El portero enamorado

En 1998, Jean André Fiesche rodó un emocionante reportaje para la televisión francesa sobre el cineasta Jean Rouch en que este habló de su método de trabajo. Se basaba en algo que había aprendido del pueblo de los dogón: en "hacer como si". Todas las películas que Rouch rueda en el África negra son falsos documentales y, sin embargo, pocas veces se ha mostrado de una manera más honda y veraz la vida de los pueblos que viven en esa zona del mundo. "Al hacer como si, declara, se está mucho más cerca de la realidad". Jean Rouch no pretende captar la realidad tal como es, sino conseguir otro tipo de realidad, que busca la verdad de la ficción.

Desde un punto de vista racionalista el pueblo de los dogón es un pueblo de grandes mentirosos, ya que no tienen ningún reparo en apropiarse de las historias que les gustan haciendo como si les hubieran sucedido a ellos. Por ejemplo, alguien escucha la historia de un dios que protege a las vacas, e inmediatamente adoptan a ese dios como propio. En su película La caza del león con arco, Rouch nos muestra a una casta hereditaria, que es la única que tiene derecho a matar leones. Los pastores solo pueden tirarles piedras para ahuyentarlos. Consideran que el león es necesario para el rebaño y saben identificar cada león por sus huellas. Pero cuando un león mata demasiadas reses, hay que suprimirlo porque se trata de un león asesino. La película relata los episodios de esta caza en la que técnica y magia están íntimamente relacionadas.

Y para llevarla a cabo hablan con las raíces de las que obtienen el veneno, con las plantas con que fabrican sus arcos, con el fuego que debe fundir el hierro para las flechas. Y, en su término, piden perdón al león por haberle tenido que matar. Así reestablecen la armonía rota por el acto de violencia. Cada gesto, cada tarea que emprenden, está acompañada de palabras y cantos. Y hablan como si raíces, ramas, fuego y animales pudieran entenderles.

¿Somos tan diferentes a ellos? El químico habla con sus probetas y cultivos y les pide en secreto la solución a sus experimentos, el adolescente pide al genio de los botellones que lleve a sus brazos el chico o la chica que desea, al montarnos en un tren confiamos en que nos conduzca a nuestro destino. Todo el arte se basa en ese principio misterioso de "hacer como si". Al leer un libro, jugamos a sentir que es cierto lo que nos cuenta, y así logramos que viva en nosotros. Al escuchar un concierto o una obra de teatro, fingimos estar asistiendo a un acontecimiento único en el que está en juego nuestra alma. Y vivimos como si tuviéramos un alma que guardar y a la que escuchar.

Jean Rouch recuerda en este reportaje el Mayo del 68. Él y sus compañeros participaron en las revueltas como si realmente la revolución estuviera a la vuelta de la esquina. De esa forma, y misteriosamente, París fue una hermosa fiesta que el mundo nunca olvidará. También don Quijote se rige por la filosofía de los dogón. Se lanza en busca de aventuras como si realmente fuera un caballero andante. Y así, se enfrenta a las injusticias y defiende a los débiles y los oprimidos por el poder. Se pone de parte de la pastora Marcela, reivindicando el derecho a elegir de las mujeres, defiende a un pobre siervo apaleado, libera a los presos, trata a unos pobres pastores como si fueran grandes señores, lo que da lugar a su bello discurso sobre la Edad de Oro, y tratar a las criadas de la fonda como si fueran delicadas damas, y así modifica la realidad. Pero don Quijote no olvida que está jugando, como bien lo demuestra Torrente Ballester en su ensayo sobre sus aventuras, como tampoco el lector de un libro olvida que lo que lee no es real.

En política el principio del "como si" estaría en contra de cualquier forma de intolerancia, porque rechaza toda centralidad. La filosofía de los dogón tiende puentes, devuelve la vida, como diría Baudelaire al bosque de las analogías. Nada más contrario al pensamiento autoritario. En él solo hay certezas, verdades indiscutibles, un saber que se impone a los otros. Las personas religiosas creen que hay un dios, una vida más allá de la muerte, y que los justos antes o después serán amados y tendrán su recompensa, lo que no está nada mal. Pero el problema no es vivir de una manera determinada, sino creer que es la única posible. El problema es querer imponer la historia que la justifica olvidando que pertenece al mundo de la ficción. De ese olvido surgen todas las formas de integrismo religioso, o las formas autoritarias en política: el fascismo, las dictaduras comunistas, el terrorismo vasco o islámico, el culto interesado al mercado y el dinero.

Por el contrario, las comunidades que se rigen por el principio del "como si" son más abiertas y fantasiosas, y sus acciones están sometidas a la corrección de la ironía. Sus fiestas se vuelven amables y no hay motivos para querer imponer nada a los demás, pues solo se trata de dulces mentiras dictadas por la piedad y el goce de vivir. Las madres suelen enloquecer con sus recién nacidos, pero también se los toman a broma, pues si no ¿cómo podrían ayudarles a crecer? Sin ironía seríamos devorados por la tiranía de nuestros ideales y deseos.

En este país muchas veces tan antipático y duro hemos tenido un ejemplo de todo esto en los últimos mundiales de fútbol. Tiene razón Javier Marías cuando afirma que el fútbol tiene algo de artístico. Lo vemos como si algo esencial de nuestra vida estuviera en juego, pero solo se trata de un grupo de muchachos disputándose una pelota. Al comienzo del Mundial surgió un problema con Iker Casillas. Su novia, una guapa e inteligente periodista, fue nombrada corresponsal y algunos medios la criticaron por pensar que le distraía de su tarea. Es una historia antigua de honda raigambre machista. La historia del héroe a quien el contacto con la mujer debilita: la historia de Eneas y Dido, de Sansón y Dalila, de Ulises y Circe.

La final del campeonato fue un partido bronco, que nos tuvo al borde del infarto. Y en los últimos minutos Robben, el mejor jugador de Holanda, se quedó solo ante nuestra portería. El gol parecía cantado, pero Casillas hizo una de esas paradas que se quedan para siempre en la memoria. Y en el bar en que estábamos viendo el partido sucedió el milagro: todos se pusieron a gritar el nombre de Sara Carbonero, la guapa periodista. Solo ella podía haber inspirado en Casillas ese momento de magia suprema y permitirle parar un balón inalcanzable. Y todos nos comportábamos como si cosas así, gracias al amor, fueran posibles en el mundo.

Tal es el poder del "como si". A los cazadores songhay les permite cazar los leones asesinos, a Cervantes escribir El Quijote, y a Casillas parar una pelota imposible. No es extraño, ya que la verdadera vida exige hacer promesas que no se pueden cumplir: que las palabras nos salvarán de la muerte, que los besos siempre serán como los primeros, que habrá niños resplandecientes y relojes sin agujas.

Fernando Savater acostumbra a citar una hermosa frase de madame de Châtelet que, en vez del toro de Osborne, debería figurar en el centro de nuestra siempre convaleciente bandera nacional: "No es posible que hayamos nacido para ser desdichados". Eso queremos, vivir como si fuera posible un mundo más justo, generoso y noble, como si fuera posible la felicidad. Y lo extraño es que, al creer en ello, logramos ser misteriosamente felices alguna vez.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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