El porqué de tanta corrupción

Solemos escuchar que España está pasando por una crisis ética por parte de sus personajes públicos. El diagnóstico tiene su lógica. Los casos de corrupción son abundantes. No solo los que protagonizan figuras públicas; y, entre estas, no solo los responsables políticos: deportistas y artistas; jueces, fiscales y letrados; periodistas, activistas, gestores de organizaciones benéficas y sacerdotes; empresarios e investigadores; diseñadores, cocineros y toreros participan de esta laxitud de actitud. ¿Es de veras una crisis de valores? ¿Estamos realmente ante un vacío de referentes conductuales? ¿Se sitúan estas personas, como Nietzsche, más allá del bien y el mal; realizan una genealogía sui géneris de la moral? ¿Hay en ellas un desconocimiento de las pautas de acción que se necesitan para cualquier convivencia social?

Nunca me ha parecido verosímil achacar las causas de esta generalización de desmanes a una crisis en los valores. No me es posible creer que todos estos protagonistas públicos, celebridades y figuras de menor renombre pequen de carecer de una formación en valores. Antes al contrario, lo que nos llama la atención y nos consterna es justo lo opuesto: lo que une a todos los corruptos de nuestra sociedad es el hecho de que su procedencia de orígenes y biografías hace imposible que desconozcan las actitudes que se deben evitar en un marco de vida compartido y colectivo. La proliferación de actuaciones irregulares por la que atravesamos no se debe a una bancarrota ética. Se trata de una crisis de motivación moral de nuestra sociedad. Me explicaré.

Nuestros corruptos no provienen de una lejana República Galáctica, sino de idéntica sociedad civil que la nuestra. Y esta parece haber renunciado a una opción vital fundamental: en su lucha diaria por lograr un estado de satisfacción con sus vidas, la mayoría de las personas evitan alcanzar lo que los clásicos denominaban vida buena (que no buena vida), es decir, cierta situación de óptimo equilibrio entre el bienestar personal y una complacencia válida por sí misma.

Parecen haberse decantado, una gran mayoría, por formas de sentirse bien que procedan de estímulos sensoriales. Así, escasea la motivación por planificar proyectos de vida a largo plazo cuyo leitmotiv sea sostener en el tiempo una percepción real de felicidad. En su lugar, se suele buscar el bienestar en conductas altamente dependientes de sensaciones sensoriales: confort corporal, placeres del paladar, goces visuales y auditivos, reconocimiento social, etcétera. Esta parece ser la tendencia actual y la raíz última de las ilicitudes cívicas manifestadas por las figuras públicas. ¿Cómo activar ese motor interior que nos empuje a buscar modos de vida que produzcan sentimientos de gozo y bienestar al tiempo que independientes de estímulos perecederos?

Es obvio que tal fuente de energía motivadora, en tanto que fuerza motriz, debe residir en la esfera de las emociones y pasiones. Se trata, en efecto, del amor-pasión, al decir de Eugenio Trías. Apasionarse es sentirse focalizado hacia algo singular; tener toda la atención arrobada por algo que desborda y trasciende al sujeto.

Pero ¿de qué singularidad puede tratarse? Grandes pensadores, como Searle y Popper, han identificado una que es especialmente relevante para el móvil moral. Han señalado la capacidad mostrada por nuestra especie de descubrir, aun habitando en un mundo de partículas físicas sin sentido, un universo preñado de sentido. Nuestra ciencia, nuestras producciones tecnológicas, las teorías explicativas sobre la vida y el mundo, nuestros productos lingüísticos, las creaciones artísticas, nuestras construcciones sociales, los inventos legales, cívicos y políticos que hemos realizado se han logrado en el angosto universo formado solo por moléculas y ciegas fuerzas físicas, desprovistas, completamente, de lógica, raciocinio, conciencia, mente, voluntad e intelección.

¿No es esto algo apasionante? ¿No se trata de algo singular que reside en el alma humana? Construir orden y lógica en el marco de un mundo físico y biológico donde inteligencia y sentido brillan por su ausencia es un hecho fascinante. Es imposible no padecer atracción por tales monumentos del espíritu humano.

Solo en la medida en que reparemos en las colosales y exorbitantes conquistas de nuestra especie en el estratégico istmo fronterizo entre mente y materia, sentiremos en nuestro interior un embelesamiento pasional que nos moverá a procurarnos formas de felicidad independientes de sensaciones a corto plazo. Pues es por la vía de la pasión como se alteran nuestras decisiones, se jerarquizan nuestras preferencias y se priorizan nuestras acciones. Al fascinarnos por la maravilla de nuestra especie, el sujeto siente pasión por su género y se hace receptivo a detectar oportunidades de actuación en beneficio de otros miembros de la especie. Se trata de una emoción: el amor pasional por los logros humanos y las facultades de nuestro género en cuanto género.

Podemos afirmar que la frecuente corrupción es fruto del desamor por lo humano. En efecto, es la falta de atención de las personas hacia lo sublime de nuestra especie, su carencia de mirada hacia lo trascendente de nuestras posibilidades humanas, lo que las lleva a presentar tan indebidas actuaciones. La crisis ética no es de cambio o caída de valores, sino de una miopía o ceguera interior, de una suerte de analfabetismo de visión: carencia de perspicacia respecto las potencialidades del espíritu humano.

Arash Arjomandi, discípulo de Eugenio Trías y profesor de Ética en la EUSS (UAB).

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