El PP ante la incertidumbre

La aparición de Vox ha supuesto un terremoto en el panorama político español: ha restado votos al PP a cambio de proporcionarle mayor centralidad, ha neutralizado aún más a un Podemos dividido, e indirectamente ha acercado a Ciudadanos al PSOE, lo que facilitaría una próxima coalición.

Aspirar a la centralidad en el arco político es un objetivo deseado pero teórico, como teórica es la ubicación de un electrón en su trayectoria orbital, algo conocido en Física como «principio de incertidumbre». La lucha por ocupar este espacio se debe a la creencia que muchos tienen de que en él se ganan las elecciones; dialéctica indemostrable, que se remonta nada menos que a Platón que se preguntaba: «¿Cuál es la esencia del centro?».

Acabada la Transición, la idea de centro se desdibujó hacia sus lados y los horribles atentados en Atocha facilitaron el acceso a nuestra política nacional a Rodríguez Zapatero, un dirigente que quería ganar la guerra civil y que por poco nos lleva al traste. Afortunadamente, ahora anda ocupado por el Caribe, haciendo de ministro de Asuntos Exteriores de Maduro. Pero antes nos dejó un precedente endemoniado: la prueba viviente de que cualquiera podía ser presidente de Gobierno. Y así dio a luz a Sánchez y este provocó un populismo de derechas azuzando a los más susceptibles con la memoria histórica, la exhumación de Franco y las cesiones en el tema catalán.

Nuestra política hasta entonces recordaba el modelo de las dos ciudades helenas más conocidas en la antigüedad, mientras la izquierda era Atenas: poesía, música y acampadas en las plazas del 15-M soñando con una dacha en Galapagar, la derecha era Esparta: contabilidad, disciplina, las cosas del «Hola» y las banderas en el balcón. El desastre de Zapatero propició la mayoría absoluta de Rajoy que debió decirse: «¿Por qué no unir ambas ciudades y a vivir que son dos días?». La idea, compartida por Merkel, preconizaba la absorción de una facción menor de la socialdemocracia desdeñada por el socialismo como parte de un nuevo centro. Aquel guiño admitía esporádicas liposucciones fiscales y ligar lo liberal con lo tradicional. Se podía ser las tres cosas a la vez como es factible pasear, pensar y masticar chicle al mismo tiempo. Pero al tirar del manto, para cubrir a los más necesitados, quedó al aire el pinrel conservador y con él una friolera de votos. La teoría de unir las dos ciudades era correcta -con un manto mayor-, pero la corrupción y una ausencia de explicaciones la malograron.

Dos razones avalan insistir en este enfoque. La primera es que si el PP pretende «reconquistar» el ayer, como bien dice Casado, han de tener cabida en él perfiles tan exóticos como los de la taberna de La Guerra de las Galaxias. A saber, podemitas caídos del guindo por las noches que se pegaron al sereno, engañados con un asalto que no prosperó. ¿Se atrevería Iglesias a explicar a los inocentes de las acampadas, cómo funciona la cascada de su piscina? Pienso que no. Algunos de estos, que en el interregno encontraron trabajo o pasaron a la abstención, figurarían como presuntos clientes. O ¿convencerá Sánchez a sus barones de reducir fondos a las Comunidades para que Torra (el buen esloveno) le mantenga en la Presidencia? Seguro que tampoco. Sin olvidar que Vox, a quien nadie votó por su centralidad, quizá decepcione por vender posibilidades como si fuesen probabilidades. En fin, el cuadro de potenciales electores podría cerrarse con el hastío que Ciudadanos provoca con su permanente volatilidad. ¿Son estas metamorfosis de volver a los diez millones de votos posibles? No lo sé, parece que no, pero es cierto que las vivimos antes: se llamaban «los votos prestados». Están ahí, quien sabe si en el Sacromonte o en Sotogrande: es el principio de incertidumbre.

La segunda razón para no dejar a nadie sin cobijo es que los más reputados pensadores liberales comprenden tanto la virtud en momentos de ineficacia del mercado de la intervención estatal, como la necesidad ineludible de abrirse a las emociones dérmicas de la gente: patria, himno, bandera, y tradiciones. En esta amalgama galénica el liberalismo, esencia del PP (ningún otro partido es liberal), es su mayor ingrediente y el principio activo que soluciona; mientras que el conservadurismo que representa la defensa ante los enemigos de España, y la conciencia social (¿reformismo?) que ayuda a quienes sufren y se quedan atrás, no dejan de ser coadyuvantes en la fórmula de generar prosperidad. Ese «liberalismo de amplio espectro», es la ventaja estratégica más competitiva del PP, y sus distintas corrientes deberían aceptarla en beneficio propio desterrando adherirse a sufijos personales en ismo.

Muchos populares desearían mantener su pureza original, limitada a uno de los ingredientes citados -caprichito que ha generado ya tres partidos políticos- y luego en futuras coaliciones ya se verá; pero es «ya se verá» lo tenemos muy visto. Las alianzas son impuras y extorsionantes: Carmena es alcaldesa gracias a pactos facilitados por los diez mil votos nerviosos de Vox que le faltaron a Aguirre para la mayoría absoluta; el 155 de Rajoy, suavizado por la alianza constitucionalista, nunca fue agradecido; la mitad de Podemos ahora contaminará al PSOE, y Rivera pronto se hará perdonar el desalojo andaluz enseñando su otra cara: las bisagras siempre tiene dos.

Afortunadamente, el PP ofrece un manto generoso donde una mayoría podría guarecerse y que con mentalidad abierta se debería de ensanchar: unidad dentro de Europa, defensa de la vida, de los géneros débiles y de los negocios, Constitución y Monarquía, el bien común y el mérito, prudencia identitaria, lucha contra el terrorismo y cadena perpetua revisable, estado del bienestar, libertad religiosa y de enseñanza, ocios tradicionales y una compasiva -pero no ingenua- comprensión del problema de los migrantes. Muchas de estas conductas no las comparte Ciudadanos, que teme ser identificado con lado conservador del espectro; ni el PSOE, instalado en la incoherencia sanchista; ni siquiera Vox, que tiene una visión uniforme y dinosáurica de España. Es de imaginar que Platón, cuando hablaba de la esencia del centro, pretendía trascender su concepto geométrico hacia algo que se identificara más por sus virtudes que por su localización.

Ello sugiere que, aunque la posición científica alrededor del centro quede indeterminada, todos tenemos claro lo que se entiende por estar «centrado» cuyas característica de previsibilidad, rigor, solidez, ecuanimidad, excelencia y moderación en el tono, son muy concretas. Y que no se corresponden con las de otros partidos, que se dicen de centro, cuya mentalidad tornadiza, mentirosa o mitinera impide identificarlas. Quizá, por ello, conviniera menos hablar de centro y más de las características que lo definen, y que en la práctica política es lo que barrunto que el señor Casado trata de lograr.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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