El precedente de 1932

Por Cayetana Álvarez de Toledo (EL MUNDO, 02/10/05):

Aunque por fortuna la Historia no tiene forma de noria ni de tirabuzón, hay momentos en que el pasado y el presente se solapan y confunden.En que las semejanzas entre dos circunstancias históricas son tan evidentes que al observador le invade una sensación, primero, de déjà vu y, luego, de frustración ante la repetición de los mismos errores.

En la febril primavera del 32, llegaba a Madrid un Estatuto catalán que rompía de forma unilateral el modelo constitucional recientemente acordado. El texto, impulsado por la Esquerra de Maçià y Companys, definía a Cataluña como un Estado dentro de una República federal, establecía una extensa nómina de competencias exclusivas para la Generalitat, incluidas el orden público, la enseñanza y la Justicia, y decretaba como único idioma oficial el catalán. Si bien una abrumadora mayoría de los catalanes lo había respaldado en el plebiscito del 2 de agosto del 31, para el Gobierno de la República era absolutamente inasumible, y en el resto de España se desató una encendida polémica política, mediática y social.

El debate en las Cortes Generales comenzó el 6 de mayo del 32 en un clima de gran expectación, y dio lugar a dos discursos vibrantes, densos y de hondo calado político: los del entonces presidente del Gobierno de la República, Manuel Azaña, y el filósofo José Ortega y Gasset, entonces diputado por León. Ambos textos, recientemente editados por Galaxia Gutemberg bajo el título Dos Visiones de España, son un inquietante anticipo, un ineludible precedente, del debate que se avecina en las Cortes españolas.

Azaña y Ortega coincidían en lo esencial: Cataluña debía tener un nuevo Estatuto de autonomía acorde con la Constitución republicana recientemente aprobada y, de hecho, una versión descafeinada del texto obtuvo la luz verde de las Cortes en septiembre. Sin embargo, Azaña y Ortega tenían dos formas muy diferentes de entender el nacionalismo en general y la cuestión catalana en particular.Tan distintas como lo pueden ser hoy las de Zapatero y Rajoy.

Salvando las evidentes distancias, la visión de Azaña, que es la de un optimista antropológico, es muy similar a la del presidente del Gobierno. Azaña concebía la cuestión catalana como un «problema político» que se podía resolver mediante lo que en su extenso discurso ante la Cortes llamó la «extirpación del descontento».De tal forma que ese descontento «cuando subsista, que alguno subsistirá, no tenga razón de protesta apreciable que hacer valer en la vida pública española».

Según el entonces presidente, bastaba con otorgar a los catalanes la oportunidad de «vivir de otra manera dentro del Estado español» para dejar zanjada la cuestión. Tal vez no para siempre -«¡quién sabe!», respondió a los diputados más escépticos, pues la palabra siempre «no tiene valor en política»-, pero, al menos, en un periodo de tiempo razonable.

Azaña, como Zapatero siete décadas después, se puso al frente de la manifestación estatuaria catalana. Insistió en que el texto fuera debatido en las Cortes y rechazó como «fantasmas abracadabrantes» que «no tienen razón alguna de existir» las advertencias de que la reforma abría la puerta al conflicto o incluso a la disgregación de España. «Mientras nos mantengamos dentro de los límites de la Constitución, hablar de la dispersión española por la votación de los estatutos es una insensatez». Ortega, en cambio, era más pesimista o, si se quiere, realista. En su opinión, la cuestión catalana, como todo problema político derivado del nacionalismo, no tenía solución: «El problema catalán no se puede resolver, sólo se puede conllevar». Buscar una salida política definitiva a la cuestión catalana era, para Ortega, equivalente a intentar «cuadrar un círculo», un imposible, una «invitación al suicidio».Los hechos, lamentablemente, le han ido dando la razón. Cualquier diputado del PP, y muchos del PSOE, podría coger el discurso sobre el Estatuto catalán que Ortega pronunció ante las Cortes el 13 de mayo del 32 y leerlo en el Congreso y nadie se percataría del plagio. El de Ortega es un discurso doctrinal, que trata a fondo y de frente la cuestión de las aspiraciones de Cataluña y su encaje en España, y que desde su primera advertencia es aplicable a la situación actual: «Ahí tenemos ahora España toda, tensa y fija su atención en nosotros. No nos hagamos ilusiones: fija su atención, no su entusiasmo».

Como en el 32, estamos ante un debate que preocupa a algunos, pero no apasiona a nadie. Ni siquiera a su presunta beneficiaria, una sociedad catalana que ha seguido las negociaciones y los cambalaches de su clase dirigente desde la barrera de la indiferencia.No hubo clamor social previo a la aprobación del nuevo Estatuto ni euforia popular posterior. Ha sido un debate de los poderes fácticos para los poderes fácticos y de espaldas a la calle.

