El Poder Judicial, ante el espejo

Son muchas las reflexiones que suscita la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que zanja, por fin, el recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 6/2006, de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Ha llegado la hora del análisis sosegado de su texto, con el corolario no menor de los votos particulares. Ello aconseja limitar la atención al punto que cada cual considere más relevante o más cercano al propio horizonte. El mío es, hoy, el del poder judicial.

Cuando Montesquieu, en El espíritu de las leyes, declara que, de los tres poderes del Estado, el de juzgar es «de alguna manera, nulo», está reconociendo que la centralidad del Estado se reserva a los dos poderes políticos, por naturaleza, el legislativo y el ejecutivo. Para los jueces solo queda un espacio, más o menos holgado, materialmente burocrático o administrativo y, por ende, sometido o condicionado por aquellos poderes.

Sin embargo, si nos trasladamos a nuestro actual Estado de Derecho, esa construcción teórica, aunque conserve de hecho algún predicamento, es jurídicamente impropia. En España, uno de los rasgos definidores de nuestro marco democrático es la garantía de independencia efectiva de quienes, por administrar justicia, integran el poder judicial. Un poder que se asienta en el principio de unidad jurisdiccional «base de la organización y funcionamiento de los Tribunales» (art. 117.5 CE). Al servicio de esa independencia y de esa unidad, nuestra Norma Fundamental reconoce la función integradora del Tribunal Supremo (art. 23.1 CE) y crea el Consejo General del Poder Judicial (art. 122 CE), órgano político de gobierno, y no de mera administración, de un poder que no acaba de superar su vieja posición de dependencia o tutela material por los otros poderes, singularmente el poder ejecutivo, en el doble nivel, central y autonómico; este segundo, al amparo de la original categoría de la denominada «administración de la Administración de Justicia».

A pesar de esta debilidad congénita, el poder judicial se configura como la garantía capital del principio constitucional de legalidad, indisociable de los de responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE). De esa garantía depende, de modo sustantivo, la unidad del ordenamiento jurídico del Estado, asentado en los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político (art. 1.1 CE). Jueces y tribunales son, además, garantes del sistema de fuentes que da vida a ese ordenamiento, complementado por la jurisprudencia del Tribunal Supremo (art. 1 CC).

En ese horizonte incide el Tribunal Constitucional con esta importante sentencia, que cumple la función de ser el espejo que nos descubre el rostro del poder invocado. De su doctrina vamos a extraer algunas consideraciones, deliberadamente ajenas al legítimo debate político.

La primera consideración es que, felizmente, el Tribunal Constitucional ha sido consciente de la relevancia institucional que acompaña al poder judicial en cualquier Estado de Derecho, digno de este nombre. La invocación que se hace del principio de unidad, y de la «indebida territorialización» de aquel, marca un límite, normativo y organizativo, a mi juicio, infranqueable. Por si cabía alguna duda, se afirma que, en el Estado autonómico, «su diversidad funcional y orgánica no alcanza en ningún caso a la jurisdicción». La función jurisdiccional, se añade, «es siempre, y solo, una función del Estado».

En relación con los órganos propios de las comunidades autónomas, tal como aparecen recogidos en el art. 152.1 CE, el Tribunal Superior de Justicia de la comunidad autónoma no es un órgano autonómico, «sino del Estado en el territorio de aquella», debiendo ajustarse, en todo caso, a «los procedimientos establecidos en las leyes» (art. 38.2 EAC), que solo pueden ser las del Estado.

No cabe tampoco limitar la intervención del Tribunal Supremo a la unificación de doctrina, afirmación casi tautológica que, fruto de la reiterada técnica de la interpretación conforme, pretende salvar en este punto la constitucionalidad del Estatuto. El tiempo dirá si esa vía de subsanación es suficiente.

Lo más significativo del recorte que el Tribunal Constitucional introduce en el Estatuto se refiere al denominado «Consejo de Justicia de Cataluña», calificado por el Estatuto (art. 97 EAC) como «órgano de gobierno del poder judicial en Cataluña», cuya actuación se pretende en cuanto «órgano desconcentrado del Consejo General del Poder Judicial». El Tribunal Constitucional afirma la posición de este como único órgano de gobierno, sujeto a la reserva material de la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 122.2 CE). Lo que sorprende es que el Alto Tribunal siga ofreciendo, para compensar la inconstitucionalidad del órgano fallido, «eventuales fórmulas de desconcentración» que, no siendo constitucionalmente imprescindibles, quedan a la «libertad de decisión del legislador orgánico». La sorpresa del lector es difícil de superar porque, en el caso del Consejo General del Poder Judicial, estamos ante un órgano político y no estrictamente administrativo, al que no son de aplicación los principios contenidos en el art. 12.2 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común; precepto que debe cohonestarse con la aplicación del principio de desconcentración al ámbito de la Administración Pública ordinaria, según la propia Constitución (art. 103 CE). De acuerdo con la doctrina al uso, la desconcentración, calificada por el maestro Rivero como una medida de centralización, tiene lugar entre órganos de una misma persona jurídica, a diferencia de la descentralización, que parte de la concurrencia de personas jurídicas distintas; algo que, en puridad lógica, se deduce de lo previsto sobre composición, atribuciones y control de actos del Consejo catalán, según el propio Estatuto recurrido (arts. 98, 99 y 100 EAC).

Cabe temer que, si se persiste en el error, la desconcentración se ofrezca o se pretenda como sucedáneo político de la descentralización, algo reiteradamente denunciado por la propia doctrina, que suele advertir del riesgo de conflictos institucionales si se interfiere una posible avocación (art. 14 Ley 30/1992). Para evitar un mal uso de la técnica jurídica, debe recordarse que ya el Libro Blanco de la Justicia, aprobado en 1997 por el propio Consejo General del Poder Judicial, se cerraba con una propuesta de ejercicio de las potestades de gobierno del Poder Judicial «de forma desconcentrada en aquellas materias que, por referirse al gobierno interno de los jueces y tribunales, puedan asumir las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia, en todo caso, subordinadas al Consejo General del Poder Judicial». Esta es, a mi juicio, una alternativa más correcta, porque no se aparta de las premisas materiales que definen la desconcentración.

En consecuencia, hablar hoy de un poder judicial gobernado en Cataluña por un Consejo de Justicia propio y ajustado al principio de desconcentración puede resultar, por jurídicamente equívoco e inadecuado, un ejercicio de nominalismo grandilocuente.

Claro J. Fernández-Carnicero, vocal del Consejo General del Poder Judicial.