El post referéndum

Por Jorge de Esteban, presidente de Unidad Editorial y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 20/06/06):

Hace más o menos un año, en uno de los actos sociales que se celebran en la sede de este periódico, tuve la ocasión de conversar con uno de los altos cargos del Partido Popular sobre el oscuro horizonte político que se vislumbraba ya, como consecuencia de las ensoñaciones nacionalistas catalanas, vascas y gallegas. Y le comenté que cada vez era más necesario modificar la ley orgánica de las diversas formas de referéndum, a la vista de lo que se nos venía encima.

El político popular me miró como si le estuviese dando consejos sobre la pesca de las ballenas y, con la expresividad que le caracteriza, hizo una mueca y se fue, sin decir ni pío, a otro corrillo. Ahora acabamos de comprobar, como ya señalé hace unos días, la insuficiencia de una norma que aún siendo legal, no se corresponde con la legitimidad que debe poseer toda consulta popular directa, como es el referéndum. En efecto, la esencia de la democracia consiste en que las decisiones que se toman, deben realizarse de acuerdo con la fuerza de una mayoría, que es la que genera la legitimidad, en paralelo a la legalidad . Pero como no todas las decisiones que se toman, tienen la misma importancia, el constitucionalismo moderno gradúa las mayorías según la trascendencia de lo que se decide.

De este modo, no es lo mismo aprobar una ley ordinaria que una ley orgánica; no es lo mismo cambiar una ley cualquiera que cambiar la Constitución, y de ahí que se exijan, en sede parlamentaria, mayorías diferentes. Pero es más: no se puede entrar a discutir la aprobación de una ley cualquiera, si no se cuenta previamente con una mayoría votacional de salida, esto es, lo que se denomina quórum en los procedimientos parlamentarios. Las cámaras, para poder tomar decisiones, necesitan que estén presentes, como es normal en todos los parlamentos, al menos una mayoría de sus miembros, es decir, la mitad mas uno de los parlamentarios que los integran. Así lo reconoce, por ejemplo, el artículo 79.1 de nuestra Constitución, cuando señala que «para adoptar acuerdos, las Cámaras deben estar reunidas reglamentariamente y con asistencia de la mayoría de sus miembros».

Pues bien, esta exigencia de mayoría votacional y de mayoría decisoria propia de todos los Parlamentos, en tanto que órganos de representación de la soberanía nacional, se debe exigir con mayor motivo en los referendos. Esta institución de la democracia directa, asumida por muchas constituciones, entre ellas la nuestra, se ha adoptado, en el constitucionalismo actual, por dos razones evidentes: por un lado, porque se recurre a ella a causa de la importancia de la cuestión que se somete a todo el cuerpo electoral inscrito en el censo. Y, por otro, porque se quiere que esas decisiones importantes se tomen con el mayor consenso posible de los ciudadanos, sin intermediar los partidos políticos. La democracia directa se une así a la democracia representativa, a efectos de lograr, como dice el Preámbulo de nuestra Constitución, «una sociedad democrática avanzada». Este es el espíritu de lo que patrocina nuestra norma fundamental, pero que ha sido traicionado por la ley orgánica que regula las diversas modalidades de referéndum. Ciertamente, esta ley no exige una mayoría votacional, por lo que es válido legalmente cualquier índice de participación por bajo que sea, como, por ejemplo, un 20 % de los electores registrados en el censo, lo cual priva a esa consulta de toda legitimidad, por lo que no debería ser válida, lo mismo que ocurre cuando no hay quórum en las Cámaras de las Cortes. La ley no lo dice, pero es evidente que se puede deducir que todo referéndum que no cuente al menos con la mitad más uno de los votantes inscritos en el censo, carece obviamente de legitimidad.

Además, partiendo naturalmente de esta cifra mínima, según sea la importancia de la consulta que se somete al pueblo, debería establecerse el grado de mayoría de los votos emitidos a favor del sí o del no, para que fuese válida. El artículo 168 de nuestra Constitución establece que para reformar las partes duras de la misma, es necesario que se apruebe por dos tercios de los miembros de cada Cámara en dos Cortes consecutivas, para pasar, después de este filtro, a convocar un referéndum del cuerpo electoral. Ahora bien, aquí se produce una evidente paradoja no solucionada por la LODMR, ya que no se exige ninguna mayoría ni en el número de electores, ni en número de votos, para que sea válido lo que aprueba el pueblo. La lógica del derecho se trunca aquí posibilitando toda paradoja, como es que una reforma de la Constitución la tengan que aprobar forzosamente dos tercios de cada Cámara, mientras que el pueblo puede aprobarla con un número irrisorio de electores, puesto que no se señala ningún tope ni en el número de votantes, ni en el votos afirmativos o negativos. En España, pues, los referendos pueden ser legales, pero pueden ser también ilegítimos.