Este defecto de origen queda reflejado en el propio texto estatutario, que es profundamente intervencionista, plantea una ruptura de las reglas del juego consensuadas en la Transición y provoca un conflicto innecesario con España. El nuevo Estatuto no refleja el sentir mayoritario de la población, como tampoco lo hacía su precedente del 32. Así lo denunció Ortega en términos que se ajustan como un guante a la realidad catalana 70 años después.En Cataluña, explicó, existe un «nacionalismo particularista», que empuja a una parte de la población a querer separarse del resto, a quedar fuera, señeros, intactos de toda fusión. Pero ese «apartismo» o «señerismo» es minoritario. La mayoría de los catalanes son moderados y aspiran a una autonomía razonable.

Llegado este punto de su discurso, Ortega hace un diagnóstico de la sociedad catalana que estremece por su vigencia: «Muchos catalanistas no quieren vivir aparte de España, es decir, que, aun sintiéndose muy catalanes, no aceptan la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está, a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes. Es el eterno y conocido mecanismo en el que con increíble ingenuidad han caído los que aceptaron que fuese presentado este Estatuto. ¿Qué van a hacer los que discrepan? Son arrollados, pero saben perfectamente de muchos, muchos catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren esa política concreta que les ha sido impuesta por una minoría».

Han cambiado algunos nombres y todos los rostros, pero esa minoría exaltada sigue arrastrando a una mayoría silenciosa a posiciones radicales. Nadie pregunta si los catalanes, además de un nivel amplio de autogobierno, aspiración perfectamente legítima, de verdad quieren un Estatuto dirigista y profundamente insolidario con el resto de los españoles. Y siguen siendo pocos, poquísimos, los que en Cataluña se atreven a denunciar en público lo que critican en privado.

Las consecuencias de emprender una aventura como la que proponía entonces Companys y ahora el tripartito no se pueden infravalorar.Porque el problema no se resuelve otorgando a la minoría radical lo que reclama. Al contrario. Como advirtió Ortega, el problema resurge con el doble de fuerza. El resto de los españoles, que no están dispuestos a aceptar que una comunidad reciba un trato privilegiado o coma más y mejor que las demás, se indignan y reaccionan, mientras que el nacionalismo, envalentonado por su éxito, cobra potencia para su próximo asalto. Porque, en definitiva, el nacionalismo es un movimiento que, como el misántropo de Molière, clama al cielo «¡quiero que me distingan!». No busca tanto competencias o mejor financiación, como el reconocimiento de la diferencia.El federalismo que reclamaba Company y ahora Maragall nunca bastará mientras sea simétrico. La categoría de nación tampoco si la tienen otros territorios.

El problema del nacionalismo catalán no se puede resolver. Hay que conllevarlo. Eso significa «no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles», como señalaba Ortega.

Hay que hallar un equilibrio sensato; no equivocarse en las estrategias; no confundir términos; no alimentar el problema; y sobre todo evitar todo aquello que «suponga una amenaza o intención de amenaza para disociar, por la raíz, la convivencia entre Cataluña y el resto de España». Esa raíz es la unidad de soberanía, sin la cual iríamos «derechos y rápidos a una catástrofe».

Azaña habría suscrito estas últimas palabras de Ortega. Por eso se afanó en recortar el Estatuto catalán hasta adecuarlo a la Constitución. Del texto final desapareció la alusión a la soberanía catalana; Cataluña pasó de «Estado» a «región autónoma»; se estableció la cooficialidad del castellano y el catalán; y se eliminaron las competencias exclusivas de la Generalitat en Orden Público, Justicia y Educación.

Zapatero también ha anunciado que se retocará el nuevo Estatuto.Pero aunque lo haga, aunque elimine los elementos inconstitucionales, ya ha cometido dos errores de consecuencias incalculables.

Ha abierto la puerta al término nación, lo que convierte a Cataluña en un Estado en potencia. Y ha aceptado, incluso promovido activamente, que saliera de Cataluña y llegara a las Cortes un Estatuto contrario a la Constitución y al interés general. Tal vez Zapatero crea en la buena voluntad de los independentistas catalanes. Quizá piense que han presentado un nuevo Estatuto no para crear conflictos «sino para colaborar con el Gobierno de toda España en el mantenimiento del orden social y en el progreso del país», como ingenuamente creyó Azaña.

Pero el resultado, en todo caso, es que la cuestión catalana seguirá ahí, planteada ahora como un peligroso conflicto de legitimidades entre el Parlamento de Cataluña y las Cortes. Y el victimismo, que alimenta la llama nacionalista, ha adquirido poderosos argumentos.Porque los nacionalistas siempre podrán decir que un presidente del Gobierno se comprometió a aprobar el texto que se consensuara en Cataluña, pero luego, en el momento de la verdad, rompió su palabra.

Como Azaña, Zapatero ha querido zanjar de una vez por todas la cuestión catalana; como Azaña, tiene un problema aún más difícil de conllevar.