Ningún partido puede escapar completamente a su pasado, por profunda que sea la renovación del liderazgo y de los cuadros dirigentes de la formación. El politólogo Angelo Panebianco señalaba en su estudio clásico sobre partidos que las huellas del modelo original, del momento fundacional, sobreviven a toda mutación llegando a condicionar la vida de la organización. Naturalmente, el líder tiene margen de maniobra para imprimir preferencias personales a su proyecto, así como capacidad para moldear la memoria de la organización conforme a sus intereses. Pero cuando se produce un cambio de guardia, el peso de la historia siempre cae sobre el nuevo grupo dirigente. De modo que la decisión final sobre la identidad del partido se produce por apropiación de la identidad original, redefinición o rechazo para dar vida a un nuevo proyecto.
El caso del nuevo Partido Popular dirigido por Pablo Casado y su equipo no tiene por qué ser distinto. Al contrario, su llegada a la presidencia se inscribe en la lógica clásica de cambio de liderazgo. Los desafíos externos funcionan como catalizadores de crisis organizativas, sobre todo si encuentran suelo abonado en un partido debilitado o un grupo dirigente cuestionado. Así, las crisis de partido pueden conducir a cambios organizativos, cambios de liderazgo y una consecuente reconfiguración de fines y objetivos. Echando mano de un ejemplo querido en el mundo popular, resulta conocido que la derrota electoral de 1974 condujo al Partido Conservador británico a modificar el método de selección de su líder. Oportunidad que fue aprovechada por Margaret Thatcher para vencer a Edward Heath en primarias, apoyándose en una lectura neoliberal del conservadurismo frente al clásico paternalismo social inspirado en Benjamin Disraeli de su rival. Una lectura thatcheriana que a la postre terminaría transformando la propia identidad del partido tory y su entronque teórico con los conceptos de individuo, sociedad, mercado y Estado.
La fortuna juega un papel fundamental en la política. Quizá sin la inesperada muerte del líder laborista John Smith en 1994 la meteórica carrera de Tony Blair no se hubiese desarrollado igual. Del mismo modo, seguramente sin la moción de censura que desalojó a Mariano Rajoy de La Moncloa en junio de 2018 Pablo Casado tampoco sería hoy el líder del Partido Popular. Sin embargo, Casado supo aprovechar la ocasión de las primarias para conquistar el partido movilizando a la militancia crítica con el marianismo -y, por extensión, con la candidatura Soraya Sáenz de Santamaría- abanderando un discurso que se apoyaba en un diagnóstico claro sobre las causas del declive electoral del PP: la rendición ideológica del partido.
Siguiendo la lógica que preside los cambios de liderazgo en los partidos, si el XIX Congreso del Partido Popular consolidó a un nuevo grupo dirigente con Pablo Casado y Teodoro García Egea al frente, la Convención nacional que se celebra este fin de semana debe servir al objeto de renovar objetivos y legitimar el poder del nuevo equipo a través de la redefinición organizativa y programática. De ahí el énfasis de Casado y los suyos en subrayar la necesidad de un "rearme ideológico". Un "rearme" que, según su diagnóstico, debe permitir al PP salir de la travesía por el desierto de la tecnocracia y restituir las esencias ideológicas del modelo de partido que toma forma a partir del IX Congreso de Alianza Popular, celebrado 1989 bajo la dirección de Manuel Fraga y José María Aznar. También llamado de la "refundación" por el cambio de nombre del partido. En una carta dirigida a la militancia con motivo de la Convención, el mismo Pablo Casado ha apelado a la memoria del 30º aniversario de la "refundación" para participar simbólicamente de uno de los mitos de origen de la derecha española en democracia. Y, así, legitimar históricamente su propio proyecto de reagrupación política del centroderecha.
El proyecto de refundación de Aznar, como el propio ex presidente del Gobierno cuenta en sus memorias, partía de un diagnóstico claro de los problemas que habían impedido a la derecha española, repartida entre la UCD y AP, cuajar como partido estable con vocación mayoritaria tras el franquismo: carencia de liderazgo, indefinición ideológica y, como consecuencia, desorientación estratégica. A partir de 1990 el PP se convierte progresivamente en la casa común de conservadores, democristianos y liberales. Y en el plano discursivo incorpora un lenguaje de oposición al PSOE inspirado en la revolución conservadora con el que Reagan y Thatcher se habían enfrentado al statu quo económico, político y cultural progresista de la Guerra Fría.
