El político bueno y el político malo

No hablo de un buen político o de un mal político según sus aciertos o errores profesionales. No me fijo en su bondad o maldad íntimas, cosa de arriesgado juicio, si bien influye en la ética que rija su conducta pública. Lo que pretendo es trazar, sin maniqueísmo alguno, la línea moral que distingue y opone el uno al otro a partir del propio concepto de política.

Es archisabido que «lo político» designaba en la Grecia clásica todo cuanto concernía a la polis, a la ciudad. Hoy se refiere a todo ese amplio conjunto de entes políticos que van desde el más humilde distrito municipal hasta el Gobierno de un mundo globalizado, pasando por los estados nacionales y sus comunidades internas. A todos ellos sigue siendo aplicable la definición que de la polis nos dio Aristóteles: «No es una mera comunidad de territorio, sino de vida buena y feliz. Su finalidad no es solo convivir, sino hacer el Bien de todos compartiendo el sentido común de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y demás valores humanos». Por lo tanto, todas las personas somos políticos. Nada del mundo nos es ya ajeno. Todo nos engloba, afecta y concierne. Eso nos impone el deber moral de participar en el pilotaje de la nave común hasta en la más pequeña de sus barquillas.

En la polis, los que pasaban de ella, los particulares, eran llamados idiotes. Hoy lo serían los apolíticos y, en primer lugar, quienes ostentan el poder legal o fáctico de imponer a la ciudadanía su interés particular sobre el común, su partícula minoritaria sobre la generalidad (la Generalitat) del país. De ese concepto esencial de lo político como sinónimo de lo colectivo, general y común, que a todos interesa y afecta en su derecho humano a una vida buena y feliz, surge la magna división que trazo entre el político bueno y el político malo.

El primero se pone al servicio público de lo colectivo. Hace el bien y es justiciero para que la generalidad de la gente goce de esa vida que merece. Por tanto, ser un político bueno es ser, sencillamente, un auténtico político, un político de verdad. El segundo, en cambio, está al servicio de su propio medro y por eso se consagra, antes que al interés común, a los intereses particulares de los poderosos. Hace lo que le conviene a él mismo y a estos. En eso consiste su espíritu de justicia. No es más que el lacayo de un sistema económico que provoca un permanente estado de malestar a millones de seres humanos y a la naturaleza. Antepone a la vida buena de todos la buena vida de unos pocos.

En puridad, este individuo, más que apolítico es antipolítico, pero precisa, en un régimen formalmente democrático, vestirse con la blanca toga de candidato electoral, dispuesto a gestionar los intereses de aquellos cándidos que confían en que les represente y les gobierne. Ese enemigo de la democracia se infiltra en el campo del contrario para hacerle creer que el bien común que nos beneficia a todos coincide con el de sus amos. Sus armas son la corrupción innata del capitalismo, la amoralidad de un país desmoralizado y los medios de comunicación venales.

Si la política es acción altruista y solidaria, fruto del amor a una humanidad que intenta crear una sociedad material y espiritualmente comunitaria, sus agentes, los políticos buenos, deberían, en buena lógica, ser sinceros defensores del ideal democrático y humanista que anida en el pensamiento anarquista, socialista y comunista, pese a antiguos errores y excesos de unos políticos malos. El lugar natural de estos últimos sería la derecha (más o menos extrema, según las circunstancias históricas), y por eso algunos acuden a ella como agentes subversivos, pero ahora para socavar la democracia comunitaria pagados por los conservadores del capitalismo y disfrazados de sensatos defensores del pueblo ignorante y manipulable. Con todo, su gran arma es corromper a los políticos buenos.

Las izquierdas se corrompen si no arrancan a fondo la raíz capitalista de la corrupción mientras practican la misma ética que las derechas: buscar el beneficio personal; trepar a codazos desleales por la pirámide burocrática del propio partido; ceder a la presión de intereses particulares egoístas en espera de algún premio futuro y a costa del interés colectivo. No hay político peor que uno malo de izquierdas. El de derechas engaña, pero la gente ya cuenta con ello. El izquierdoso engaña dos veces, pues hace perder toda esperanza al ciudadano honrado e inutiliza el sincero esfuerzo de sus compañeros mejores, los políticos buenos. De ese modo, traiciona a la política en alianza objetiva con la no menos hipócrita derecha.

José Antonio González Casanova, catedrático de Derecho Constitucional y ensayista.