Y la prueba de ello la acabamos de verificar con el referéndum que se ha celebrado el pasado domingo en Cataluña. Efectivamente, si todo Estatuto de las cuatro Comunidades del artículo 151 de la Constitución, exige la aprobación por referéndum de sus diversos electores, en razón de la importancia de esa norma institucional básica de las mismas, se desprende, después de lo dicho, que el que se acaba de celebrar en Cataluña, aún siendo legal, es evidentemente ilegítimo, puesto que se ha aprobado por menos de la mitad de los electores inscritos en el censo, contrariando la naturaleza de esta forma de participación directa del pueblo.

Pero es que además existen otras dos condiciones sobrevenidas, que abundan en esa falta de legitimidad. Por una parte, se ha llevado a cabo una campaña de propaganda obscena en la que se ha tratado de desprestigiar a los partidos que defendían el no, se ha querido alargar las horas de la votación en contra de la ley, se pretendió que la consulta fuese en día laborable para sortear el éxodo a las playas, y se ha abusado igualmente de la campaña institucional neutra que debería haber llevado a cabo la Generalitat, fomentando, en cambio, la participación y el sí, de forma subrepticia, incluso hasta situaciones grotescas. Cualquiera se queda perplejo si se piensa que un Estatut que impone la obligación de que todo el mundo hable en catalán, corolario por lo demás de una práctica sancionadora que incluso se ha podido ver últimamente en Cataluña, ha sido defendido, en el discurso institucional del president de la Generalitat, no ajustado tampoco a derecho según las normas de la Ley Electoral General, pronunciándolo interesadamente (¡oh, cielos!) en castellano, para ver si así lo entendían mejor los que no saben catalán, con el espurio propósito de enriquecer el granero de los síes. Está visto que recurrir al castellano o a la Guardia Civil, cuando lo requieren las necesidades de la causa, es revivir lo que dijo en su día Enrique IV de Francia: «París bien vale una misa».

Pero, por otra parte, la importancia de lo que se sometía a referéndum, es claro que sobrepasa la materia propia de un Estatuto de autonomía, puesto que, como ya hemos expuesto numerosas veces en estas páginas, no es que sea sólo inconstitucional en muchos de sus artículos, sino que rompe la coherencia del Estado de las Autonomías que prefigura la Constitución. La conversión de la Comunidad Autónoma de Cataluña, creada en el Estatuto de 1979, en una nueva categoría, que podemos denominar Comunidad Nacional, se yergue a partir de ahora como un Estado adosado al español o a lo que quede él, y aparece así como un elemento de consecuencias nefastas y previsibles para el futuro de nuestro régimen constitucional. El estructuralismo expone con claridad que cuando en un sistema cambia radicalmente uno de sus elementos, el resto acaba también transformándose, apareciendo una nueva estructura. Y eso es precisamente lo que ocurrirá en el momento en que se empiece a aplicar esta seudoconstitución, que ha aprobado únicamente un tercio de los catalanes y que imponen así su criterio al resto mayoritario de los demás. E incluso también al resto de los españoles, que votaron una Constitución que no permite este comienzo de autodeterminación de la Generalitat.

A ello responde la denominación que se incluye de Cataluña como nación, los derechos históricos y los post constitucionales autóctonos, la lengua propia obligatoria, la bilateralidad, las competencias blindadas, la acción en el exterior o la financiación privilegiada, en contra de la solidaridad y la igualdad entre los pueblos de España y de la primacía del Estado de todos. Porque, en definitiva, votar sí al referéndum ha sido igual que votar no a la Constitución y ello lo comprobaremos, salvo que interceda Santa Rita, en los próximos meses, una vez que haya un nuevo Gobierno catalán. Porque sólo caben dos posibilidades: que el Gobierno central se pliegue a todas las exigencias estatutarias y se vaya desguazando el Estado central, o que no lo haga y, entonces, surgirán continuos conflictos en un Estado inviable, que sufriremos irremediablemente todos los españoles, máxime cuando ya se ha abierto también la puerta al otro nacionalismo excluyente, al que se le empieza a ver la falsa patita de cordero. Por eso, en el momento en que los españoles, ilusionados por ver a su selección nacional con posibilidades de escurrir el ridículo tradicional, para poder alcanzar incluso, según muchos, el campeonato mundial de fútbol, no cabe sino decirles: disfruten ustedes de este momento de gloria, porque tal vez sea la última vez que una selección nacional, es decir de toda España, concurra a un campeonato mundial. ¿Había necesidad de todo este estropicio?