El Prat: un hub intercontinental imposible por el ruido

Después de meses de negociaciones, interrumpidas por la pandemia, primero, y por las elecciones catalanas, después, el Gobierno central consiguió la semana pasada que la Generalitat se sume a su idea de ampliar el aeropuerto de Barcelona-El Prat.

La ampliación (que costará 1.700 millones de euros, según el Ejecutivo) prevé dos obras principales. La construcción de un edificio satélite para la Terminal 1 y la prolongación de la tercera pista, la 07R/25L.

Es esta última la que ha centrado la polémica, pues su prolongación invadirá la zona protegida de la laguna de La Ricarda. Algo que rechaza, entre otros, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.

Entre los argumentos, sin embargo, no aparece una cuestión técnica que el debate político ha ignorado. La ampliación propuesta no resolverá el verdadero problema de El Prat: su capacidad operativa.

Tanto el Ministerio de Transportes como AENA, la empresa pública que opera el aeropuerto, defienden la necesidad de ampliar esta infraestructura que, en 2019, utilizaron 52,6 millones de pasajeros, una cifra cercana a su límite de capacidad (fijado en 55 millones).

Este ha sido el principal argumento de los defensores de la ampliación. Defensores que, liderados por un sector de los empresarios catalanes, llevan varios años pidiendo que se retome la idea de construir una T1 Satélite. Un plan que ya estaba sobre la mesa en 2007 y que la crisis de entonces obligó a poner en pausa. Hasta ahora.

En efecto, la idea de un edificio satélite tiene sentido teórico: cuanto mayor es la superficie de las terminales, mayor es el número de viajeros al que pueden dar servicio. Pero esto no sirve de mucho si no se acompaña de un incremento en el número de vuelos.

Y es aquí donde, precisamente, se encuentra el talón de Aquiles del aeropuerto de Barcelona. Su problema real de capacidad no está en cuántos viajeros pueden hacer uso de sus terminales, sino en el número máximo de despegues y aterrizajes que son posibles cada hora. Un aspecto que, en el caso de El Prat, es un verdadero cuello de botella.

Para explicar esto en detalle, es necesario detenerse en cómo es y, sobre todo, en cómo funciona el aeropuerto de El Prat desde que se completó su última gran ampliación, la tercera tras la de 1968 y la olímpica de 1992.

De ella destacan tres elementos: la Terminal 1, la espectacular torre de control y la tercera pista, la 07R/25L, también denominada pista corta o pista del mar, pues discurre junto a la playa de El Prat.

Cuando entró en servicio en 2004 (por entonces aún se construía la T1, que se inauguró cinco años después), AENA anunció que el aeropuerto prácticamente duplicaría su capacidad. “Posibilitará 90 operaciones a la hora” recogían los medios entonces.

Esa cifra, que nunca se ha alcanzado en estos años, reflejaba el potencial de sus pistas paralelas, que permiten muchos más movimientos al gestionar simultáneamente las llegadas y las salidas.

La tercera pista de El Prat tenía, sin embargo, una peculiaridad: era más corta. El delta del Llobregat obligó a construir esa pista encajonada entre dos zonas protegidas. En su extremo suroeste se encuentra el estanque del Remolar y la marisma de Filipines. En el lado opuesto, la laguna de La Ricarda.

Por esta razón, la nueva pista se quedó en 2.660 metros de longitud, lejos de los 3.352 metros de su paralela, la 07L/25R.

Este detalle es clave por dos cuestiones fundamentales: porque no todos los tipos de aviones recorren la misma distancia para despegar y aterrizar. Y porque, por lo general, los aviones recorren más distancia en la maniobra de despegue que en la de aterrizaje. El peso de un avión es clave en ambos casos, ya que, normalmente, cuanto más pesado es, más distancia debe transitar sobre el asfalto hasta alcanzar la velocidad necesaria para su despegue.

Por esta razón, en los aeropuertos con pistas más cortas, como el de San Sebastián (1.590 metros), nunca vemos operar un gigante como el Boeing 747. Incluso aunque hubiera demanda para ello, el Jumbo necesita una pista más larga para operar con seguridad.

También es el peso lo que explica que los aviones recorran más pista en el despegue que en el aterrizaje. La razón es sencilla: al despegar, cargan consigo todos los kilos de combustible que consumen después en el aire. Siguiendo con el ejemplo del 747, se trata de un avión que puede consumir aproximadamente cuatro litros por segundo. Cuando vuela, cada segundo que pasa se quita cuatro kilos de encima.

Por todo lo anterior, cuando entró en servicio la tercera pista de El Prat se estableció que los despegues tendrían lugar por la pista larga (la 07L/25R) y los aterrizajes, por la nueva pista, la corta (07R/25L).

