Con el cómic QRN en Bretzelburg, los geniales Frankin y Greg situaron a sus aventureros héroes en un país imaginario de Centroeuropa. El álbum fue publicado en los años 60 y, aunque Bretzelburg no existía (ni nunca existió), el lector podía identificar en él ciertas características comunes a los regímenes comunistas de la época.
Por ejemplo, una viñeta que muestra a unos hombres esperando el autobús en una avenida. Debido a la escasez, sus trajes están confeccionados con periódicos. En un momento dado, uno de los hombres lee en el traje de otro que el primero de mayo habrá una oferta de asado de cerdo en una famosa carnicería.
Se produce un alboroto, pues la fecha de la ganga es ese mismo día. Sin embargo, al fijarse en el año, reparan que se trata de un periódico antiguo, de antes del racionamiento. Un agente de seguridad, atraído por la algarabía, oye ese “de antes” y se lleva detenido al hombre. Cuando los demás suben al autobús, vemos que el vehículo es impulsado por pedales, situados bajo el asiento de cada pasajero.
Resulta siempre oportuno recordar, sea a través del humor o de páginas sesudas, que el comunismo alcanzó abultadamente lo grotesco. La represión corría paralela a una especie de ensimismamiento según el cual nada, es decir, nada de lo que el Partido decía, podía cuestionarse, aunque el máximo órgano político afirmara, pongamos, que las colas frente a los comercios ejemplificaban la perseverancia del pueblo por llegar al paraíso socialista.
A los albaneses, su gobierno criminal les hizo creer durante décadas que vivían en el mejor de los mundos, hasta que la cruda realidad terminó por aflorar, no sin un coste elevadísimo de víctimas y con un país arruinado. Hoy, los coreanos del norte subsisten bajo una ficción dictatorial (sin precedentes históricos) que cubre hasta el más remoto rincón de la intimidad del individuo, como pone de relieve el estremecedor documental Under the Sun, del director Vitaly Mansky.
Esta superlativa manipulación de la realidad no es exclusiva del comunismo, como sabemos. También en las democracias liberales, a pesar de los mecanismos de control establecidos, pueden confluir tendencias y tics autoritarios. La puerta de entrada al sistema de los actuales quintacolumnistas son los plebiscitos.
Cuando en Cataluña, a partir de 2017, turbas de niños, adultos y ancianos salieron a las calles como un solo cuerpo reivindicativo, se estaba produciendo tal mecanismo. Un presunto pueblo, iluminado por sus elites, marchando hacia la liberación (concepto este del todo resbaladizo, en cualquier caso). Parecía que en aquellos siniestros días el sentido común había abandonado a miles, quizás a millones, de compatriotas.
Raudos, los comentaristas se pusieron a buscar respuestas. Los catalanes, antes tomados por una comunidad ordenada y pacífica, estaban montando una rebelión, salían a las calles emulando (con el inevitable desorden mediterráneo) las coloridas y marciales paradas de Pionyang. Alguien sacó a la luz (de nuevo) el viejo Programa 2000 de Jordi Pujol y encontró la explicación a tamaña cosa: todo estaba allí planteado, programado, intelectualizado.
Es difícil establecer la infalibilidad de esos papeles, incluso la capacidad real para llevar a cabo la empresa. Sin embargo, sí podemos concluir que, gracias al ingente dinero gastado, el prócer convergente pudo ensanchar sus sueños de estadista. Para ello contó con un gran ejército de funcionarios, empresarios y periodistas, amén de infinidad de asociaciones culturales de purísima catalanidad.
Luego está la imagen y la semejanza. Pujol, ni que pasen unas cuantas generaciones, tiene reservado ya el papel de padre de la Cataluña contemporánea y democrática. La discreción, el íntimo silencio, es una última fase, algo dolosa, de la admiración que muchos catalanes le siguen guardando.
Omnímodo poder, gastaba la fama de hombre afable, listo y culto. Su antipatía cuenta con testimonios (la mayoría privados); su sagacidad puede medirse en relación con la de Felipe González y José María Aznar; su solidez cultural es un mito, sólo mantenido por algún empleado. Respecto a esto último, aplicaba la picaresca, el oportunismo de leer alguna cosa efectista en el coche oficial antes de ir a ver a alguien y soltársela, para admiración de los sempiternos bobos.
Volviendo a Bretzelburg y a la fatalidad europea, las metáforas recalan en una repetición histórica, la del autoritarismo que acaba edificando un régimen de cartón piedra. Un poco como esa república catalana que tantos sentían en sus corazones antes de existir legalmente. Quizás porque, en realidad, existía ya, aún incompleta y fantasmal, pero perceptible en cada patriota.
Pujol, mandatario que escribía él mismo las preguntas y las respuestas de sus entrevistas y después las mandaba publicar, no fue precisamente un liberal. Su sueño político, aprendido de Prat de la Riba (casi todo Pujol está ahí), se cargaba de un sentido reaccionario y elitista, es decir, antiespañol, pues no hay nada más de izquierdas que la unidad de España, en tanto igualdad de todos; en tanto confiscación jacobina de los antiguos y nuevos privilegios de algunas minorías (vascuences, catalanas).
Tras la forzada marcha del líder máximo, llegó el desorden, la desorientación. La consumada rebelión catalana, en sus gloriosas jornadas puigdemónicas, ofreció pistas, digamos, inquietantes (sometimiento del Poder Judicial por el Ejecutivo).
Cataluña podría haber sido un nuevo Bretzelburg, habitado por felices súbditos de la república, haciendo cola en la puerta del supermercado Bonpreu cada primero de octubre para recibir, con descuento del 3%, un bocadillo de fuet elaborado en China.
Carlos García-Mateo es escritor.