimen totalitario de Sadam, con su combinación de control estatal, corrupción y militarismo, capaz de hundir cualquier economía.El PIB per cápita de los norteamericanos es en la actualidad 15 veces superior al de los iraquíes. Sin embargo, en 1980, el año siguiente a que Sadam se hiciera con el poder, era exactamente el doble. Desde 1950, la renta per cápita se ha incrementado en términos reales a un ritmo medio anual del 3,8%.
Si Estados Unidos consigue enderezar el Irak de posguerra, podría esperarse un crecimiento todavía más rápido en cuanto la economía se recupere de este abismo en que se encuentra ahora. A fin de cuentas, eso es lo que ocurrió en Alemania y Japón después del derrocamiento de sus regímenes en 1945; un precedente, por otra parte, de los cambios de régimen propiciados por Estados Unidos que el presidente Bush no se cansa de mencionar. Aun dando por buena una tasa de crecimiento del 3,8%, los iraquíes no podrían esperar la recuperación de los niveles de vida anteriores a Sadam hasta dentro de un cuarto de siglo.
¿Pero que tiene que hacer el Gobierno de Bush para que efectivamente se produzca la recuperación posbélica? Es en este punto en el que viene bien saber un poco de Historia. En particular merece la pena el esfuerzo de comparar los éxitos que han obtenido los estadounidenses con anterioridad, y también los fracasos, en este formidable juego de reconstruir naciones.
El presidente Bush tiene unos puntos de vista un tanto heterodoxos acerca de lo que realmente ocurrió al término de la II Guerra Mundial. «Estados Unidos ya tiene experiencia en este tipo de compromisos y en su mantenimiento», indicó Bush en febrero describiendo de manera implícita un paralelismo con la situación de 1945.«Después de derrotar a nuestros enemigos, no dejamos detrás ejércitos de ocupación, sino constituciones y parlamentos». En línea con estos argumentos, sostuvo: «Estaremos en Irak todo el tiempo que haga falta, pero ni un día más».
De hecho, la ocupación militar de Japón no terminó, formalmente, hasta 1952 y la de Alemania occidental hasta 1955, lo que hace un total de siete y 10 años, respectivamente, de ocupación militar.Incluso en nuestros días, las mayores concentraciones de soldados estadounidenses en el extranjero siguen registrándose en Alemania (69.000) y Japón (40.000). Contrástense estos datos con los horizontes temporales que en estos momentos se están manejando en el Gobierno para la ocupación de Irak, que oscilan entre los tres meses y los dos años.
No obstante, algunos de los grandes fracasos de la reciente política exterior norteamericana (Somalia, en 1993, y Haití, en 1994) han sido consecuencia precisamente de esta especie de cortoplacismo.En ambos casos, se efectuó el despliegue de los soldados norteamericanos durante un lapso de tiempo demasiado breve como para conseguir un mínimo resultado apreciable. Ambos países se encuentran sumidos en la actualidad en una confusión de dimensiones tan considerables como lo estaban antes de que Estados Unidos interviniera. Después de toda aquella palabrería de Bill Clinton sobre el restablecimiento de la democracia en Haití, el país se encuentra sumido en un caos tan grande como lo estaba bajo los Duvalier. Si Bush se retira prematuramente de Irak, volverá a ocurrir otro tanto; eso por no hablar de lo que sucedería en Afganistán si hiciera lo mismo.
No se trata de una simple cuestión de tiempo. Hará falta dinero si se quieren restaurar en Irak el imperio de la ley y la sociedad civil, sin los cuales hay que abandonar toda esperanza de crecimiento económico sostenido. Bush se ha hecho famoso por su alergia a rememorar el Plan Marshall de 1945 para Europa porque a partir de ahí quizá le pidan que se vaya rascando el bolsillo para montar un Plan Marshall en Oriente Próximo. No obstante, eso es precisamente lo que hace falta que Estados Unidos asuma si se pretende que la reconstrucción de Irak arroje resultados.
Entre 1948 y 1952, Estados Unidos desparramó en concepto de donaciones -no de créditos- alrededor de 11.800 millones de dólares sobre las economías europeas, arruinadas por culpa de la guerra. A precios de hoy, simplemente descontando la inflación, eso equivale a la bonita suma de 90.000 millones de dólares (si se tiene en cuenta también el crecimiento de la economía, se obtiene una cantidad cercana a los 470.000 millones de dólares, un 4,5% del PIB).
Vamos a ver, nadie está insinuando, ni por un minuto, que Irak necesite que se inviertan en el país estas fabulosas cantidades; la iraquí es una economía de mucho menor tamaño que las economías de Europa occidental, a las que se suponía que la ayuda del Plan Marshall contribuiría a vivificar. Ahora bien, necesita algo más que «unos pocos miles de millones» para cebar la bomba.
El punto clave radica en que acertar con el cambio de régimen es algo que conviene también a los intereses económicos de Estados Unidos. Tal y como subrayó recientemente un grupo de economistas de la Universidad de Chicago, sólo con librarse de Sadam Estados Unidos ya se ha ahorrado un montón de dinero, puesto que sólo la contención de la amenaza militar que representaba estaba costando ya alrededor de 13.000 millones de dólares al año. Es más, si en algo ha de servir la experiencia de los años 50, diremos que fue entonces cuando Alemania occidental se convirtió en un destino inmejorable para las exportaciones norteamericanas, por lo que impulsar la recuperación de la economía de un enemigo derrotado puede proporcionar buenos dividendos a Estados Unidos, incluso mucho más que una política cicatera.
Una política que se centre exclusivamente en una estrategia de mínimos hoy y de abandono mañana no es una buena receta para la recuperación de Irak. Y es el mejor caldo de cultivo para lograr un Puerto Príncipe a orillas del Tigris.