El político y la monja

Cuando volvemos la mirada a la historia de los hombres nos sorprendemos de la larga marcha, del lento proceso que nos ha llevado desde la materia a la vida, desde la vida a la conciencia, desde la conciencia a la libertad y desde la libertad a su realización en las formas ejemplares, que se expresan por el heroísmo, la santidad, la creación artística, el servicio incondicional al prójimo, la espera incondicional en Dios, el martirio. ¡Qué dura y constante tarea de forja, de tallado y gubia, ha necesitado ese busto personal del hombre para ir pasando del que los romanos llamaban el homo romanus al homo humanus y de éste al homo christianus, es decir de lo particular nacional, a lo común a todos los hombres y de esto a una realización en cercanía a lo divino tal como el mismo Dios nos lo ha hecho posible por los hombres inspirados, desde los poetas a los profetas y desde los cantores de la esperanza a los genios de la caridad.

En el mismo día me ha tocado despedir en funeral a dos personas que han sido para mí una expresión concreta de esa grandeza de lo humano que se realiza en formas bien diversas desde una misma inspiración cristiana. Las unió una misma realidad de fondo, aun cuando su expresión pública fuera tan diversa: un diputado, ponente de la Constitución española y al final vicepresidente del Congreso, Gabriel Cisneros, y una religiosa de la Asunción, Benilde, que pasó cuarenta de sus noventa y tres años, con vigilante espera y atención en la portería de una casa de acogida. Conocido aquel de millones de españoles a través de los medios de comunicación; conocida ésta sólo de quienes habían pulsado el timbre accediendo a su puerta. Conocedores ambos de Dios y conocidos ambos de Dios.

Cuando los despedía me rondaba en el alma una doble impresión. La primera es aquella que los grandes moralistas romanos, que fueron los educadores de Europa por su lectura permanente hasta mediados del siglo XVI, grabaron en el limpio granito de sus versos y de su prosa: Cicerón, Séneca, Plutarco. Tal convicción encontró en Horacio expresión cumbre: la ineludible tala de la muerte que corta los altos cedros y los bajos enebros, que iguala las cumbres y los llanos. «Palida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas sive regumque turres = La pálida muerte tan pronto pisa pobres chozas como torres reales» (I, 4,13-14).

La otra impresión es que a ambos les unía esa esperanza que se abre al Futuro absoluto, y trasciende las grietas de la temporalidad. El mismo Horacio al concluir uno de sus cantos muestra su espera de la inmortalidad, una inmortalidad no personal, sino la de la obra bien hecha, la del monumento más duradero que el bronce. Él sella ese empeño por no agotarse con la frase, que los cristianos han asumido como expresión de la perduración personal que Dios otorga a quienes le han conocido y correspondido: «Non omnis moriar = No moriré entero» (III,30,6). No todo lo que soy será pasto de las llamas o se esfumará como el humo en el aire.

Una vocación política por un lado y una vocación monástica por otro, tan distintas en sus formas y repercusión exterior y, sin embargo, absolutamente idénticas por dentro, ya que para uno y otra lo que contó fue la fidelidad a una misión en la iglesia y en la sociedad, que en el fondo de su ser percibieron como un divino encargo. Esa vocación personalísima no se deriva de ningún principio general sino de una llamada e imperativo, que resuenan en nuestras concavidades interiores y que manifiesta la convergencia de nuestros deseos naturales y de la voluntad de Dios. Estamos llamados a ser aquello que en el hondón más inefable de nuestro ser sentimos como necesario. El deseo profundo de un creyente, la orientación de sus cualidades y la voluntad de Dios coinciden. Y es esta convergencia de naturaleza propia, dinamismos históricos y gracia divina lo que funda la dignidad y alegría con que el cristiano asume su quehacer en el mundo.

Hoy quiero hacer el elogio público de la vocación política y de la grandeza de un cristiano que se decide a asumir responsabilidades en la res pública, poniendo capacidades y tiempo al servicio de sus conciudadanos. Es el más bello tributo que puede pagar a la comunidad de la que forma parte. Y hago este elogio justamente en momentos en que «los políticos» son objeto de una depreciación o incluso de una acusación de inmoralidad, codicia o insolidaridad. No ignoro las situaciones de corrupción o de cohecho, de negligencia o de desinterés. Una sociedad que difunde la idea de que la profesión política es de entrada menos moral o que envuelve necesariamente inmoralidad, es una sociedad que está colaborando directamente a la desmoralización. Los errores, delitos o fallos deben ser identificados, corregidos o castigados, pero nunca se debe extender sobre quienes ejercen esa función pública la tintura de la sospecha de corrupción, porque ésta terminaría siendo eficaz y volviéndose contra los que la expanden. Gabriel Cisneros mantuvo la dignidad humana y la limpieza cristiana hasta el final. Él nunca compartió esa luciferina teoría de que no importan vicios privados donde hay virtudes públicas, consciente de que sólo si la raíz personal más íntima está sana y envía savia a las ramas, se puede ser hasta el final justo y bueno en los oficios públicos que se asume.

Tal actitud debe ser recordada justamente en su honor y en honor de todos los que con fidelidad y limpieza ejercen su vocación política, a la vez que como rechazo explícito y condena de quienes dan con sus hechos motivo real para tal sospecha y depreciación. No olvidaré nunca el gesto y las palabras de este diputado cuando le invité a la Universidad Menéndez Pelayo, después de que había sufrido el atentado terrorista. Su magnanimidad humana y su serenidad cristiana recordando experiencias como ponente de la Constitución y como víctima de la violencia, que le puso al borde de la muerte, no las olvidaré mientras viva.

Pero hoy a la vez quiero hacer el elogio de la vocación monástica, asumida por aquellos hombres y mujeres que hacen de su vida una alabanza permanente a Dios o un servicio permanente a sus hermanos, en el silencio de la oración con distancia al mundo en unos, en trabajos y atención directa otros en medio de la sociedad. Una sociedad que no diera vocaciones de servicio incondicional al prójimo es una sociedad agotada, sin entrañas de generosidad por ello despiadada, y en vísperas de una decadencia mortal. Una iglesia que no suscite vocaciones a fondo perdido para ser testigos del evangelio (a fondo perdido que es a fondo ganado), en las múltiples variaciones que ese testimonio puede asumir, es una iglesia agostada en las fuentes de la fe, de la esperanza y de la caridad. Por eso hago hoy el elogio convencido y decidido de la vocación monástica, a la vez y con el mismo entusiasmo que hago el elogio de la vocación política.

Cuando decía adiós a Benilde pensaba en tantas mujeres y hombres que han hecho de su existencia un servicio silencioso e incondicional a sus hermanos, a los que la sociedad desconoce o desprecia: enfermos, marginados, emigrantes, niños abandonados... Ellos son esos sesenta justos por los que Dios mantiene al mundo sano y esperanzado a pesar de todo. De ellos es seguir siendo la llama ardiente y la lluvia fecunda; de nosotros es reconocerlos con amor en vida y despedirlos con oración en la muerte, creando entretanto las condiciones de verdad y limpieza en la sociedad, de fe y de esperanza en la iglesia, necesarias para que surjan, crezcan y perduren.

Olegario González de Cardenal