Después de diez años de malas decisiones políticas y peores soluciones técnicas, el déficit de la tarifa eléctrica (diferencia entre los derechos reconocidos a las compañías y los ingresos recibidos a través del recibo según las tarifas que fija el Gobierno) va camino de convertirse en el problema financiero más peligroso del país. En este disparate han participado activamente, rivalizando en incompetencia, gobiernos populares y socialistas. Fue el equipo energético de Aznar quien creó el infernal mecanismo que permite a las compañías eléctricas acumular derechos sobre la base de cálculos de precios más que dudosos; han sido los gobiernos de Rodríguez Zapatero los que, con su negligencia, mantuvieron prácticamente intocada la estructura de cálculo y asignación de precios e ingresos decidida por el PP y dejaron que venciera legalmente la reclamación de los Costes de Transición a la Competencia (CTC) por un importe superior a los 3.000 millones que las compañías habían cobrado de más a los consumidores. Esta cantidad hubiera reducido el agobio (para los consumidores y para el Estado) del déficit de tarifa.
El caso es que las dimensiones del problema hoy son abrumadoras. El déficit acumulado supera los 24.000 millones y crece a una velocidad anual en torno a los 5.000 millones. A finales de esta decada se proyecta un déficit superior a los 60.000 millones. Los efectos de este agujero creciente son devastadores. Para los consumidores, porque sobre ellos pende la amenaza de una subida de tarifas arbitraria y descomunal para enjugarlo; para las empresas, porque se apuntan derechos que los analistas e intermediarios financieros empiezan a poner en duda. Alguna de ellas empieza a tener problemas de sostenibilidad financiera. En cualquier caso, presionan para que el Gobierno tome decisiones urgentes que no afecten a sus cuentas de resultados.
El sistema actual de cálculo de tarifas y reconocimiento de precios es marginalista. Sencillamente se retribuye por el precio de la tecnología más cara que opera en el mercado, que es el gas natural. Podría decirse que el cálculo marginalista es una de las características de cualquier mercado; pero la salvedad, y enorme, es que solo en eso es en lo único que se parecen la producción, la distribución y la comercialización de electricidad en España a un mercado. En consecuencia, la regulación eléctrica actual (más deficiente que el Marco Legal Estable, tan denostado por los electroduendes, analistas que se dicen independendientes aunque disfrutan de contratos pingües con las empresas eléctricas) genera unos beneficios descomunales en las producción hidroeléctrica y nuclear, ya amortizadas, que no se trasladan al consumidor. La perversión es tal que cualquier subida del precio del crudo (y por tanto, del gas) genera un aumento de beneficios en las eléctricas muy superior a los costes incurridos. El (mal) llamado mercado eléctrico está aquejado de un asombroso exceso de capacidad, se beneficia sde unas subvenciones a las energías renovables que están entre las más altas del mundo, sufre de una anomalía tan grotesca como la subvención al carbón y beneficia a las empresas con una competencia insuficiente (mejor, inexistente) en la actividad mayorista y minorista. Todos estas disfunciones han contribuido a cebar el déficit de tarifa hasta extremos inmanejables. No hay que olvidar que el principio político que lo creó y proporcionó el primer impulso fue el deseo de Rodrigo Rato y del subalterno de turno en Energía de embalsar los precios y lanzarlos hacia un futuro indeterminado.
Dada la cuantía del déficit, el ministerio de Industria, dispensador formal (aunque generalmente incompetente) de los remedios, dispone de varias opciones para compensarlo. Puede cargar el peso de la culpa sobre el recibo de la luz o puede decidirse por repartirla entre todos los agentes económicos. Vaya por delante que la estrategia más razonable es la segunda. Los consumidores de electricidad no han fabricado este déficit disparatado, ni han sido convocados en los diez o quince últimos años a practicar políticas de ahorro en el consumo. Han sido manipulados más como votantes que como usuarios. Por el contrario, las eléctricas tradicionales y las de otros mercados que, al calor de las principescas primas a las renovables, se han montado negocios con tasas de retorno superiores al 20%, han influido en los cambios normativos y se han opuesto tenazmente a los escasos intentos de corregir la situación.
