El PP y la guerra cultural

Vistas las últimas encuestas de intención de voto, y viéndonos a la intemperie de los vientos sembrados por el Gobierno, lógico es preconizar la victoria del centroderecha en las próximas elecciones generales. Y, visto el idiosincrático percal político de este país nuestro, muchos votantes esperan que el PP aclare cómo revertirá la ristra de leyes ideológicas que han pervertido nuestra identidad cultural y nuestras libertades. Importa que el próximo Gobierno del PP enderece la deriva económica; pero mucho más importa romper este ciclo en que un Gobierno del PSOE arrasa la economía e impone leyes ideológicas para que, después, otro del PP sanee las finanzas pero dejando que arraiguen los principios ideológicos partisanos y acientíficos de esas leyes. Ya se sabe que ése fue el mayor error de Rajoy. La principal virtud de la democracia consiste en que reconoce la dignidad moral y política de sus ciudadanos. La legislación ideológica de los últimos años -desde la memoria pseudohistórica y pseudodemocrática a la educación ideologizada y la pseudoigualdad de género- arrebata su dignidad a media ciudadanía. La economía importa, pero más importa esa dignidad. Si el PP no la defiende y restituye, el votante se confiará a quien sí lo haga. Notorio es que el auge de Vox se debe, en buena medida, a la remisión del PP a rebatir el populismo identitario.

El término guerra cultural entró en circulación en 1991 con Culture Wars de James D. Hunter, libro que reprobaba la tergiversación politiquera de la historia norteamericana. Mas las guerras culturales son tan viejas como la historia misma. Guerra cultural fue el Kulturkampf que Bismark declaró a la Iglesia Católica, como lo fue el edicto de conversión religiosa dado por los Reyes Católicos en 1492 o el Act of Supremacy (1558) de Isabel I de Inglaterra. Desde Hunter, el fracaso del comunismo (plasmado en la desintegración de la URSS) y la constatación de que el capitalismo es inherente a la democracia (que ya explicase Milton Friedman por 1962) han forzado a las izquierdas a maquillar su origen marxista procurándose un nuevo perfil ideológico. El filón lo hallaron en la política identitaria, a la que se agarran para pescar votos en río revuelto.

Aunque las guerras culturales arrecien por la extensión de Occidente, España presenta un caso aparte. Compáresenos, por ejemplo, con Alemania. Con el baldón de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, en los años 80 en Alemania se produjo la Historikerstreit (disputa de los historiadores), un debate en el que no se inmiscuyeron los políticos. Asumiendo la innegable culpa de Alemania, los historiadores alemanes, con Michael Stürmer a la cabeza, concordaron en recomendar el cultivo de un patriotismo que superase el Schuldkust (culto a la culpa) y les sacase de lo que llamaban el Sonderweg (sendero a la ignominia). Sólo centrándose en el futuro podía Alemania asumir el pasado, afirmaba Stürmer. La historia de España nada tiene que ver con la alemana, evidentemente: España se escindió en nacionales y republicanos y ambos bandos cometieron atrocidades varias. Pero, paradójicamente, en España la Historia la disputan no los historiadores, sino algunos políticos, autoinvestidos autoridades científicas y morales, desde que a ZP (tan amigo él de dictadores latinoamericanos) le diese por legislarla. Y a golpe de ley orgánica, se exonera a media España de su culpa mientras que se pregona la culpa de la otra media condenándola a la ignominia.

Estudios recientes sobre las guerras culturales (como los de Andrew Hartman, Alexander Adams y Douglas Murray) constatan su transcendencia política. Es cuestión que preocupa sobremanera porque esas políticas culturales no sólo socavan la cultura, sino que nos despojan de libertad y dignidad. En España se dan dos condiciones por las que el populismo identitario ha hecho ley lo que en otros países se queda en ruido de fondo. Primero, porque en España la historia da mayor rédito político que en otros países sin guerra civil. Segundo, porque algunos han aprendido que la tabarra de la memoria histórica resulta ser el más práctico de los argumentos para aferrarse a sus poltronas. Dijo Marañón aquello de que las guerras civiles duran cien años; la del 36 tiene visos de ir para más largo.

La interpretación interesada de la Historia para beneficio electoralista es estrategia propia de los totalitarismos. A las Cortes corresponde legislar para proteger a los ciudadanos, no para socavar los derechos de unos a fin de magnificar los de otros. Por eso, el cabal moderantismo que el PP asume no puede inhibirse de librar la guerra cultural en defensa de la democracia. La propuesta para una ley de Concordia no procede, porque la concordia ya se alcanzó en la Transición. El PP debe indefectiblemente comprometerse a derogar la legislación ideológica de la entente socialcomunista. Este Gobierno, roto por dentro y enfrentado a sus aliados antisistema, pudiera verse obligado a adelantar las elecciones generales; por ello, urge al PP tener preparada la derogación, como mínimo, de las leyes de educación, igualdad y memoria democrática.

El moderantismo no reside en hacer la vista gorda a la demagogia, sino en velar por la verdad de la Historia, la dignidad de las personas y las libertades individuales, que en España han vulnerado las leyes ideológicas. El moderantismo consiste en asegurar que todos conozcamos la Historia como verdaderamente fue, no como un espagueti western en que se enfrentan los buenos muy buenos a los malos malísimos. Consiste en que se restituya, también, la dignidad de quienes murieron torturados y asesinados por las hordas marxistas durante la II República y la Guerra Civil. Y en que los colegios no adoctrinen e idioticen a las futuras generaciones. Y en que un hombre tenga los mismos derechos que una mujer y no se le considere culpable hasta que demuestre lo contrario, etcétera.

Incidamos en que no se procura el contraataque politiquero, sino la restitución de la verdad científica y de las libertades individuales.

Juan Antonio Garrido Ardila es miembro de número de la Royal Historical Society y catedrático del Consejo General de la University of Edinburgh.

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