Este marco de referencia histórico e ideológico, tanto nacional como internacional, en el que se forja el Partido Popular en los 90, funciona como punto de referencia en la forma de entender la política de Pablo Casado. Así lo muestran, por ejemplo, su continua referencia a la caída del Muro de Berlín, el gusto por la cita del economista austriaco Friedrich Hayek, entre otros liberales de la Guerra Fría que sirvieron para combatir el consenso keynesiano de posguerra y nutrir intelectualmente el anticomunismo. Sin embargo, la nueva generación que dirige el Partido Popular no debe olvidar que, más allá de los prestamos transgresores de la revolución conservadora y su potencial para la movilización, lo que el proyecto liderado por Aznar significaba era un ejercicio radical de pragmatismo que traducía la derecha española a las condiciones de la competición política de los años 90.
El reencuentro histórico de la derecha española con el liberalismo que se produce a partir de 1989 no significaba, por tanto, lanzar a los adversarios políticos la dedicatoria de Camino de servidumbre de Hayek -"A los socialistas de todos los partidos"- como signo de pureza ideológica. Al contrario, lo que se construyó por debajo de la sobrecarga ideológica de signo liberal eran las condiciones para el llamado "viaje al centro" que hicieron entroncar al Partido Popular con los consensos de la Transición, tanto en materia política, económica y social como territorial. Si bien, como parece natural en un contexto competitivo, sin renunciar nunca al margen de maniobra suficiente como para interpretarlos y afirmarlos en función de valores e intereses propios.
Sin embargo, nuestro tiempo político y cultural alienta la afirmación "sin complejos" de las identidades políticas. Poniendo por encima de la inteligencia política la expresión de autenticidad y haciendo sospechosa cualquier tendencia al pacto o la transacción. Actitud aceptable si no fuese porque la política es la institución de la lucha por el poder civilizada por el sistema. Y no un festival de pureza ideológica. Por eso hoy cotiza a la baja entender que en la vida de partidos siempre se produce un décalage inevitable entre los fines declarados y los comportamientos de la organización, los cuales se orientan por un principio de supervivencia. Sin que la constatación de esta pauta de comportamiento signifique renunciar a una ideología como sistema coherente de ideas que sostiene y guía la acción política.
De hecho, el ruido mediático sobre las esencias ideológicas del PP ha restado la importancia que merece a una de las lecciones más importantes que ha legado a la historia la "refundación" del Partido Popular. La cual, por otra parte, poco tiene que ver con la inauguración de un estilo ideológico de política. Al contrario, la «refundación» de la derecha española fue un ejercicio de realismo que aprovechó a fondo los incentivos del sistema político forjado en la Transición -que, entre otras cosas, penalizaba la fragmentación política y la polarización a favor de una dinámica de competición centrípeta- para construir una maquinaria electoral disciplinada que servía, además de al objetivo de ganar elecciones, a dos propósitos fundamentales. Ambos con fuertes repercusiones de orden sistémico e ideológico. Primero, estabilizar la democracia española posibilitando la alternancia pacífica. Segundo, evitar una competición en términos excluyentes, cerrando el paso a una confrontación en clave fascismo-antifascismo que amenazase la paz civil.
Ciertamente, el contexto actual dista mucho de ser el que se abría paso para el PP en 1989. Por añadidura, la dura competencia electoral que el partido de Pablo Casado encuentra en su territorio de caza complica a la formación abanderar el liberalismo conservador sin contestación como en los 90. Sin embargo, sería buena noticia constatar que el "rearme ideológico" no cae en la tentación de cabalgar la polarización poniéndole letrilla liberal. La derecha española necesita un proyecto de vocación mayoritaria sólido, moderno y reconocible. Y el Partido Popular encuentra en su mejor historia, al margen de cantos de sirena populistas, los recursos idóneos para construirlo. Sería el mayor homenaje que el partido podría hacerle a la memoria de la "refundación".
Jorge del Palacio es profesor de Historia del Pensamiento Político y de los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.