El precio de poner la mesa

El año viene plagado de festividades estrambóticas que por regla general conmemoran un divertimento o bien una anomalía. Tal vez por eso el 22 de febrero tuvo lugar el Día Internacional por la Igualdad Salarial y el martes volveremos a celebrar –es un decir– el de la Mujer Trabajadora. Si el mecanismo laboral funcionara con la eficacia de un engranaje aceitado, resultaría absurdo subrayarlo en el calendario.

Vayamos al grano: la brecha salarial, la diferencia entre lo que cobran los hombres y lo que perciben las mujeres por su trabajo, se sitúa en España en el 19,3%. Tampoco el panorama invita a echar las campanas al vuelo en el conjunto de la Unión Europea, donde la diferencia se cifra en el 16,3%. Dos porcentajes huecos, que no dicen nada, a menos que los desmontemos.

En algunos sectores, las mujeres cobran menos porque su cometido se minusvalora. En los supermercados, por ejemplo, los reponedores –tarea que realizan sobre todo los varones– suelen percibir salarios algo superiores al de las cajeras. También están peor remuneradas profesiones que con el tiempo han ido feminizándose –la enseñanza, la sanidad, la administración pública–, mientras que en la cúspide, allí donde suena el dinero, donde los sueldos se llenan de cascabeles, la presencia de las señoras es escasísima: en Europa, menos del 4% de los altos cargos empresariales son mujeres. Hablamos de los CEO, ese acrónimo tan horroroso.

Hasta en Hollywood, el país de las maravillas, persiste la desigualdad. Hace unos meses, la actriz Jennifer Lawrence, la heroína de Los juegos del hambre, se sulfuró al enterarse de que había cobrado bastante menos que sus compañeros masculinos de reparto. ¿Por qué no protestó? Por lo de siempre, por el temor a parecer la enteradilla de trato esquinado.

Con esas sutilezas se amasa la brecha salarial, pero, aun así, la madre del cordero radica en la conciliación, en la dificultad de compaginar el trabajo con las servidumbres domésticas. La cola del supermercado, la plancha, la piscina de los niños, la cocina y su cacharrería, las lavadoras separadas por colores, la visita al cardiólogo del abuelo dependiente… ¿Quién se ocupa de todas esas gaitas? Mayoritariamente, las mujeres. Destinamos casi cuatro horas diarias a esos menesteres.

La brecha salarial, su estadística ciega, viene dada sobre todo porque muchas féminas apuestan por la reducción de jornada o los permisos de maternidad (el 32% de las mujeres europeas trabajan part-time, frente a solo el 8% de los hombres). Acabáramos, pues: es lógico que quien trabaja menos, cobre menos. Pero es ahí donde arranca el viejo sermón dominante, el sonsonete de «para qué tenéis hijos si luego os quejáis». Un discurso que las mujeres ya hemos interiorizado: la que quiere volar alto, asume que debe prescindir de lastres y pañales. Cada una escoge la vida que quiere llevar.

La cuestión de fondo es que la cocina, la limpieza y el cuidado de los críos –tareas sin las que el montaje de la vida se vendría abajo– no tienen ningún valor. Mejor dicho, no se les da. Consideramos que se hacen solas, por arte de magia, o, en el peor de los casos, las menospreciamos. Bah, eso puede hacerlo cualquiera. ¿Por qué se paga mal a los hombres y mujeres que realizan las tareas de limpieza? ¿Por qué a veces ni siquiera están asegurados? Un asunto este que trascendería las fronteras del género y la clase social

Hace justo un año, la periodista y escritora sueca Katrin Marçal publicó en inglés Who Cooked Adam Smith’s Dinner (Portobello Books), un manifiesto donde se pregunta con mucha retranca quién preparaba la cena de uno de los padres de la economía mientras él trataba de comprender su funcionamiento. «No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena –escribió Adam Smith en La riqueza de las naciones–, sino por su propio interés». O sea, porque el mundo baila al son neoliberal del Money, Money, la canción que cantaba Liza Minelli en Cabaret. Pero al ilustre economista, que nunca se casó, la cena se la preparaba mamá, y no por interés, sino porque sí, por amor.

Sin embargo, a veces, somos nosotras mismas, las mujeres, quienes perpetuamos en casa los viejos esquemas. Los británicos lo constataron hace poco mediante el análisis de una página web que ayuda a los padres a establecer cuánto pagarles a los críos de semanada, el pocket money que llaman ellos. Pues bien, resulta que los niños cobraban el 15% más por realizar las mismas tareas domésticas. La palma se la llevaba poner la mesa: a los varones los engatusaban con un soborno equivalente a 2 euros, mientras las niñas debían conformarse con unos 60 céntimos. Da qué pensar.

Olga Merino, periodista y escritora.

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