El poder no corrompe, revela

Uno de los elementos centrales de la ola populista antigobernanza europea que recorre el continente es la desconfianza de la ciudadanía en los poderosos, a los que se supone intrínsecamente corruptos. Se asume como cierta la famosa frase atribuida a lord Acton: el poder corrompe. Curiosamente, él no dijo exactamente eso, si no que el poder tiende a corromper, y que es el poder absoluto el que corrompe siempre.

En los últimos años interesantes estudios empíricos han avanzando nuestro conocimiento de las dinámicas psicológicas y morales asociadas a la tenencia de poder. Este se puede definir, y aquí el lector permitirá cierta abstracción, como la capacidad de controlar recursos sin interferencias o límites sociales, o como la capacidad de influenciar a otros individuos gracias al control asimétrico de recursos valiosos.

Desde luego, el poder tiene efectos metamórficos sobre los individuos, extrae de ellos comportamientos distintos de cuando carecen del mismo. Por ejemplo, cuando las personas tienen poder hablan más frecuentemente o fuera de turno, expresando abiertamente sus opiniones. Reaccionan menos a las expresiones emocionales de otros, son más insensibles en sus reacciones. Los poderosos son más iracundos, reprimen menos su agresividad. Tienen un lenguaje corporal más expansivo, ocupan más espacio con sus gestos, sostienen más fijamente la mirada en otros cuando comunican y se permiten no mirar al interlocutor cuando escuchan, finalizan sus frases cuando hablan y están más relajados en público. Los poderosos usan más frecuentemente los estereotipos cuando evalúan a otros, los instrumentalizan u objetivan más, considerándolos medios para los propios fines.

Lo definitivo del poder es que permite actuar a los que lo poseen de manera más orientada a los propios objetivos y a los beneficios que se derivan. Los poderosos son más consistentes con los propios deseos sin limitarse por las propias consecuencias de los actos. Tienen una mayor autoestima y disfrutan de la ilusión de control, es decir, piensan que tienen más poder del que realmente disponen. Pero ese error cognitivo les lleva a actuar como si tuvieran poder, lo que, casi siempre, incrementa las posibilidades reales de ostentarlo.

La esencia psicológica del poder es análoga a la intoxicación alcohólica o el anonimato: desinhibe. El poder activa, empuja a la acción. El poderoso delibera menos. Reflexión y acción son psicológicamente incompatibles. Para conseguir cosas hay que liberarnos de la duda. Los poderosos no dudan. Los poderosos hacen, actúan.

Desde el punto de vista ético, los poderosos se ponen en riesgo. Como se ha comprobado, los poderosos hacen trampas más a menudo para mejorar las probabilidades de ganar en una competición, mienten más, son más hipócritas y cometen más violaciones de las normas de tráfico (¡ay, Esperanza Aguirre y Enrique López!). Porque están más excitados sexualmente que los menos poderosos -lo siento por los no poderosos, pero la erótica del poder es empíricamente cierta-, son más infieles a sus parejas, por eso las revistas del corazón hacen bien en centrarse en ellos: proporcionan más materia prima.

Pero el poder no únicamente desinhibe el despliegue de comportamientos asociales. También se ha comprobado en múltiples trabajos que el poder incrementa el comportamiento caritativo, el altruismo, la preocupación por otros y la generosa contribución a recursos colectivos.

¿Cuándo son, entonces, corruptos los poderosos? Lo sabemos: cuando quieren más de lo que tienen, cuando se encuentran en lo que los psicólogos llaman estado de promoción, como el que se encontraban muchos de los implicados en el negocio inmobiliario en los años del boom. Y los no poderosos, ¿cuándo arriesgan un comportamiento éticamente deficiente? Cuando piensan que está en riesgo lo poco que tienen, cuando se encuentran en el llamado estado de prevención. Es decir, poderosos y no poderosos son igualmente corruptos, pero por razones distintas. La corrupción depende últimamente de las circunstancias.

El poder, por tanto, no corrompe por si mismo, no empeora a los seres humanos, los hace más libres, para lo malo y bueno. Robert Caro, muy probablemente el autor de la mejor biografía política jamás escrita, sobre Lyndon Baines Johnson, escribe que el poder “revela”, muestra a los individuos cómo son realmente, les permite expresar sus sentimientos y personalidad, les facilita una mayor coherencia entre su disposición y su comportamiento. No hay, por tanto, diferencias éticas entre los poderosos y el lector. Simplemente los primeros son más ellos mismos, más auténticos.

Existe en la enrabiada reacción actual ante los poderosos un extendido infantilismo. Se personaliza el problema: según esta hipótesis la crisis estaría sobre todo causada por déficits en la calidad ética de la casta, las élites extractivas, los poderosos, los otros. Es el llamado sesgo de atribución: la culpa es de las personas, no de las estructuras sociales o las instituciones. Es, por supuesto, un pensamiento primitivo, que no está respaldado por los hechos. Reemplazar a las élites, los poderosos actuales, por nuevos poderosos, o por el lector, no cambia nada si no se transforman las instituciones, se mejoran las normas y su aplicación o cambian las circunstancias. Cambiar sin más los que ahora pueden por aquellos a los que le gustaría poder, aquellos que se dicen a sí mismos “podemos”, es irrelevante.

José Luis Álvarez, Doctor en Sociología de las Organizaciones.

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