El poder judicial y las apariencias

Decía Jaime Gil de Biedma que «de todas las historias de la Historia la más triste es la de España porque termina mal». No tendría por qué ser así, pero los desastres nos persiguen una y otra vez. ¿Tan mala suerte tenemos? Probablemente sea nuestra propia responsabilidad; politólogos y comentaristas de prensa extranjeros han observado recientemente que podríamos convertirnos en un Estado fallido, que es tanto como decir a la manera de Ortega un país invertebrado, carente de instituciones sólidas y respetadas. Es verdad que la falta de vertebración supone un riesgo mayor en Estados compuestos con articulación territorial autonómica o federal, como lo es el español, en donde parcelas de soberanía son transferidas del centro a la periferia. Sin embargo, en países serios como Alemania, claramente con esa estructura, el funcionamiento del sistema es perfectamente regular. No ocurre lo mismo en España, de hecho a la hora de abordar un tema como el de la pandemia el resultado no puede ser más frustrante. Y ello con independencia del problema de lealtad que suscitan comunidades como la vasca y la catalana.

El poder judicial y las aparienciasEscasos mecanismos centrales se mantienen en España, prácticamente nuestra supervivencia depende, en lo que aquí interesa, del reconocimiento de la capacidad de coordinación de distintas competencias por parte del aparato estatal, del mantenimiento de la Monarquía, de un poder judicial independiente y de la política exterior. Las Fuerzas Armadas se han convertido en un tabú del que es mejor no hablar. Pues bien, la coordinación es objeto de embates cada vez que pretende llevarse a la práctica. El Gobierno central adopta posturas de auténtico complejo cuando se trata de hacer presente a la Monarquía en Cataluña y los ataques contra ella son expresos. La política exterior es trabada por un sinnúmero de agencias y oficinas de las Comunidades Autónomas, que nos desprestigian. Y el poder judicial, al que en concreto nos referiremos, es objeto de una campaña continuada de acoso.

Es de necios no darse cuenta que el origen de esta campaña nace con el intento de golpe de Estado de los independentistas catalanes en 2017. Ante los distintos procedimiento de que son objeto quieren invalidar a los órganos judiciales, hacerlos parte de un combate que demuestre que no son imparciales. Lo vienen intentando desde que interpusieron una demanda contra Pablo Llarena, instructor de las diligencias del proceso principal. Los abogados de nuestros sediciosos conocen perfectamente la jurisprudencia de los tribunales internacionales, y la utilizan en nuestra contra. Así, en el caso Piersack, sentencia de 1 de octubre de 1982, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se refiere a «la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática». Y se añade, según un adagio inglés citado particularmente en la sentencia Delcourt de 17 de enero de 1970, que «justice must not only be done: it must also be seen to be done». No sólo debe hacerse justicia, debe parecer que se hace. Y si un Gobierno pretendiera configurar jueces a su conveniencia las apariencias no podrían ser más negativas, lo que ahora está ocurriendo.

La función jurisdiccional no puede comprenderse sin la existencia de ficciones, lo suficientemente fuertes e importantes como para que el mundo del Derecho carezca de sentido sin ellas. Así, la idea de que las «causas» han de resolverse exclusivamente con arreglo a ordenamiento jurídico constituye una de las bases sobre la que se asienta nuestra civilización. El concepto mismo del «pacto social» suponía que los conflictos que derivaren de la aplicación de las normas legales, mucho más cuando se tratase de la vulneración de las de carácter penal, debían ser resueltos por jueces que no atendieren a otras consideraciones que las de su ciencia, pues habrían sido nombrados por la comunidad precisamente en base a su preparación o bondad. En la práctica, son innumerables los factores que pueden alterar dicho principio pero lo cierto es que constituye un modelo del que, desde el punto de vista teórico, no es posible prescindir. Pueden darse casos aislados de magistrados incompetentes o corruptos, pero si esto fuere aceptado como regla el clima de confianza necesario para mantener la función de juzgar desaparecería.

