El precio de la libertad

Conviene de una vez por todas que llamemos a las cosas por su nombre. Es esencial que los españoles sepamos qué está ocurriendo en Afganistán, qué nos jugamos y cuál sería el precio de la retirada-derrota. El peor error que se puede cometer en cualquier conflicto en el que uno se enfrenta a un enemigo tenaz y sin escrúpulos es errar en el análisis de sus verdaderas intenciones, creer que tenemos delante odio racional, pero sin estrategia. A lo que nos enfrentamos es a un odio irracional con una perfecta y terrorífica estrategia que, de forma irresponsable, demasiados han decidido ignorar… Así nos va.

Al Qaeda está, sin duda, debilitada y con menos influencia global directa que la que tuvo antes e inmediatamente después del 11-S, pero mantiene sólidas bases en Afganistán, Oriente Medio, Asia, el Magreb, el Sahel y en no pocas comunidades extremistas en Occidente. En estas líneas analizaremos los planes y estrategias que el yihadismo y, concretamente, la red terrorista tienen para Afganistán.

Los grandes filósofos contemporáneos se equivocan, como le ha ocurrido con frecuencia a Occidente, cuando analizan estos fenómenos de terrorismo yihadista global y total. De hecho, alguno de ellos -como Glücksmann- dice que es nihilista o -como Habermars- dice que ama la muerte. Nada de eso es, lamentablemente, cierto. Son máquinas de poder absoluto, cruel, sanguinario y sin escrúpulos. No tienen ética, principios y no aman el vacío ni la muerte, sino que ansían el poder desde su ideología totalitaria, que ha tratado de secuestrar y manipular el Islam. Nada de lo que analicemos tras el atentado en situación de guerra de ayer, en el que murió un soldado y otros cinco fueron heridos, puede tener sentido si no somos capaces de entender quién es y qué quiere nuestro enemigo, tarea en la que casi siempre fracasan últimamente las democracias.

Hace ocho años que las tropas internacionales están presentes en Afganistán y se están multiplicando las bajas. Asesinatos, llamemos a las cosas por su nombre, insisto, aunque sea en situación de guerra. Todos hemos caído en la tentación de escribir elegías de los caídos -muy merecidas, no nos equivoquemos-, análisis tácticos de quienes han cometido este brutal ataque y cómo, pero rara vez se ha esbozado un estudio estratégico o tan siquiera regional del atentado-ataque. Lo que pretendo con estas líneas es romper con esa tradición equivocada y, en gran medida, estéril. Debe quedar claro que la solidaridad, el cariño, el respeto y la admiración los tienen garantizados los hombres y mujeres de nuestras Fuerzas Armadas de manera permanente e incondicional. Lo que hoy tenemos que hacer es leer, analizar y diseccionar al enemigo, sí, enemigo, para vencer al final.

La primera víctima de estos monstruos es la inmensa y aplastante mayoría de musulmanes moderados que desean vivir en paz, democracia y libertad, todos ellos conceptos heréticos para los talibán. Pero incluso esto es secundario ante la infinita importancia simbólica que Afganistán tiene para los terroristas yihadistas, que no islámicos. Por favor, no insultemos a esa mayoría de los 1.500 millones de seres humanos pacíficos que profesan la fe islámica.

Afganistán fue el escenario de la derrota del imperio Soviético en 1989, que tuvo que retirarse con el rabo entre las piernas. Para yihadistas como el número dos de Al Qaeda, el pediatra egipcio Ayman Zawahiri, que dice en su libro clandestino Los caballeros a la sombra del estandarte del Profeta que la derrota de la segunda gran potencia del siglo VII (el Imperio Persa Sasánida) a manos de las tropas árabes en el 637 no era si no una especie de preámbulo de los siglos XX y XXI, existe un claro paralelismo con la debacle de la URSS, también segunda potencia en su momento. De la misma forma que la toma de Constantinopla en 1453 por Mehmet II el Conquistador constituye para los yihadistas el precedente más claro de la inevitable derrota de Occidente, con Estados Unidos y Europa a la cabeza, derrota que ellos visualizan de nuevo en Afganistán.

¿Atisbamos acaso a reconocer, tan siquiera remotamente, que una eventual derrota-retirada de las tropas internacionales de Afganistán sería considerada como el principio del final de Occidente, de su derrota inevitable, de la extensión del reino del terror a cuantos países islámicos puedan expandirse los yihadistas y sus cómplices complacientes los islamistas extremistas? Parece evidente que no, pero los actores implicados en la contienda en el país centroasiático deberían estar interesados en dar respuesta a problemas que van a durar más que la pertinaz crisis económica.

