El populismo en su ambiente

La Real Academia ofrece una buena definición: demagogia es «halago de la plebe para hacerla instrumento de la propia ambición política». El populismo es la forma moderna de la demagogia en la sociedad de masas. Mezcla palabras respetables con propósitos infames y denuncia injusticias ciertas para caer en otras peores. Es enemigo de la democracia constitucional porque tiende a llevar a las instituciones al límite de su resistencia y desvirtúa sus señas de identidad. La tentación populista prende en una América latina situada -como bien dice Víctor Pérez Díaz- a medio camino entre el sueño y la razón. El fenómeno más llamativo es, cómo no, la «revolución bolivariana»» que predica Hugo Chávez en Venezuela: nacionalismo radical, retórica izquierdista, obsesión antiyanqui... Se define como «socialismo del siglo XXI», pero no sería correcto dejarse seducir por la magia de las palabras. Lula -a la hora de la verdad- o Bachelet ofrecen otras fórmulas a la izquierda iberoamericana, sin recurrir a tópicos vetustos ni buscar antepasados en un prócer cuyas ideas, por razón del contexto y del origen social, están muy lejos de la práctica populista. Chávez vuelve a estar de moda. Ahora llegan los cinco «motores» de la revolución: entre ellos, una ley que le habilita para gobernar a su antojo y una reforma constitucional para permitir la reelección indefinida. En economía, planea sin tapujos el asalto a la banca y a otros sectores estratégicos, mientras dilapida los recursos del petróleo. Educa a los jóvenes en una historia de buenos y malos: una borrosa Patria Grande latinoamericana contra el colonialismo español y el imperialismo de Washington. No es probable que el último y brillante libro de John Elliot tenga éxito entre los fieles al nuevo dictador.

Es inexplicable la simpatía que Zapatero muestra hacia el chavismo y sus criaturas, en nombre -se supone- del socialismo democrático que gobierna en un país desarrollado. Mientras tanto, crecen las hijuelas. Daniel Ortega vuelve a las andadas, después de engañar por algún tiempo a unos cuantos ingenuos. Evo Morales y su Movimiento al Socialismo abren sucursal en un país que corre el riesgo de quedar anclado para siempre en el museo de los proyectos inviables: Bolivia cuenta con un 62 por ciento de indígenas entre aymarás y quechuas; una especie de república autogestionaria en El Alto, el barrio de los marginales que domina La Paz; una región gobernada por la oligarquía autonomista en Santa Cruz de la Sierra y otra donde mandan los «cocaleros» y su economía sumergida. El MAS tiene un ideólogo notable, Álvaro García Linera, marxista teórico y segundo en la jerarquía del poder. Hay que leer mucho para entender algo sobre la curiosa doctrina de la descolonización del Estado en tres niveles: hacia el pasado, mediante una visión positiva de la mitología incaica y el rechazo a los criollos de origen español; en el presente, con la nacionalización (al menos, la amenaza) de los hidrocarburos y, por supuesto, la lucha contra la globalización y el capital extranjero; de cara al futuro, combina el etnicismo de tintes racistas con una apelación genérica a la solidaridad de los pueblos oprimidos. Ese singular racismo asoma también aquí y allá: Ollanta Humala, candidato fallido en el Perú, atizaba el rencor contra Chile por las guerras arcaicas del XIX y reclamaba el poder para los cobrizos andinos frente a las élites criollas y asiáticas, con el preocupante objetivo de «regenerar» a los peruanos. No falta, por cierto, un toque de judeofobia, incluso con «matices» sobre el holocausto, tal vez por influencia de algunos descendientes de refugiados nazis. Como es notorio, Norberto Rafael Ceresole, escritor muy al gusto de Chávez, participa de estos criterios antisemitas.

La tradición política en Iberoamérica alienta este tipo de operaciones. La historia está plagada de discursos similares; véase al respecto, entre los más recientes, el libro de Carlos Malamud. El presidencialismo como forma de gobierno facilita el eterno caudillismo personalista que aprovecha la fragilidad de las instituciones, aunque (léase, por ejemplo, a Manuel Alcántara) no hay ninguna maldición que impida el arraigo del Estado de Derecho. El populismo juega sus bazas. Nombres convertidos en iconos, siempre los mismos, y una propaganda masiva a través de la televisión que se cuela por los lugares más recónditos de chabolas y favelas. Agravios perpetuos que suplantan sin pudor a la verdad de los hechos, a la realidad de los lazos sociales, morales y culturales y a los implacables datos macroeconómicos. Retazos de ideologías en curso de retirada, marxismos arruinados, patrioterismos vocingleros, residuos dispersos de la teología de la liberación. Al final, todo confluye en una suerte de cesarismo, esto es, una autocracia con fuerte anclaje en el ejército y respaldada por el pueblo. Aunque se llame «posdemocrática», es la misma cantinela autoritaria de toda la vida. La tentación populista guarda relación, allí como en todas partes, con el supuesto fracaso de la democracia representativa y con la convicción generalizada de que el neoliberalismo no tiene una varita mágica para superar la pobreza secular, sino que se alimenta de ella. Las pruebas pueden esperar. No cabe esperar nada bueno de estos liderazgos carismáticos en los que anida la corrupción y la fractura social. La mezcla de caudillaje, apelación al pueblo, cristianismo folclórico y sofismas doctrinales ha fracasado ya muchas veces.

Los países más fuertes tampoco son inmunes a los tiempos que corren. El peronismo argentino recupera los resabios personalistas, incluso en su faceta necrófila del culto al cadáver del general. El «corralito», la miseria en los barrios, la degradación de las clases medias, el gansterismo, la emigración... Son demasiadas cosas que confluyen al mismo tiempo como lastre para una sociedad en quiebra moral que fue en su mejor momento la envidia de todos, no sólo en América. Tampoco México, otro de los grandes, parece librarse de la crisis institucional. Aunque ha superado el desafío abierto del candidato perdedor en 2006, los ecos del zapatismo en Chiapas o las revueltas de Oaxaca muestran el camino hacia la sociedad dual, el peor de los males para que triunfe una «politeia» fundada en la fortaleza de las clases medias. He aquí el gran reto para ese continente que tanto nos importa. Casi doscientos millones de iberoamericanos viven por debajo del umbral de la pobreza. El populismo es un síntoma muy preocupante, porque desplaza la solución del problema al espacio etéreo de los sueños irrealizables. Hay dos izquierdas entre el Río Grande y la Patagonia: una ha sido capaz de modernizar el discurso desde sus orígenes radicales; la otra, cierra su mente y reproduce los peores tópicos. También hay dos derechas, no nos engañemos. La clave del futuro reside en el triunfo de las opciones posibilistas sobre los extremismos antipolíticos. La demagogia, de acuerdo con Aristóteles, es la peor entre las formas de gobierno porque supone la corrupción de la democracia. Es lógico: «corruptio optima pesima».

«Hoy terminaron las vacaciones de Sísifo», concluye el personaje de Alejo Carpentier. El populismo se encuentra allí en su ambiente, sin duda. ¿Acaso estamos libres en Europa de la tentaciónpopulista? Ni mucho menos. Toda sociedad enferma de inmadurez política es una víctima potencial. La ideología importa menos: pueden ser de izquierdas o de derechas, pero se reconocen pronto y se entienden con facilidad. El virus arraiga con más facilidad de la que creemos. Tal vez habrá que discurrir pronto sobre el populismo fuera de su ambiente.

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.