La corrección no es fácil. Una estrategia razonable debería repartir el peso del déficit sobre los agentes económicos. De modo indicativo (el Gobierno está facultado para explorar nuevas fuenets de ingresos), estos deberían ser los criterios mínimos de esa política correctiva:
1.- Cualquier subida de tarifas que se decida debe tener en cuenta que el precio de la electricidad para los consumidores españoles está entre los más altos de Europa, junto a Chipre y Malta, cuya insularidad mancha la gestión comparativa del supuesto mercado hispano. Por lo tanto, sólo la tarifa no puede ni debe soportar la corrección del déficit, lo digan Agamenón o su porquero, las empresas o sus electroduendes. Si se acaba cargando sobre el recibo de la luz subidas inmediatas del 15% o 20% (tal como se pretende desde las empresas) se cometerá el mismo tipo de despropósito que el que supone poner en prisión al vigilante jurado de una obra que se derrumba.
2.- Además de una moderada subida de tarifas, la situación exige congelar a diversos grados de temperatura todas las energías renovables. La moratoria termosolar es imperativa, por ejemplo. En otras tecnologías deberían reducirse las primas a niveles próximos a cero, según determinen los cálculos de sostenibilidad y supervivencia. La elevada rentabilidad de algunos negocios renovables ha sostenido los beneficios de empresas de otros mercados (constructoras). En cuanto al debatido obstáculo de la retroactividad, probablemente existen vías jurídicas para salvarlo siempre y cuando se garantice una rentabilidad suficiente. <CF1000>Y, por otra parte</CF>, este Gobierno ya ha cruzado la frontera de la retroactividad en la reforma laboral.
3.- Industria dispone de una vía útil para aumentar los ingresos, gravar los llamados beneficios espurios (Windfall Benefits) con una tasa anual adecuada, de forma que la producción amortizada devuelva para te las ventajas regulatorias. El windfall tax puede aplicarse a la energía nuclear y a la hidroeléctrica. Las tasas deben entenderse como una compensación por los CTC percibidos en exceso por las compañías y nunca liquidados. Además, sería conveniente retirar las subvenciones directas e indirectas al carbón. Sería deseable que los gravámenes gravámenes e impuestos a las producciones amortizadas no sean trasladables al consumidor final.
4.- Los consumidores tienen derecho a saber cual es el destino de los beneficios regulatorios obtenidos por las compañías eléctricas generados desde la amortización de la hidroeléctrica y la nuclear. Intelectuales tan floridos como Ignacio Sánchez, de Iberdrola, o Borja Prado, de Endesa, finjan, cuando opinan sobre los males de la patria, suponen que sus empresas operan en un mercado libre. El supuesto es falso. Lo hacen en una actividad regulada, con clientes en estado de semicautividad, con normas de inversión y precios (teóricamente) preestablecidas. Está feo utilizar los ingresos procedentes de la tarifa para según que fines. Sería desagradable comprobar que algunas eléctricas españolas han pagado precios excesivos por la adquisición de otras empresas europeas o latinoamericanas; o que los bonus, pensiones y retribuciones extrasalariales de los directivos eléctricos no se ajustan a las normas de buen gobierno corporativo.
Todas las consideraciones anteriores pueden memorizarse en un resumen ejecutivo. El déficit de tarifa, con las inversiones en marcha, avanza a un ritmo anual en torno a los 5.000 millones; para compensarlo, Industria puede defender a los consumidores y repartir las cargas, favorecer a las empresas e imponer subidas drásticas del recibo de la luz o proponer medidas cosméticas, con aumentos de ingresos testimoniales y confiar en la contabilidad creativa. El informe de la Comisión Nacional de la Energía (CNE) induce a temer lo peor: un mejunje indigerible de las opciones segunda y tercera.