Uno de ellos, y no de los menos graves, es la infinita capacidad de desestabilización que tiene la ideología yihadista. Lamentablemente, algunos de los analistas occidentales más reputados se empeñan en hacer análisis en exceso optimistas sobre la debilidad de Al Qaeda y sus tentáculos, ignorando de forma alarmante el hecho de que la ideología no se ha debilitado en todas partes por igual, y que ese cáncer tiene una inconmesurable capacidad de regeneración.

En Afganistán, concretamente, se está librando una de las batallas más importantes de una de las guerras más determinantes de la Historia. Cuántas veces he escuchando en boca de personas informadas y sensatas que nada de lo que allí ocurra puede afectarnos de verdad por aquí. Incluso musulmanes moderados del Magreb llegan a despreciar la importancia de la guerra que estamos manteniendo contra el yihadismo en general y en Afganistán en particular. En el mundo globalizado, los símbolos no tienen fronteras ni distancia. Su capacidad para convertirse en emblemas indelebles es extraordinaria. De hecho, me temo que aunque no perdamos esta terrible guerra, determinante para la supervivencia, tampoco seamos capaces de derrotar a uno más de los exacerbados fanatismos que ha padecido la Humanidad. Afganistán es ya un símbolo fundamental en la ideología yihadista. Pero no nos engañemos: lo sería infinitamente más si nos retiramos. Por tanto, ésta no es ni puede ser una opción, ni para el mundo islámico ni para las democracias occidentales. El mejor aliado del enemigo fanático es el apaciguamiento y el derrotismo.

Cuando uno ve reportajes tan extraordinarios como Afganistán: españoles en la ratonera, elaborado por Cuatro (al César lo que es del César) y que tanto ha molestado al Ejecutivo de Zapatero, se da uno cuenta de que la batalla es difícil, que los medios puestos a disposición de los fines resultan escasos y muchas veces inadecuados, que lo que está en juego es de importancia esencial y que los gobiernos son incapaces de transmitir a nuestras opiniones públicas la gravedad de la situación y de lo que está en juego.

En ese sentido, el control del territorio es esencial. Los 100.000 efectivos de las Fuerzas Internacionales controlan una parte importante del territorio afgano pero durante un tiempo muy limitado. Los talibán, sin embargo, dominan mucho más terreno y durante mucho más tiempo. Cuando las tropas internacionales se retiran de pueblos y ciudades, los talibán salen de sus guaridas y se dedican a intimidar, coaccionar, torturar y asesinar a la población local, que para sobrevivir acaba colaborando con ellos, no por convicción si no por miedo. Donde no hay Estado afgano hay orden terrorífico talibán, jueces, cárceles y hasta alcaldes y concejales, para dar sensación de orden y eficacia, aunque sea con el infalible recurso del tiro en la nuca o la tortura y el ácido. Estamos perdiendo la batalla, pero no tenemos por qué perder la guerra. Lo que hace falta es que los países que tenemos tropas allí sean capaces de transmitir a sus opiniones públicas la gravedad de la situación y la trascendencia de lo que está en juego.

El Gobierno español sigue jugando al peligroso e inmoral juego de los eufemismos, como ya hiciera antes de que estallara la crisis económica. En Afganistán estamos en guerra y, de momento, la estamos perdiendo. Aun teniendo menos bajas que el enemigo, lo que tenemos que hacer es cambiar de estrategia, mejorar nuestra táctica, incrementar los medios humanos y materiales, garantizar mejor la seguridad de nuestros efectivos, cambiar drásticamente las instrucciones a nuestro contingente, reconocer que es una misión de guerra y, en definitiva, modificar con carácter urgente nuestras reglas de enfrentamiento para ser eficaces en la misión fundamental: la derrota del fanatismo talibán, vanguardia y santuario del yihadismo sanguinario de Al Qaeda y otras redes terroristas.

No hay remedio posible con diagnósticos equivocados, y qué decir si el diagnóstico es deliberadamente fallido. Nuestros aliados nos lo reclaman, el Gobierno afgano lo denuncia, sus Fuerzas Armadas lo exigen y los afganos nos lo suplican. La consecuencia de no aplicar este tipo de políticas es letal, como intentar curar enfermedades mortíferas con aspirina. Eso es exactamente lo que este Gobierno lleva haciendo desde hace casi seis años. El precio de la libertad es alto, extremadamente oneroso. No pagarlo sería el principio del final, por mucho que tarde en llegar.

Gustavo de Arístegui