El precio de la lealtad

Corría el año 1956. Benito García, «El Trilla», militante comunista condenado a 20 años en Burgos pidió papel y lápiz para escribir a un gobernador civil de tan solo 30 años, José Utrera Molina. Aquella mañana desde su pueblo, Miguelturra, le informaron que su madre se moría. Apelando a su humanidad y a su sentido social le pedía un permiso para poder acompañar a su madre en el lecho de muerte.

Aquél gobernador de Ciudad Real no lo dudó. Pidió el coche y se fue a Madrid a hablar con el director de Instituciones Penitenciarias. Se topó con una burocracia fría, recelosa, de probos funcionarios para atender su petición. No se amilanó y jugándose entonces su gobierno recién estrenado llamó a todas las puertas imaginables para conseguirlo. Finalmente, obtuvo el permiso, pero Benito iría esposado y acompañado de una pareja de la Guardia Civil. No sucedería así. Aquello atentaba contra la dignidad de ese hombre y contra un mínimo sentido de la justicia. El gobernador empeñó su palabra ante el ministro de Gobernación y asumió personalmente toda responsabilidad en caso de fuga. «El Trilla», vigilado solo por números de paisano, pudo despedirse de su madre, darle sepultura y tras la última paletada de tierra, volvió a prisión para terminar su condena. Jamás olvidó el gesto del joven gobernador falangista.

Ayer, tras escuchar en las noticias que una jueza argentina había dictado una orden de detención internacional contra José Utrera Molina, Benito García no lo dudó. A sus 96 años marcó el teléfono de aquel gobernador y con una voz quebrada por la emoción le dijo: «Amigo, dime qué puedo hacer ahora yo por ti y sin dudarlo lo haré. No soporto que la injusticia se cebe con un hombre bueno como tú». El odio de los que han hecho bandera del rencor había provocado el gesto noble de un hombre agradecido. Aquella llamada de su viejo amigo comunista, le había hecho feliz.

El hombre al que los muñidores del odio quieren detener, se pateó sin tregua las calles polvorientas de centenares de pueblos a los cuales llevó la luz y el teléfono. Abrió su despacho a todos para sentir de primera mano el pulso de la calle. Pocas veces la historia de Ciudad Real recordará una despedida tan multitudinaria de un gobernador civil. Luego Burgos… y Sevilla, donde durante nueve años se desvivió para hacer realidad la justicia social en una sociedad con demasiadas desigualdades. Se contaron por miles las viviendas nuevas que construyó para gentes necesitadas. Creó barriadas nuevas, pasó noches a la intemperie junto a familias sin techo tras las inundaciones del Tamarguillo hasta conseguirles un alojamiento digno. Se entregó a sus gentes, sobre todo a los más humildes, le robó horas a la noche, a su salud y a la familia para estar disponible siempre, disponible para servir a España y a una Sevilla que, como sigue diciendo, es el paisaje que mejor le sonríe.

Su insobornable lealtad, su probada honestidad y eficacia le llevaron al Gobierno de España desde el que luchó por completar su transformación social.

Muerto Franco, el bochornoso espectáculo de la muda acelerada de convicciones, le dio la oportunidad de ofrecer la verdadera medida de su dignidad. Con 50 años y ocho hijos a sus espaldas, prefirió no adaptarse, rechazando un jugoso retiro con toda clase de prebendas como pago de una traición a lo que había sido y servido. Prefirió poder mirar de frente a los ojos de sus hijos y de tantos como le habían seguido con lealtad.

Ayer, desde la atalaya serena de sus 88 años, afirmaba, al hilo de las noticias que salían en la prensa, que cualquier cosa sería bienvenida si le brindaba la oportunidad de dar de nuevo testimonio de lo que fue su servicio a España. Recordé entonces la carta que su nieto Rodrigo cuando leyó su libro de memorias «Sin cambiar de bandera»: «Tú guiabas cuando otros solo seguían, por eso intentaron marginarte en el pretérito, exiliarte en el presente y desahuciarte del futuro. Tu lealtad te supuso conocer el sabor de la traición, pero fue exactamente eso lo que dio tanta importancia a tu fidelidad...».

Concluyo citando a Juan Manuel de Prada en un memorable artículo publicado en ABC: «Las mezquindades de los miserables no logran sino aquilatar el honor de los hombres buenos». Los caminos de Dios tienen estas cosas. Benito García, «El Trilla», ha convertido en ofrenda de amor la revancha de unos cuantos miserables, que, sin saberlo, me han brindado una inmejorable ocasión para rendir homenaje de gratitud a un hombre bueno, mi padre, que en el otoño de su vida recibe, otra vez, en torrentes de amor y agradecimiento, el alto precio que pagó por su lealtad.

Luis Felipe Utrera-Molina, abogado.

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