Como se indica en jurisprudencia reiterada del Tribunal Europeo, se trata de una cuestión de apariencias efectivamente. El proceso judicial no puede entenderse sin condicionamientos y seguridades de tipo psicológico. Para resolver si en un determinado caso hay un motivo legítimo para temer que un juez no sea imparcial «el punto de vista del acusado es importante, pero no es decisivo. Lo que sí lo será es que sus temores estén objetivamente justificados», se dice en el Affaire Hauschildt, sentencia del TEDH de 24 de mayo de 1989. Lo anterior adquiere singular relevancia en el caso actual español cuando por parte del Gobierno se pretendía introducir una disposición legislativa que reducía de manera significativa las garantías de consenso para el órgano de gobierno de la judicatura. Si en la sociedad llegase a cundir la sensación de que dicho órgano obedece a una determinada corriente partidista, las condiciones de mantenimiento de la imparcialidad habrían desaparecido. La función judicial no puede confundirse con la política.

La imparcialidad es una consecuencia directa del reconocimiento del carácter no mecánico de la función judicial. Los jueces y magistrados no recitan un texto previamente establecido para cada caso. La interpretación de la norma, como nos recuerda el gran Luigi Ferrajoli, es siempre el fruto de una elección práctica respecto de hipótesis interpretativas de carácter alternativo. Los Tribunales son libres para resolver conforme a ordenamiento jurídico; por tanto, sus decisiones implican el ejercicio de un poder del que hay que alejar la arbitrariedad. Sus titulares responden por sus actos y deben funcionar con transparencia. Es necesario saber quién los elige y por qué.

En una democracia nadie se encuentra libre de toda sospecha. Como dice Laurence Tribe en su Constitutional Choices, «en temas de poder, el fin de la duda y la desconfianza es el comienzo de la tiranía». El juez se debe a la norma, a nada más, y sería disparatado aceptar que puedan condicionarle mayorías políticas de un signo u otro. No se trata de pedirle que permanezca en una urna de cristal o que sea tan insensible que no experimente reacciones mentales ante los sucesos del mundo exterior. Es mucho más sencillo, se trata de que no las manifieste, que no deje traslucir sus convicciones de carácter ideológico o partidario en la escena pública, sobre todo si pueden referirse a asuntos que son objeto de procedimiento judicial. Caso contrario, los que deban acudir ante él van a sospechar, inevitablemente, que el resultado de la litis se encuentra decidido con anterioridad a la resolución final.

Así, en relación con la composición del poder judicial y los intentos descarados de intervención por parte de los grupos políticos, habría que decir:

Primero.-Existe un aforismo bien conocido en la ciencia jurídica según el cual cuando la política entra en los tribunales, la justicia sale despavorida por la ventana.

Segundo.- Justicia Democrática que ejerció influencia nada desdeñable en los redactores del texto constitucional partía, al igual que sus compañeros de la Magistratura democrática italiana, del concepto de «autogobierno de la judicatura». Los jueces y tribunales habrían de regirse por órganos propios, no sería admisible que su gobierno estuviese incardinado en cualquier otro poder

Tercero.- El artículo 122 del texto constitucional, aunque previó la intervención del Congreso de los Diputados y el Senado en la elección de una parte del Consejo General del Poder Judicial, para hacer efectivo el principio de que la justicia emana del pueblo, exigió una mayoría de tres quintos para su efectividad. Cierto que una modificación legislativa posterior atribuyó a esos órganos la elección de la totalidad. Pero una mayoría de ese carácter produce confianza y seguridad.

Cuarto.- Reducir las exigencias de consenso en la elección supone un riesgo cierto para la imparcialidad. Sería indignante que el órgano de gobierno de la magistratura fuera conformado por la mayoría gubernamental a su mera conveniencia. Lo mismo ocurriría si, para evitar la proposición legislativa presentada, la composición del órgano quedara al mercadeo puro y simple de los grupos. Al final, nos cargaríamos la justicia.

Plácido Fernández-Viagas Bartolomé es magistrado y autor de la obra El Juez imparcial. Magistrado y Letrado de Asamblea Legislativa.

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