El precio de mirar hacia otro lado

Cuando mis abuelos maternos llegaron a La Jonquera el uno de febrero de 1939, se encontraron con soldados senegaleses que prohibían el paso a Francia. El Gobierno francés del conservador Edouard Daladier había cerrado la frontera, tras aprobar un decreto ley que hablaba de "extranjeros indeseables". Acompañados de una hija de siete años y de su hermano, mis abuelos, que llegaron caminando desde Manresa, tuvieron que pasar cuatro noches al raso, en condiciones dantescas, hasta que la frontera se abrió, el día 5. Era un invierno de los de antes, y la que sería mi madre estuvo a punto de no contarlo. Sobre todo, porque llevaron a los refugiados a campos inhóspitos, levantados en la playa, donde muchos murieron de frío y de falta de agua potable.

Cuento la peripecia para resaltar que las imágenes que vemos estos días en la frontera entre Turquía y Grecia, o en la isla de Lesbos, tienen siniestros antecedentes. El recuerdo de aquella pesadilla, que se prolongó durante la segunda guerra mundial, fue una de las razones por las que, en 1957, se creó una Comunidad Europea sobre valores y principios qua parecían sólidos, entre otros, el derecho de asilo protegido por el artículo segundo de los tratados de Roma.

La población siempre ha sido un arma poderosa. Lo fue para Franco en 1939 y vuelve a serlo para Erdogan 80 años después. Lo fue para el Tercer Reich y lo es para Donald Trump, que niega el asilo a quienes hayan pasado por un tercer país, camino de EEUU. Todos han manejado a la población en función de necesidades geopolíticas. Para presionar al vecino o para cosechar adhesiones populistas entre ciudadanos presos de un pánico cocinado por la propaganda oficial. Sin embargo, los de mi generación pensábamos que Europa era diferente. Creíamos que nuestro derecho de asilo nos diferenciaba de Estados Unidos, China y Rusia. Estábamos equivocados. Se hicieron grandes progresos, ciertamente, tras la aprobación de la Convención de 1951, aunque esta se quedara corta. Y parecía que seríamos capaces de adaptar el derecho a un mundo globalizado donde un africano que busca asilo puede aparecer en Tapachula (en la frontera entre Guatemala y México), si se le cierran otros caminos. No fue así. Por el contrario, muchos países aprobaron legislaciones que recortaban los logros iniciales, forzados por unos flujos que creían no poder asumir y por los miedos crecientes que anidan en nuestras sociedades.

Una de las falsas alternativas a la situación heredada de la segunda guerra mundial ha sido la externalización del desafío. Comprando a bajo precio complicidades de países escasamente democráticos para que nos hagan el trabajo sucio. Esto es, para que acepten amontonar en campos de contención a los que huyen de las guerras o la violencia. Campos de tiendas y barracones como los de Zaatari, en Jordania, Dabaab en Kenia, los más de 13 que hay en Turquía o campos de la muerte en Libia. Los pueden ver en Google Maps, por su extensión, pero no figuran en ningún mapa oficial por mucho que sean auténticas ciudades atiborradas de desamparados.

¿Puede el mundo seguir contemplando semejante catástrofe sin que se nos oxiden los reflejos democráticos? ¿Puede la Unión Europea soportar durante mucho tiempo las imágenes de estos días, donde policías griegos (o sea, de la UE) repelen a tiros y garrotazos a migrantes de diversas nacionalidades llevados hasta la frontera por autobuses fletados por Erdogan? Todo esto, después de haberle pagado a Turquía 6.000 millones de euros para que hiciera de muro de contención. La pregunta sobre si es compatible la Unión Europea con esta dejación de responsabilidades solo tiene una respuesta: no. La UE no puede seguir así si quiere seguir siendo aquel proyecto colectivo de bienestar y convivencia que nació en 1957.

A estas alturas, la solución no es fácil y no pasa, desde luego, por la piadosa idea de abrir las fronteras sin más. Pero no se podrá avanzar sin una reforma del derecho de asilo que refuerce los principios de inviolabilidad y protección de quienes lo solicitan, y que lo adapte a las nuevas circunstancias. Tampoco se podrá invertir la dinámica actual si no se asume el coste de no haber hecho nada durante años. El coste de haber mirado hacia otra parte. El de hacer facilitado la caída de Gadafi para luego desentenderse de Libia. El de no haber intervenido en Siria cuando todavía era posible atarle las manos a Asad. O el de no dedicar recursos y esfuerzos para acabar con tanta dictadura y persecución. No es fácil, ya lo sé. Pero pagaremos caro el coste de no haberlo intentado.

Andreu Claret, periodista y escritor. Comité editorial de El Periódico.

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