El precedente de la insurgencia municipal en Cataluña

La copiosa información, actualizada de continuo, sobre las consecuencias penales del desafío rupturista ejecutado por el Gobierno y el Parlamento de Cataluña se centra estos días en las presuntas responsabilidades de los miembros del Ejecutivo y de la Mesa de la asamblea, tanto presentes como bochornosamente ausentes. Pero no deja de quedar algo relegado, al menos en el plano mediático y de momento, el apoyo al ataque proferido al orden constitucional desde numerosos ayuntamientos de la comunidad autónoma. Han sido notorias las manifestaciones de cargos electos, los acuerdos de adhesión a actuaciones declaradas inconstitucionales o la cesión de locales y otros medios materiales para el pseudoreferéndum del 1 de octubre. También, la activa presencia en las movilizaciones de entidades asociativas de municipios declarados independentistas por sus mayorías coyunturales. Incluso hemos visto, en directo, cómo una dirigente de este movimiento nacional tomaba una suerte de juramento cuartelero de adhesión a la efímera república a los alcaldes congregados en la escalera del Parlamento catalán.

Pero, de la misma manera que, lamentablemente, la historia nos remite a los sucesos de octubre de 1934 y a la sentencia condenatoria, emitida el 6 de junio de 1935, por el Tribunal de Garantías Constitucionales, frente a Companys, Lluhí, Esteve, Barrera, Mestres, Gassol y Comorera (así como a su extenso voto particular exculpatorio), también es un precedente a tener en cuenta el decreto de 28 de febrero de 1935 (Gaceta del 2 de marzo), que previó medidas de excepción frente a los ayuntamientos sumados al golpe de estado.

Dicho decreto, refrendado por el ministro de la Gobernación, Eloy Vaquero Cantillo, reconocía la existencia de una laguna legal para actuar frente a los consistorios sediciosos: «La ley de 2 de enero del corriente año atribuye de modo transitorio al gobernador general de Cataluña las funciones que se hallaban encomendadas al presidente de la Generalidad y a su Consejo ejecutivo, pero no existe una regla concreta que defina sus facultades en relación con los Ayuntamientos de Cataluña». La ley municipal con la que ya contaba esta región tampoco contenía preceptos concretos sobre responsabilidad de las corporaciones municipales y, supletoriamente, la entonces vigente ley Municipal de 2 de Octubre de 1877, aunque establecía reglas para la suspensión de los ayuntamientos por los gobernadores civiles, no contemplaba «el caso de movimientos subversivos de gran parte de los ayuntamientos, sino tan sólo resistencia o infracciones aisladas de carácter político», lo que llevaba a que la suspensión había tenido hasta ese momento el carácter discrecional propio «de la naturaleza política» de su motivación. Por ello, y tras el cotejo de disposiciones conexas a la norma local, incluida la orden circular de 13 de noviembre de 1934, de atribuciones de las comisiones gestoras sustitutorias de ayuntamientos suspensos por razones de orden público, se entendió que estas medidas excepcionales podían y debían ser aplicables a Cataluña por medio del gobernador general de la región «hasta que las primeras elecciones municipales instituyan los órganos de gestión permanentes». Estas facultades habrían de utilizarse para decretar la suspensión de los ayuntamientos de Cataluña que se hubieran sumado al movimiento subversivo del día 6 de octubre, o adoptado acuerdos o actitudes en concordancia con el propósito marcado por el Gobierno de la Generalidad, «comprendiendo la suspensión no sólo a los votantes de dichos acuerdos, sino a la totalidad de la corporación, porque el sentido de la misma no depende de la unanimidad, sino de la mayoría». La suspensión de la totalidad de una corporación facultaba al gobernador general –Manuel Portela, en aquel momento– para la sustitución inmediata de los concejales por comisiones gestoras más reducidas que el pleno, compuestas por «elementos que, por sus ideas, caracterización, intereses que representen o historia que tengan, sean garantía cierta de éxito en la gestión», pudiendo también el gobernador general dictar los preceptos adicionales que para su funcionamiento se requieran.

La disposición tuvo corto recorrido, porque el 31 de octubre se promulgó una nueva ley municipal, con una filosofía muy respetuosa –o biempensante– con los cargos electos. Su artículo 80 se limitaba a prever que el Gobierno podría suspender a los alcaldes, en todas sus funciones, cuando la provincia a la que perteneciera el término municipal se hallara en estado de prevención, alarma o guerra, conforme a la ley de orden público. A la orden de suspensión debía acompañarse la de nombramiento de alcalde interino, que recaería necesariamente en un concejal, si bien el alcalde suspenso seguía ejerciendo sus funciones como concejal y recuperaba, de modo automático, la presidencia de la corporación al restablecerse la normalidad constitucional.

Aun siendo indeseable la adopción de medidas excepcionales, desde 1985 la ley básica legal prevé con toda claridad en su artículo 61 que el Consejo de Ministros, con conocimiento del Gobierno de la comunidad autónoma correspondiente y, similarmente al 155 de la Constitución, previo acuerdo favorable del Senado, podrá proceder, mediante real decreto, a la disolución de los órganos de las corporaciones locales en el supuesto de gestión gravemente dañosa para los intereses generales que suponga incumplimiento de sus obligaciones constitucionales, nombrando, a la par, una Gestora y convocando elecciones parciales.

Leopoldo Tolivar Alas, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Oviedo.

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