El PP y la retórica de los principios inalterables

La retórica ha jugado un papel fundamental en la estrategia de oposición mantenida por la dirección del Partido Popular desde 2004. En la pasada legislatura, el PP movilizó como nunca la base social de la derecha, logró arrebatar la calle a la izquierda y conquistó protagonismo informativo gracias a una hábil utilización de la política como espectáculo. Una estrategia basada en el ruido y la agresividad que, sin embargo, ha tenido el grave inconveniente de haberle conducido, inexorablemente y a pesar de avanzar tanto en porcentaje como en número de votos, hasta una nueva derrota en las elecciones de 2008.

Paradójicamente, lo abultado de su resultado en estas elecciones y su gran capacidad de movilización de masas hacen mayor su fracaso. El PP parece haber alcanzado un techo electoral y un grado de aislamiento del resto de las fuerzas políticas del país que lo alejan sine die de la posibilidad de llegar al Gobierno. Una situación que un nuevo liderazgo difícilmente puede arreglar si no va acompañado de un cambio de estrategia que tome en cuenta un problema que está en la raíz del PP y que ha contribuido notablemente a su derrota: la connivencia con la extrema derecha. Claro que, para poder resolver un problema, lo primero es reconocer su existencia.

Jorge Moragas, un activo colaborador de Mariano Rajoy, afirmaba hace unos días que lo que hay en el PP es "una lucha de poder, no de ideas". No cabe negar la importancia del juego de ambiciones personales en esta crisis, pero se puede convenir, parafraseando a Lenin (tan alejado ideológicamente del PP, pero todo un experto en la disputa política), que los problemas políticos e ideológicos suelen enmascararse de problemas de organización y que, si la lucha en el seno del PP es por el poder, la cuestión sería: poder ¿para qué?

En el seno de ese partido existen visiones diversas sobre qué tipo de política de oposición debería dar respuesta a esa pregunta. Sin embargo, en pleno vendaval retórico, de lo que casi todo el mundo habla estos días en el PP es de principios irrenunciables, inalterables.

Para cualquier español mayor de 40 años, la expresión "lealtad a los principios inalterables" tiene un inconfundible tufo franquista. La Ley de Principios del Movimiento Nacional, de 1958, afirmaba que éstos "son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables", frase que se convirtió en latiguillo del Régimen y que hace apenas unas semanas repetía Ramón Luis Varcárcel, presidente de la Comunidad de Murcia: "Como decía Fraga, la ideología es un cañón fijo. Son los principios inalterables, porque si se alteran dejan de ser principios". Unos principios que el PP ha id

odibujando estos años en negativo, al acusar al Gobierno de Zapatero de traicionar a los muertos (las víctimas del terrorismo), a las familias, a la libertad de los católicos y a una patria asediada por terroristas y separatistas. Una retórica que ha convocado todos los demonios del imaginario político franquista.

Ahora bien, ¿su uso ha sido inocuo, un mero recurso propagandístico para acorralar al Gobierno? Lo ocurrido ante la sede del PP en Madrid, los insultos a Gallardón y al propio Rajoy acusándoles de traidores; la salida de la primera línea política de Acebes y Zaplana, dos eficaces instigadores de la fracasada estrategia de oposición; la renuncia de María San Gil y su reproche a Rajoy por estar "cambiando los principios del partido", son ejemplos de cómo está pesando en la crisis la lógica impuesta por un discurso extremista que sería mucho más que simple retórica.

El PP ha hecho una oposición fundada en la irracionalidad de las esencias, los valores inamovibles, las fidelidades y las traiciones, y ésta se le ha vuelto como un bumerán. Durante cuatro años, al combinar retórica con movilización de masas, ha practicado una pedagogía política de valores propios de la extrema derecha, y con ello ha deshecho el espejismo de una vida institucional española en la que la herencia del franquismo se limitaría a grupúsculos marginales como Alternativa Nacional.

Pero esa estrategia no es un desvarío caprichoso sino resultado de la propia historia del PP. La Alianza Popular de Manuel Fraga fue la depositaria de los valores y principios reaccionarios que alimentaron la dictadura, reformulados en términos aceptables para la joven democracia de finales de los setenta. Y su refundación como Partido Popular supuso la revancha de AP sobre los reformistas de Suárez, tras el fracaso de la UCD, y la integración en una sola fuerza política tanto de la derecha centrista como de la extrema derecha posfranquista. Una operación que tuvo el benéfico efecto a corto plazo de evitar la presencia parlamentaria de una extrema derecha al estilo Front National francés, pero que a la larga ha permitido la hegemonía dentro del PP de los sectores más reaccionarios y la relegación de los centristas.

Esa deriva también ha estado condicionada por acontecimientos históricos recientes, en particular por la influencia de los neocons estadounidenses tras los atentados del 11-S, cuyos postulados encontraron eco en un Partido Popular que entonces disponía de mayoría absoluta. Desgraciadamente, el neoconservadurismo, esa manera galante de denominar a la derecha extrema, parece condenado en España a teñirse de neofranquismo, pues la tradición histórica de nuestra derecha conservadora no da para mucho más. Los liberales españoles, además de minoritarios, han mantenido siempre malas relaciones con el conservadurismo. Por eso el PP, tras la derrota del 2004, no acudió al discurso regeneracionista sino a una retórica retrógrada heredera del franquismo y, en el mejor de los casos, de la CEDA o de Acción Española.

No parece pues que el problema del Partido Popular sea estar dividido entre jeckylls y hydes, blandos y duros. Lo que está en crisis es el modelo escogido para retornar al Gobierno. Su apuesta por la integración en su seno, y en lugar preferente, de principios, valores y retóricas franquistas propicia actitudes emocionales que identifican la patria con la tierra y los muertos, tal y como predicaba en su día el padre de la extrema derecha francesa y referente de la española, Maurice Barrès. También ha mostrado en las últimas elecciones que, al final, sólo consigue dar alas a los sectores más extremistas, tanto en el partido como en su entorno, y empujar al electorado liberal y de izquierdas a concentrar su voto en el PSOE. Un callejón sin salida del que Mariano Rajoy parece haber empezado a tomar conciencia, de ahí sus problemas.

Quizá haya llegado la hora de admitir que el posfranquismo debe tener su propio espacio y su propia retórica en el juego político español, como lo tiene la extrema derecha en Francia o en Italia, pero fuera del gran partido de la derecha. Ello permitiría el entendimiento entre el PP y los partidos nacionalistas de centro derecha, esa asignatura pendiente, y ayudaría a la derecha española a pasar definitivamente página en la Historia, lo que sería un paso adelante en la normalización democrática. El lastre franquista en el seno del PP distorsiona la normalidad de la alternancia política y contribuye a que los resultados electorales no reflejen tanto la diversidad de la sociedad española como los miedos que el pasado evoca. El Parlamento surgido de las últimas elecciones es prueba de ello.

José Manuel Fajardo, periodista.