El plenario del PCC, prueba para China

Hay algo raro y preocupante en la opinión consensual de la comunidad internacional sobre el próximo tercer plenario del décimo octavo comité central del Partido Comunista de China (PCC). En vísperas del cónclave, que tendrá lugar del 9 al 12 de noviembre, la atención del mundo parece estar puesta sobre todo en el aspecto técnico de las reformas políticas que se consideran esenciales para reestructurar la economía estatista china y darle un nuevo impulso a su crecimiento. Se hacen preguntas como: ¿Flexibilizará el gobierno los tipos de interés y los controles de capitales? ¿Qué cambios se le harán al sistema fiscal? ¿Habrá reformas sobre el uso de la tierra?

Y así hasta el infinito. Fuera de China, la mayoría de los dirigentes empresariales consideran que el nuevo gobierno del presidente Xi Jinping ya consolidó su poder y tiene autoridad suficiente para impulsar reformas económicas de largo alcance; lo único que falta es que Xi y sus colegas acierten en la definición de políticas concretas.

A primera vista, parece una hipótesis razonable. El verticalismo del sistema político de China hace pensar que un liderazgo unificado puede obligar a la burocracia a cumplir sus mandatos. La campaña de Xi contra la corrupción está a pleno, y Bo Xilai encarcelado sirve de advertencia para los adversarios del nuevo presidente (sin importar su jerarquía), de modo que casi nadie duda de que todos los niveles del funcionariado chino se atendrán a lo que se espera de ellos.

Por desgracia, esta visión es a la vez demasiado optimista e ingenua. Quienes así piensan, sobrestiman la eficacia de las campañas anticorrupción en la China de hoy (ya hubo muchas en las últimas tres décadas) y no tienen en cuenta que la desaceleración económica del país tiene raíces políticas. Por más que los esfuerzos de Xi para eliminar la corrupción del estado-partido chino son dignos de alabanza, también es importante reconocer sus límites.

Hasta ahora, la campaña de Xi no ha ido más allá de una serie convencional de enjuiciamientos selectivos. Puesto que, como todos saben, el gobierno central es incapaz de hacer cumplir sus políticas en el nivel local y existe en las provincias y ciudades chinas una densa trama de redes clientelares, no es realista esperar que la campaña anticorrupción actual produzca resultados mejores que las del pasado.

De hecho, el combate a la corrupción se enfrenta a una contradicción fundamental, ya que se da en simultáneo con un intento de Xi de reforzar el dominio del partido único. Pero precisamente, lo que alienta y sostiene la corrupción rampante es, ante todo, la ausencia de límites eficaces al ejercicio del poder.

Los que son optimistas respecto de la capacidad del PCC para impulsar reformas promercado también ignoran los obstáculos reales que el futuro depara al crecimiento y la prosperidad, obstáculos que no tienen que ver con falta de ideas económicas o de experiencia en la formulación de políticas; por el contrario, se sabe perfectamente (incluso, es obvio) qué clase de reformas económicas hay que aplicar.

Lo que impide a China llevar a cabo esas reformas es la combinación de poderosos grupos de intereses creados que se oponen (empresas estatales, gobiernos de nivel local, burócratas a cargo de la política económica y las familias de cuadros políticos de élite y empresarios bien conectados) e instituciones políticas deficientes. A menos que Xi y sus colegas demuestren que están decididos a vencer a sus opositores y lanzar reformas integrales, sus probabilidades de éxito no son altas.

A diferencia de las dos últimas grandes reformas económicas que hubo en China, en 1978 y en 1992, ahora Xi se enfrenta a un entorno diferente y a un desafío mucho más difícil. Quienes se oponían a las reformas de Deng Xiaoping lo hacían por motivos ideológicos, no porque tuvieran intereses personales puestos en la economía maoísta. Para vencerlos, bastaba formar una coalición mayoritaria dentro del partido, desacreditar la ideología comunista y movilizar el apoyo del pueblo, y Deng hizo todo eso.

Hoy, en cambio, los miembros de la élite gobernante son beneficiarios directos, y en gran medida, de la economía estatista. Una reforma promercado crearía condiciones de competencia parejas, lo que atentaría contra los intereses y privilegios de esa élite; por eso, es de esperar que le presenten batalla. Lo único que puede obligar a la élite interna a aceptar algunas de las medidas de descentralización y liberalización que necesita China es movilizar la presión externa al estado-partido.

Solo así, China estará en condiciones de mejorar sus instituciones legales, aumentar la responsabilidad pública de los políticos, reforzar la protección de la propiedad privada y poner realmente al gobierno (en palabras de Mao) a “servir al pueblo”. Si no hay un cambio político real y significativo, las propuestas de reformas meramente técnicas atacarán solamente los síntomas del malestar económico de China, sin enfrentar sus causas institucionales subyacentes.

De modo que para evaluar correctamente el resultado del tercer plenario, los observadores deben buscar pruebas de que Xi y sus colegas están dispuestos a adoptar una estrategia audaz de reforma política. Si no dan señales creíbles de compromiso en tal sentido, cualquier cambio que hagan será puramente cosmético (y el escepticismo sobre la suerte de China bajo su liderazgo se verá justificado).

Minxin Pei is Professor of Government at Claremont McKenna College and a non-resident senior fellow at the German Marshall Fund of the United States. Traducción: Esteban Flamini.

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