El poder de Trump

El triunfo electoral del ahora presidente electo de los EE.UU., junto con su actitud, exabruptos e insultos, ha generado una notable conmoción política dentro y fuera de los Estados Unidos. Alguien capaz de decir lo que ha dicho –se preguntan muchos– ¿de qué no será capaz al frente de la Jefatura de Gobierno más poderosa del planeta? Sin embargo, sean cuales sean los empeños y las formas con los que el nuevo presidente se conduzca, debe tenerse en cuenta que, a pesar de las apariencias, la presidencia de los EE.UU. es probablemente uno de los poderes ejecutivos más limitados de las democracias occidentales. Se equivoca quien piensa que el presidente norteamericano puede hacer lo que le venga en gana, pues la Constitución y la propia configuración de la Presidencia norteamericana así lo impiden.

Es verdad que la Constitución de 1786 optó por un Gobierno fuerte que estuviese por encima de los gobiernos estatales, pero, en paralelo, lo somete a un claro sistema de pesos y contrapesos (checks and balances) para evitar abusos. Uno de los poderes claros del presidente se recoge en el artículo I de la Constitución, regulador del Poder Legislativo, cuya sección 7 establece el derecho presidencial a vetar la promulgación y entrada en vigor de las leyes aprobadas por el Congreso. Sin embargo, es un derecho limitado, pues, una vez devuelto al Poder Legislativo, el proyecto vetado puede ser aprobado si una mayoría de dos tercios de cada Cámara vota a favor. Pero es el artículo II de la Constitución el que se dedica de manera específica al Poder Ejecutivo, confiriendo al presidente la condición de Comandante en Jefe del Ejército y de la Armada, así como de las milicias de los estados cuando éstas sean llamadas al servicio del país. Le corresponde el Derecho de Gracia respecto a los condenados por delitos de ofensa a la Nación. Firma los Tratados Internacionales, previo acuerdo de dos tercios del Senado. Análogamente, con acuerdo del Senado, el presidente es quien nombra a los embajadores, cónsules, jueces del Tribunal Supremo y otros altos representantes y funcionarios de la Administración federal.

Ahora bien, el poder real del presidente no puede calibrarse solo por lo que la Constitución le otorga, ya que la presidencia de los EE.UU. es algo mucho más sofisticado como para analizarla exclusivamente en su marco constitucional. Es una de las instituciones políticas más académicamente investigadas y existen enfoques muy heterogéneos en cuanto a la naturaleza del poder presidencial. Uno de los autores que marcaron un antes y un después en el estudio de la presidencia fue Richart Neustadt, quien en 1960 publicó su obra Presidencial Power, que desde entonces es una referencia obligada para cualquier estudioso de la materia. Para Neustadt, la influencia del presidente viene dada, sobre todo, por su capacidad de persuasión y negociación para convencer a terceros (congresistas, altos funcionarios y directores de agencias gubernamentales) para actuar en la dirección que el presidente desea, así como de su capacidad para responder a las expectativas en él depositadas, que, por cierto, generalmente se cumplen por debajo de lo esperado. Políticamente, el presidente es más débil de lo que en general se piensa, ya que el sistema norteamericano de poderes no es tanto un sistema de división, al estilo de otras democracias occidentales, cuanto un sistema de coexistencia de instituciones compartiendo el poder, lo que significa limitarlo. Lo normal, decía el presidente Truman, es que cuando un nuevo inquilino llega a la Casa Blanca empiece a dar órdenes, «hágase esto o hágase esto otro, pero pronto verá que nada de eso se hace; pobre Ike (añadía, refiriéndose a su sucesor, el general Eisenhower), esto no va a ser como el Ejército, lo encontrará muy frustrante».

Y es que, si en algo coinciden los estudios, análisis e investigaciones sobre la presidencia de los EE.UU., es en que esta no consiste en dar órdenes y que se cumplan; es algo mucho más complicado. Según Neustadt, el verdadero poder del presidente radica en su capacidad para persuadir, para negociar y convencer a otros para que actúen al modo que la presidencia les requiere, y ello con independencia de que tenga o no mayoría en el Congreso. Otros autores, como es el caso de James Barber (The Presidencial Character), explican el poder presidencial en base a factores psicológicos, como el carácter del presidente, su estilo personal o su visión sobre las cosas. Barber habla de la manera con la que se ha conducido durante su vida, su preferencia o aversión a asumir nuevos retos, su capacidad para encajar críticas, su predisposición para aprender el «oficio» o la manera en la que organiza su Oficina (la Oficina Ejecutiva del Presidente, EOP, es el órgano más importante del Gobierno, por encima de cualquier departamento gubernamental). También nos habla de su forma de ser, de sus relaciones personales o de su carácter más o menos retórico.

Finalmente, ni siquiera disponer de mayoría en ambas cámaras, como es el caso del presidente Trump, le garantiza hacer lo que quiera. Primero, porque hay determinadas decisiones que requieren una mayoría reforzada de dos tercios; y segundo, porque, tal como señalan Edwards y Wayne (Presidencial Leadership), el presidente no siempre puede contar con los congresistas de su propio partido, lo que les obliga a mantener un permanente contacto con ellos para garantizarse su apoyo.

Por todo ello, el nuevo presidente va a tener que dedicar una gran parte de su tiempo a persuadir y negociar para convencer a una mayoría de congresistas, empezando por los de su propio partido, aunque queda por ver si el Trump que hemos visto durante la precampaña y campaña electoral va a estar dispuesto a hacerlo. Si atendemos al tono conciliador de sus primeros mensajes, parece que lo va a intentar, aunque eso no le garantizará sacar adelante sus propuestas, dados los antecedentes de su relación con su propio partido y, sobre todo, considerando la propia naturaleza del sistema de poderes en EE.UU.

José Manuel Soria, exministro de Industria, Energía y Turismo.

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