Sobre el papel, tenía toda la lógica. Pero alguien olvidó un detalle importante: el ruido. Los nuevos procedimientos, posibilitados por la pista del mar, provocaron un gran impacto acústico en zonas que, hasta entonces, apenas notaban la presencia del aeropuerto.

Con los despegues por la 25R, el ruido era molesto en Gavá y Castelldefels. Cuando despegaban por la 07L, obligados por el viento, se oían en El Prat. Así mismo, las llegadas por la 07R resultaban inaceptables para los vecinos de Gavá Mar y Castelldefels (playa).

El Prat: un hub intercontinental imposible por el ruido

Los vecinos se movilizaron y, ante las protestas, AENA decidió cambiar la operación de las pistas, lo que obligó a una nueva inversión de doce millones de euros. La decisión, materializada en 2006, obligó a un cambio fundamental.

En contra de la lógica inicial, la pista corta pasó a emplearse para los despegues. Lo que, desde entonces, crea un inconveniente para los aviones más pesados, ya que, al tener que recorrer mayor distancia para el despegue, se ven obligados a utilizar la pista larga. Es lo que los controladores aéreos de Barcelona denominan despegue no preferente.

El Prat: un hub intercontinental imposible por el ruido

Cada vez que se produce un despegue no preferente, es decir, una salida por la 07L/25R, además de producirse ruido en las localidades vecinas al aeropuerto, se interrumpe el flujo normal de llegadas.

Dicho de otro modo. Para acomodar la salida de un avión más pesado, los controladores aéreos de la torre de El Prat deben coordinarse con los del centro de control de Barcelona, situado en Gavá, y dejar espacio para que el tráfico pueda salir.

Dejar ese espacio extra quiere decir que, en el hueco en el que antes aterrizarían al menos dos aviones, uno detrás de otro, no aterriza nadie y solo se produce un despegue. Y eso, lógicamente, repercute en una disminución del número máximo de llegadas y salidas, esto es, de la capacidad.

El Prat: un hub intercontinental imposible por el ruido

El Prat: un hub intercontinental imposible por el ruido

Este es el motivo por el que, después de más de 15 años con esta operativa, el ministerio de Transportes y AENA quieren ahora alargar la pista corta hacia el nordeste, comiéndose la laguna de La Ricarda.

Según los defensores de la obra, al eliminar esos despegues no preferentes, aumentará la capacidad del aeropuerto. Más aún: no sólo podrán despegar todos los aviones por la misma pista, sin interrumpir las arribadas, sino que, además, los aviones de tamaño medio (los más habituales en El Prat) harán antes el viraje hacia el mar, lo que disminuirá el impacto acústico sobre Gavá Mar.

El Prat: un hub intercontinental imposible por el ruido

Sobre el papel, ambas afirmaciones son ciertas. Pero, ciertamente, falta una cuestión clave. ¿Cuántos despegues no preferentes registra El Prat habitualmente? ¿Son tantos como para justificar la ampliación de la pista y el impacto medioambiental que supondría la eliminación de La Ricarda?

Pues bien, según fuentes de AENA, en 2019 (último año de referencia antes de la pandemia), solamente un 1,36% de los despegues del aeropuerto de Barcelona-El Prat fueron no preferentes.

Se trata, por tanto, de un porcentaje muy bajo, que seguramente era superior cuando se estableció esta configuración de pistas en 2006. Sin embargo, a medida que se moderniza la flota mundial, con la correspondiente mejora de las capacidades de los aviones, cada vez es menos frecuente encontrarse con despegues en los que la pista larga sea indispensable.

Por todo ello, resulta evidente que, en términos de la capacidad operativa del aeropuerto, el impacto de alargar la 07R/25L será casi imperceptible.

Según afirmó este domingo la ministra de Transportes, Raquel Sánchez, la ampliación busca que El Prat se convierta “en un hub intercontinental”. Esto es, en un aeropuerto que compita por los vuelos de largo radio con los otros grandes centros neurálgicos de la aviación europea, como Londres, París, Fráncfort o Madrid.

Más allá de otras cuestiones debatibles (como, por ejemplo, si habría demanda para algo así), la idea de que El Prat juegue en esa liga será irrealizable sin un aumento de su capacidad operativa. En otras palabras, Barcelona no podrá ser un hub intercontinental mientras sus pistas paralelas, por más que su longitud se iguale, no operen de forma simultánea tanto para salidas como para llegadas.

Y eso, de acuerdo con las manifestaciones de la propia ministra, no va a ocurrir, pues nos conduciría a un escenario de ruidos similar al de 2004. Desde la óptica técnica, por tanto, las dudas sobre la ampliación propuesta son ineludibles.

Ahora bien, como acreditan tantas y tantas inversiones en infraestructuras aeroportuarias en España, lo habitual en estos casos es que lo técnico importe poco frente a lo político.

Mikel A. Alcázar es periodista aeronáutico y director del pódcast Aerovía.

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