El poder y la gloria

Lord McGregor of Durris, que fue presidente de la Comisión Real de Quejas sobre la Prensa en el Reino Unido, solía decir que un buen indicador de la libertad de prensa era el número de conflictos entre los medios de comunicación y los Gobiernos. Si esto es verdad, nuestros niveles al respecto serían casi excelsos después de que desde el palacio de la Moncloa un vicepresidente del Gobierno envuelto en asuntos judiciales amagara con la creación de una comisión parlamentaria que investigue el comportamiento de determinados periodistas.

El poder y la gloriaPero el diagnóstico del lord británico es errado para lo que sucede en nuestros días, cuando las quejas de los gobernantes ante lo que consideran excesos de los medios son reflejo de una creciente presión sobre los mismos para evitar que cumplan su función, no solo informativa, sino de control del poder. Este siempre se ha dedicado a matar al mensajero, al menos desde la derrota de las Termópilas, y no se trata de una cuestión ideológica. Lo que ha hecho Pablo Iglesias en su desafortunada declaración, y no pocos tuits que llevan su firma o inspiración, no es muy diferente del proceder de Donald Trump, quien disfruta expulsando de sus ruedas de prensa a los periodistas díscolos, o de la decisión de Abascal de excluir de los actos de su partido a los que no le gustan. Lejos de ser excepción, comportamientos así comienzan a ser norma, pues incluso en países de larga tradición democrática se multiplican las tendencias autoritarias como consecuencia, o bajo el pretexto, de la lucha contra la pandemia.

No negaré que algunas de las chorradas, insultos, mentiras y fanfarronadas que se escuchan y leen en televisiones, periódicos y radios compiten en zafiedad e ignorancia con los discursos de no pocos políticos, para no hablar del destrozo que provocan las redes sociales, tantas veces al amparo del anonimato. Hasta que no se organice la civilización digital, este es un precio a pagar por el disfrute de la libertad, la de expresión y las otras, que en ninguna sociedad se ve exenta de limitaciones. Pero la libertad misma no es, contra lo que dice un sedicente intelectual podemita, un derecho de la ciudadanía como colectividad, sino que pertenece a los ciudadanos (y ciudadanas, por supuesto), a cada uno de ellos. Se basa en el reconocimiento y defensa de los derechos individuales, cuya titularidad no se ejerce por delegación del pueblo, como fascistas y comunistas suelen predicar.

Es verdad que la protección legal en nuestro país respecto a excesos cometidos en nombre de la libertad de expresión funciona defectuosamente, no solo por la ambigüedad de las leyes, sino por la sumisión frecuente de fiscales y jueces a la presión de los propios medios. Pero el señalamiento desde las tribunas del poder a empresas o periodistas concretos, responsables únicamente de haberle criticado, revela un autoritarismo frente al que es preciso resistir. Aunque lamentablemente a veces el precio de hacerlo sea promover el corporativismo profesional.

Los principales adversarios de la libertad de expresión son los Gobiernos. Esta es una práctica que se produce independientemente del color político de los mismos. La tendencia del poder a interferir y controlar los órganos que configuran la opinión pública es universal y apenas distingue entre dictaduras y democracias, salvo en el muy importante hecho de que estas se ven protegidas por el funcionamiento de las instituciones. La publicidad de los actos políticos supone por sí misma un límite objetivo a los abusos de quienes mandan, que se encuentran sumidos en una paradoja difícil de manejar. Por una parte, en la civilización del espectáculo necesitan estar subidos permanentemente a la escena, pues sin los votos de los ciudadanos o sin el fervor de las masas no pueden subsistir. Por otra, padecen una obsesión enfermiza por el secreto y, como bien decía Kant, cualquier acción “relativa al derecho de otros hombres que no es susceptible de publicidad es injusta”.

Dicho secretismo les lleva a organizar toda clase de servicios de espionaje que utilizan enormes cantidades de dinero público, bajo el calificativo de fondos reservados, no solo para garantizar la seguridad de la ciudadanía, sino para ocultar aspectos inconfesables de la gobernación, tapar errores, comprar voluntades o reclamar favores. Ese es en definitiva el caso Villarejo, en el que rocambolescamente se ve ahora envuelto el vicepresidente, y esas son las cloacas del Estado que él denuncia a la vez que pretende gobernarlas. No son una invención de la derecha ni de la izquierda, no responden a una ideología, sino a la afición al crimen que todo poder incontrolado desarrolla. Frente a ello, las democracias establecen no solo la libertad de expresión y crítica, sino también el derecho a saber, el acceso a la información sobre los actos de los Gobiernos que estos tratan de limitar y procuran incumplir en nombre de la seguridad.

La interferencia del poder político en los medios de comunicación no es una característica especial de nuestra democracia, en la que además apenas cabe atribuir excepciones respecto al comportamiento de presidente alguno. Excepciones no, pero sí grados de intensidad. A partir de la llegada a La Moncloa de José María Aznar la irrupción como caballo en cacharrería que el Gobierno llevó a cabo en las empresas de medios sentó las bases de un comportamiento que no tardó en imitar José Luis Rodríguez Zapatero. Mariano Rajoy, sometido su partido a acusaciones de corrupción, prefirió rogar al accionariado antes que confrontarse con los periodistas, sistema que en su primera y pírrica victoria en el partido socialista ensayó también el presidente Sánchez. El estado de alarma ha favorecido después toda clase de abusos respecto a derechos constitucionales. La transparencia informativa desapareció casi por completo. Las ruedas de prensa del Gobierno eran censuradas y filtradas arbitrariamente por el funcionario a cargo. Las diferencias entre cifras reales y oficiales de fallecidos por el coronavirus siguen siendo ingentes, y tenebrosa la oscuridad sobre la información de que el Gobierno dispuso acerca de la amenaza de la pandemia semanas, e incluso meses, antes de que tomara medidas. El último chascarrillo es que se ha clasificado como secreta la información sobre la fugaz visita a España de la vicepresidenta de Venezuela, confirmando así que su encuentro con el ministro Ábalos no pudo ser incidental.

Sin embargo, los españoles tenemos derecho a saber. A saber, desde luego, lo que hizo el Rey emérito con el dinero que le regaló el monarca absoluto de Arabia, pero no solo. La información de la tarjeta que ocultó durante meses el vicepresidente ha dejado de ser también, como las cuentas personales de don Juan Carlos, un asunto privado. Siempre me llamó la atención que el eslogan de Podemos en sus aspiraciones políticas fuera “asaltar los cielos”. Era la ingenua confirmación de que, como todas las castas que en el mundo han sido, sus líderes, además de conquistar el poder, perseguían la gloria, sueño acariciado de todo gobernante. Aunque dados los tiempos que corren parece arriesgado aspirar a que su fama se perpetúe en monumentos o estatuas. La espectacular carrera de los poderosos hacia el reconocimiento de sus méritos acaba cristalizando en su adscripción al pensamiento único, y contagia a las masas que ellos mismos enardecen. Es lo que ahora denuncian 150 prestigiosos intelectuales de Estados Unidos: una insidiosa censura impuesta por los movimientos sociales al discrepante o al disidente, fruto de la creciente intolerancia del activismo progresista, de funestas consecuencias para la libre opinión. “La restricción del debate, la lleve a cabo un Gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a los que no tienen poder y disminuye la capacidad de todos para la participación democrática… El modo de derrotar malas ideas es el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o expulsarlas”. Noam Chomsky dixit. Estaría bien que lo leyeran en La Moncloa.

Juan Luis Cebrián

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