El poder simbólico del fútbol

El fútbol es más que un juego, y esto vale no solo para los culés. Para unos pocos es, desde luego, un gran negocio; y para otros muchos, una liturgia de sustitución con su día semanal festivo, la visita al templo, el culto a los santos del lugar y la plegaria constante para lograr el triunfo o, según el caso, evitar la perdición.

El triunfo de la selección española en el pasado campeonato del mundo ha incrementado la capacidad simbólica del fútbol. Se ha presentado el buen talante del seleccionador, Vicente del Bosque, como la necesaria virtud del político que al brillar por su ausencia entre la clase política explicaría el ruido que ensordece la vida pública española. Y el juego solidario y amistoso de un equipo compuesto de catalanes, vascos, andaluces y castellanos se nos ofrece como un modelo de relación entre las variopintas autonomías españolas.

Este exceso significativo del fútbol viene de lejos. John Huston estrenó en 1981 la película Evasión o victoria, interpretada por Sylvester Stallone, Michael Caine y el propio Pelé. La acción transcurre en el campo de concentración de Gensdorff. Un oficial nazi, entusiasta del fútbol, decide organizar un encuentro entre carceleros y prisioneros. Los prisioneros engatusan a los nazis, dejándose ganar en la primera parte para, durante el descanso, llevar a cabo la fuga prevista. Es una película, aunque lo cierto es que ese partido tuvo lugar en Auschwitz. Primo Levi escribe, en Los hundidos y los salvados, que se lo oyó decir a Miklos Nyiszli, un médico judío húngaro que trabajaba a las órdenes de Mengele. Fue un partido entre los SS que estaban de guardia en el crematorio y miembros de un sonderkommando, las unidades especiales encargadas de las tareas más detestables, como contribuir al engaño de su gente para la gasificación, extraer los cadáveres de las cámaras de gas, arrancarles los dientes de oro y cortarles la cabellera, quemarlos en los hornos crematorios... Por un momento, las víctimas olvidan su condición inhumana y se entregan a la pasión del juego, a la camaradería de la competición, a las bromas y chanzas del lance, a apostar con sus verdugos.

Es un juego macabro, pues en esa pérdida momentánea de la condición de víctimas ven los verdugos el momento de máximo triunfo. Levi verbaliza así ese momento de gloria de los nazis: «Os hemos abrazado, corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros, como nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos». Un agudo pensador italiano, Giorgio Agamben, comenta este episodio señalando que «ese partido no ha acabado nunca. Es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca». Un partido de fútbol representaría el mayor horror de la experiencia humana porque los contrincantes no son rivales, sino víctimas y verdugos que en un momento determinado pierden conciencia de lo que son y se permiten fraternizar cuando nada les une.

Lo perverso del caso es hacer de un simple juego la trampa macabra con la que deshumanizar todavía más a las víctimas. El juego, que es libre y gratuito, queda desnaturalizado cuando se le obliga a representar esa farsa de confraternización. Por su capacidad de convocatoria, el fútbol es presa apetecible para el poder, que buscará, como hizo el dictador Videla, fotografiarse junto a la copa que enarbolaba Passarella, pero es también una tentación para el pueblo, que puede juzgar el complejo mundo de la política con las simplezas del reglamento futbolístico.

Lo realmente importante es que no deje de ser un juego. Y nadie como el que fuera alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván ha encontrado el tono justo para el relato futbolístico. En uno de sus famosos bandos, proclamado el 11 de junio de 1982 con motivo del Mundial de fútbol de España, definía el fútbol como un juego en el que «11 diestros y aventajados atletas compiten en el esfuerzo de impulsar con los pies y la cabeza una bola elástica, con el afán, a veces desmesurado, de introducirla en el lugar solícitamente guardado por otra cuadrilla de 11 atletas». Un juego, pues, de 11 mozos en calzones cortos contra otros tantos afanándose en dar puntapiés a una bola elástica para meterla entre tres palos. Al Viejo Profesor le maravillaba que semejante juego movilizara a tanta gente, pero ya puestos lo que él pedía a los vecinos de la Villa de Madrid era que fueran corteses con los forasteros, «conduciendo al perdido, orientando al perplejo, sosegando al inquieto, ayudando al que está en apuros, consolando a quienes la magnitud, complicación y desmesura de esta gran ciudad pueda llevar a la tribulación».

Hay sorna en este bando y clara conciencia de que los madrileños harán oídos de mercader -es decir, no harán caso- a sus recomendaciones. Nada podrá, en efecto, su buena prosa frente a las pasiones y los intereses que levanta el fútbol. Pero dice algo que nunca se debería perder de vista. Esta competición, cuyo triunfo abre palacios y sedes presidenciales a sus protagonistas, es un juego entre dos cuadrillas cuyo arte consiste en dar patadas a un balón. Aunque seduzca a tantos y nos apasione a muchos, eso es, ni más ni menos. Lo demás son añadiduras.

Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.