El poder de la verdad

A veces nos preguntan preguntan a los psiquiatras por la eventual patología que puedan sufrir algunos líderes políticos, casi siempre caracterizados por un narcisismo exacerbado, histrionismo y diferentes formas de egolatría y paranoia. La teoría freudiana evidenció hace mucho que donde hay un plus hay un minus, algo que la sabiduría popular ancestral recogía en el refranero equiparando la presunción a la carencia. Ya escribió Dumas que el orgullo de quienes no pueden edificar es destruir. Nadie cultiva tanto el brillo de la apariencia como quien adolece de su auténtica esencia, y se miente a sí mismo como si de otro se tratara, para salvar su propia imagen fantaseada. Ello no dejaría de ser una tragedia individual, si no fuera por la fascinación paradójica ejercida por ese gran ejercicio de vacío, que encuentra resonancias especulares colectivas. Dicho de otro modo, el autoengaño es contagioso, sobre todo bajo determinadas circunstancias. Cuando el velo de la seducción del populismo cae, a veces es demasiado tarde, porque ya se ha iniciado la senda del autoritarismo, por más que este no sea más que una autoridad desfalleciente.

Observará el lector que no he utilizado nombres intentando sortear el argumento ad hominem, y lo hago de forma deliberada. Mi intención es desvelar el proceso de contagio en buena medida inconsciente y, en ese sentido, parecido a la dinámica de chivo expiatorio tal y como la teorizó René Girard. La rivalidad mimética entre extremos entra en escalada de violencia real o simbólica acelerada hoy por las redes sociales, de forma repetida y estéril, hasta la designación de un chivo expiatorio unánime, cuanto más indiferenciada o primitiva la sociedad, más arbitrario, en un ejercicio de pura anomia destituyente. Si supiéramos que en nuestra ceguera agredimos a aquella parte de nosotros mismos que nos resulta intolerable y proyectamos en el otro, estaríamos más cerca del reconocimiento de la verdad íntima como única salida auténtica de cualquier crisis individual o colectiva. No en vano Lacan afirmaba que el lenguaje del hombre, ese instrumento de su mentira, está atravesado de parte a parte por el problema de su verdad, y el riesgo de su locura está en la fuerza atractiva de las identificaciones, en las que compromete su verdad y su esencia.

El problema añadido es que el terror aumenta la necesidad de apego, aunque la fuente de consuelo sea también la fuente de terror, como decía Van der Kolk, y ello explica en gran medida la vinculación irracional a líderes tóxicos y a relatos tranquilizadores por más que sean falsos. Quienes persiguen ganar la guerra del relato ejerciendo el populismo de todo signo conocen bien estas dinámicas del miedo, que primero delega y luego entrega ciegamente el poder. Ellos sí que mienten en el sentido de Derrida, albergan conscientemente la intención de engañar. Frente a ellos El discurso de la servidumbre voluntaria o el contra uno de La Boétie ilustra desde su mismo título la fuente y perpetuación del ejercicio de la tiranía, y ante ella, como escribía Hannah Arendt, nadie tiene el derecho a obedecer. Pues como la misma autora afirmaba, la verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla. Ese es el poder genuino de la verdad frente a la verdad impostada del poder. Sobre el primero era sobre el que debía estar teorizando recientemente Byung Chul-han al afirmar que su auténtica manera de expresarse es en la concordia, añado yo, constituyente.

Es posible que a estas alturas algún lector comience a experimentar una molestia desasosegante sobre mi filiación y catalogue de ambiguas, equidistantes o, en el mejor de los casos, ecuánimes mis palabras, pero mi objetivo es exclusivamente pedagógico y no proselitista. No me importan las ideas de cada cual, a estos efectos, solo aspiro a que su relación con ellas sea de posesión de estas y no de pertenencia a las mismas. Y en ese sentido, sí, soy radicalmente liberal.

Tenemos por delante un camino difícil, lleno de incertidumbre y dolor en muchos casos. La tentación de buscar culpables es tan humana y comprensible como improductiva para encontrar soluciones. Se han venido abajo dos ilusiones con las que habitualmente convivimos, la ilusión de control y la de invulnerabilidad y ello nos inflige una cura de humildad en algunos casos de dimensiones trágicas. Todas las crisis de salud pública tienen componentes de salud mental, consecuencia y causa a un tiempo, la segunda de la primera. Esta que vivimos aúna ingredientes de las producidas por los atentados del 11-M y de la económica de 2008. Muchos conciudadanos han perdido a familiares y allegados, la salud o el trabajo. El remedio del estrés postraumático, de la ansiedad y de la depresión derivados, y la elaboración de esos duelos van a requerir, además de tiempo, de responsabilidad individual y reparación colectiva. Habrá quienes pongan mayor énfasis en una que en otra solución, en función de sus convicciones de principio, como si fueran excluyentes, y lo que es más decisivo, como si fueran posibles por separado. La inversión en salud mental habrá de aumentar en España si queremos propiciar la cicatrización de este periodo crítico de nuestra historia, restañando heridas y conjurando los escenarios apocalípticos de los profetas interesados del pánico. Y recordando que además de vulnerabilidades también contamos con fortalezas para escribir un destino que no puede serlo sin nuestro protagonismo imprescindible, por acción o por omisión, para bien o para mal.

En los momentos de sufrimiento se abre una oportunidad para la verdad íntima, humilde e incondicionada. Probablemente a ellos se refería Benedetti en sus versos cuando nos invitaba a la pausa, a contemplarnos a nosotros mismos y a no llorarse las mentiras sino cantarse las verdades.

Mercedes Navío Acosta es psiquiatra.

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