El precio de la democracia

Muchos se preguntan si la democracia liberal se ha olvidado de sí misma, o si el liberalismo ha perdido la capacidad de explicarla. Yo creo que no y que, muy al contrario, se está dando un proceso generacional de profundización en los principios liberales. Podría parecer que el armazón ideológico del iliberalismo es más sólido que los argumentos que salen en defensa de la política liberal. Mientras que los primeros dicen asentarse sobre principios morales, los segundos suelen parecer meramente formalistas, con un trasfondo relativista e individualista. Veamos si esto es así. Lo que decían los primeros liberales es que si una forma política, cualquiera que sea, no tiene un fundamento moral, pierde su legitimidad. A esto se refería Montesquieu cuando hablaba de 'El espíritu de las leyes'. Decía que no hay forma sin materia y que a cada forma política le correspondía una virtud propia. Es la misma preocupación que tenían los liberales clásicos, desde Adam Smith a Benjamin Constant, Alexis de Tocqueville, Jovellanos o Lord Acton. Los fundadores del liberalismo se tomaron muy en serio el problema moral de la política y previeron con lucidez la solución a la polarización social de nuestros días. De algún modo, todos ellos se adelantaron a la tentación absolutista que se podría producir en momentos como el nuestro.

El precio de la democracia
NIETO

Debemos partir del punto en el que tanto los moralistas críticos con la democracia como sus defensores podrían estar de acuerdo: la democracia pide un peaje muy caro, dejar a un lado parte de nuestras convicciones. Y lo hace a cambio de poder convivir pacíficamente con el otro. Creo que en esto podemos estar todos de acuerdo, pero no tanto en lo que significa ni en lo que lo explica. Podría pensarse que la indiferencia es el fundamento: «mi libertad termina donde empieza la del otro» o, dicho de otro modo, «tu opinión me importa mientras no afecte a la mía». Se expresaría así que la libertad para el liberalismo hunde sus raíces en el individualismo. «Somos islas –podría decirse– y el Estado lo único que debe hacer es controlar las aguas que nos separan para que no se produzcan invasiones».

En la misma línea se podría pensar que la democracia funciona porque renuncia a la búsqueda de la verdad y somete al yugo del relativismo la convivencia. Según esta manera de pensar la democracia solo funcionaría bajo el dogma de que la verdad, o no existe, o debe aceptarse como la tiranía de la mayoría. «Tu opinión es tan válida como la mía», y la de la mayoría no se discute.

Individualismo y relativismo serían las columnas de Hércules que flanquearían el paso de los regímenes absolutistas a los democráticos. Así se plantea, a mi parecer, el falso dilema de nuestro tiempo. O relativismo y democracia, o verdad y batalla cultural. Dicho de otro modo, la verdad es un problema para la democracia porque o la niega o la destruye. Pero es un falso dilema que se resuelve si ponemos el foco donde lo pusieron los padres del liberalismo.

Decíamos que el precio que yo pago por la democracia son mis convicciones irrenunciables, y el precio que tú pagas por ella son las tuyas. Pero todo el que paga un precio por algo es porque lo valora. La forma de medir lo que valoramos algo es pagando por ello. ¿Y qué es lo que tanto valoramos en una democracia liberal? ¿Hay algo que tenga tanto valor como para que estemos dispuestos a pagarlo con nuestras ideas? Sí, claro que lo hay, y así es para muchos desde hace al menos dos siglos. El valor del otro es lo único que justifica el precio de la democracia.

Valoramos la democracia tanto como valoramos las convicciones del otro, pues de otro modo no daríamos las nuestras, o parte de ellas, a cambio. Tú valoras las mías, y yo las tuyas. Y no porque estemos de acuerdo con ellas, sino porque entendemos que es bueno que cada uno tenga las suyas y pueda defender el derecho a permanecer en ellas. El precio de la democracia, por lo tanto, es el otro, y lo pago con mis convicciones.

Raymond Aron fue uno de esos grandes hombres que estuvo dispuesto a pagarlo porque entendió el valor de la democracia. Allan Bloom lo explicó en 'Gigantes y enanos': «Vivió –y probablemente habrá muerto animado por él– en ese extraño ascetismo espiritual, uno de los más arduos ascetismos, que consiste en creer en el derecho que los demás tienen de pensar como les plazca. Una cosa es morir por el dios o el país de uno, y otra cosa es morir por proteger las opiniones de otros que uno no comparte. El mutuo respeto de los derechos, una curiosa clase secundaria de respeto, es la esencia de la convicción liberal. Y ese respeto, como un valor absoluto de la sociedad civil, es en realidad muy raro y se hace cada vez más raro. Aron realmente lo sentía». Estar dispuesto a morir por el derecho de otro a defender sus convicciones no significa no tener convicciones propias. Tan solo significa que se está convencido del valor de las convicciones ajenas. Y no solo de sus convicciones, sino del valor de la persona que las emite, porque por eso valoramos sus convicciones, porque valoramos a la persona.

El fundamento de la democracia liberal es la filantropía. No es que mi libertad termine donde empieza la tuya, sino que mi libertad comprende el valor de la tuya y, por un acto de amor fraternal, renuncio a cosas que son importantes para mí por afirmar lo mucho que aprecio las cosas que son importantes para ti. ¿Y no es esto un acto de reconocimiento del otro de una dignidad extraordinaria?

Es la negación más radical del dogma que entiende la libertad política como una isla porque renunciar a parte de lo que yo aprecio por un bien mayor, que es lo que tú aprecias, es el acto de afirmación del valor de la alteridad más grande que puede haber. El nombre que esta virtud recibe es el de 'caridad', amar al otro más que a uno mismo y, por tanto, conceder un valor a su derecho a pensar por sí mismo y tener sus propias convicciones incluso superior al mío.

De este modo podríamos concluir que el fundamento de la democracia liberal no es ni el egoísmo ni el individualismo, sino una filantropía de grado superior que se llama «caridad». El fundamento moral de la democracia no es la renuncia de ninguna verdad, sino la afirmación de una verdad superior a todas las demás: la caridad. Los liberales no descubrieron la virtud de la caridad, pero hicieron un esfuerzo por reconocer su valor político y adaptarla a una forma concreta, la democracia liberal. Hoy nos volvemos a preguntar si nos compensa pagar su precio. Por fortuna, estamos en condiciones de responder en nombre de una gran verdad, la caridad.

Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la Universidad San Pablo-CEU.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *