El poder para quien lo trabaja

La principal ventaja de tener el poder consiste en impedir que lo tengan otros. Esta verdad de Perogrullo adquiere especial relevancia cuando el poder personal se convierte en el centro de un proyecto político y se ejerce con la inescrupulosa determinación de que hacen gala Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, dos dirigentes a los que une un concepto autoritario del mando y la manera resuelta en que lo utilizan como escudo protector de sus flaquezas.

La tesis plagiada o sus continuas mentiras y contradicciones, en el caso del primero, y en el del segundo la falta de coherencia con su programa de supuesta regeneración ética serían motivos suficientes para la caída en desgracia de un dirigente en cualquier democracia europea.

Tanto uno como el otro, sin embargo, se parapetan en el abuso de autoridad para sacudirse los problemas, comprometiendo la independencia de las instituciones -en especial la de la justicia- en defensa de una estrategia de frentismo ideológico que ha convertido la política española en una guerra de trincheras. Esa común voluntad de resistencia que cohesiona la coalición, pese a la avería de credibilidad provocada por la calamitosa gestión de la pandemia, puede sufrir en las próximas semanas una dura prueba: la de los avatares del vicepresidente en el turbio asunto de la tarjeta telefónica de su ex asesora que investiga un magistrado de la Audiencia.

La posibilidad de que el juez García Castellón acabe enviando al Supremo la citada pieza del «caso Villarejo» -convertida ahora en «caso Dina» y tal vez en «caso Iglesias»- supone un serio compromiso para la estabilidad del Gobierno. Aunque el discurso oficial se centre en la reconstrucción económica, la campaña vasca y gallega y la redacción de los próximos presupuestos, en Moncloa preocupa, y mucho, la eventualidad de enfrentarse al contratiempo de una imputación, siquiera provisional, del líder de Podemos. El desparpajo de éste para declararse víctima de una conspiración policial quedaría en entredicho si la pesquisa judicial termina apuntando a una intriga de carácter privado convertida por el protagonista, en colaboración con los fiscales Anticorrupción, en un sobreactuado simulacro de persecución urdida en las cloacas del Estado. Éste es el riego potencial de ese sumario. Y el instrumento para desactivarlo está en manos de la Fiscalía General que dirige Dolores Delgado.

A la exministra se le amontona el trabajo. Tiene que salvar a Iglesias -en buena medida, de sí mismo- como hace unas semanas salvó al delegado gubernativo en Madrid de la querella por la manifestación del ocho de marzo, y como intenta rescatar a Grande Marlaska de la querella por el cese del mando de la brigada de la Guardia Civil que elaboraba los informes del mismo caso. Y esperan decenas de denuncias relacionadas con el coronavirus, y un pronunciamiento sobre el tercer grado concedido por la Generalitat a los líderes del independentismo. Todos esos expedientes, que la Fiscalía ha de informar, contienen un altísimo componente político, y algunos son directamente material explosivo. El que afecta al socio de Gobierno incluye, además, la dudosa actuación de los representantes del Ministerio Público, comprometidos en posible revelación de secretos y tal vez en el camuflaje de un delito. Por mucho que Delgado fuese nombrada para solventar aprietos de este tipo, la disciplina jerárquica de los miembros del cuerpo fiscal puede no bastar para torcer su criterio jurídico. No al menos sin desencadenar un serio conflicto corporativo.

Para Sánchez se trata de una cuestión de vital importancia. En primer lugar por el obvio impacto de cualquiera de esos lances procesales en la consistencia de su alianza o en la ya muy frágil correlación de fuerzas parlamentarias. En segundo término, porque nada le convendría más que lograr que Iglesias le debiese el rescate que lo saque de una situación delicada. Y por último, porque los tribunales se han convertido en la única institución con autonomía para soportar su creciente presión cesárea, y también la única a la que aún no ha podido demostrar quién manda. Su expansivo liderazgo quedaría completamente blindado si logra salir indemne de esa tacada de vicisitudes judiciales que le aguardan tras el plácido paréntesis del estado de alarma. La misión de Delgado consiste en embridar a las togas para que se muevan en la dirección adecuada.

En realidad, ése es en este momento el principal obstáculo para que el presidente avance por la legislatura a paso de oca. El otro es el desarrollo de la pandemia, la amenaza veraniega de los rebrotes como prólogo de una presentida segunda ola. El relato gubernamental ha comenzado a admitir el retraso en la actuación inicial, con la excusa dudosa de que el Covid sorprendió a la mayoría de las naciones de Europa, pero un segundo tropiezo tendría consecuencias desastrosas. Aunque las competencias sanitarias hayan vuelto a las autonomías, será muy difícil que el Ejecutivo sanchista pueda depositar en ellas las culpas exclusivas de un retorno a circunstancias críticas. La ausencia de un marco que dé cobertura de Estado a intervenciones de emergencia sin recurrir a medidas de excepción es responsabilidad de quien tiene la iniciativa legislativa. Y es en Moncloa donde, por razones que alguien deberá explicar algún día, se están frenando los acuerdos que en esa materia muñen Ana Pastor y el ministro Illa. Con Sánchez siempre se acierta pensando mal pero incluso desde ese enfoque negativo se hace cuesta arriba especular con una táctica oblicua para reclamar, ante una contingencia grave, una nueva y providencial irrupción presidencialista.

Fiada la pandemia a la suerte con los contingentes turísticos en pleno desembarco, los juzgados son el único factor de incertidumbre de este mandato, toda vez que el proyecto presupuestario parece haber encontrado el soporte de repuesto de Ciudadanos. La coalición no se va a romper porque ninguno de sus componentes tiene mejor horizonte por separado. Y el PP de Casado ha comenzado a pensar que le conviene ponerse al pairo y esperar al inevitable desgaste de la economía y del paro. Quizá olvide que el poder, el de verdad, es para el que sabe trabajarlo y mantener bien apretados todos sus resortes simultáneos.

Ignacio Camacho

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