El prejuicio y la querella

Gracias a la actuación del Govern de Catalunya durante el pasado domingo he ganado una apuesta a una amiga que, un día de estos, me invitará a cenar. Mi amiga –inteligente y con las ideas claras– estaba convencida de que Mas acabaría arrugándose y claudicando ante las amenazas que el Madrid oficial expresó una vez se puso en marcha el proceso participativo o nuevo 9-N que el president se había ingeniado para eludir la suspensión que el TC dictó contra la consulta que debía realizarse de acuerdo con la ley de Consultas y el decreto firmado el 27 de septiembre.

Mi amiga dudó hasta última hora del compromiso del líder de CiU, porque su prejuicio sobre el tradicional ADN convergente era más fuerte que las informaciones que le llegaban sobre todo lo que estaba preparando el Govern para dar cobertura legal y apoyo logístico a los magníficos voluntarios y a los admirables ayuntamientos que hicieron posible que la gente votara. Cuando ya se vio que Mas seguía adelante sin miedo y que no traspasaba la responsabilidad del proceso participativo a las entidades (posibilidad sobre la cual se especuló mucho), sino que reiteraba el papel clave del Govern, mi amiga me hizo llegar estos mensajes por WhatsApp: “¡Te debo una comida! Y feliz de que tuvieras razón”. Yo le había explicado, unos días antes, que estaba seguro de que el president no fallaría, por dos motivos: porque era consciente de que no podía abandonar a una parte central de la sociedad que había confiado en él y porque tenía la convicción de que, una vez había hecho las cosas ordenadamente y de acuerdo con los procedimientos establecidos, estaba legitimado para obedecer sólo el mandato surgido de Catalunya aunque eso representara plantar cara al Gobierno, al TC y a quien fuera.

Como he intentado explicar en mi libro Ara sí que toca! El pujolisme, el procés sobiranista i el cas Pujol, Mas es una figura que ha evolucionado de una manera insólita durante la última década. Su conversión al soberanismo va ligada a una decepción progresiva respecto del modelo autonómico y a una creciente aversión a la política del Madrid oficial. Esta metamorfosis ha enterrado las ambigüedades convergentes sin afectar al tono moderado de su estilo, muy adecuado para vestir de seda una actitud –nadie lo puede negar después del domingo– de evidente firmeza. Llevo meses escribiendo que Mas tiene en la cabeza una difícil “ruptura pactada”, ejercicio que –para simplificar– le hace bascular entre el modelo Prat de la Riba y el modelo Macià, lejos siempre de un icono como el de Companys, aunque la respuesta airada y rancia del Madrid oficial acabe fabricando –quizás– un nuevo mártir.

Con todo, y entre determinados sectores, el prejuicio del Mas que será víctima del miedo y dejará a la buena gente en la estacada ha estado muy presente, tanto que ha acabado generando una constante sospecha sobre la credibilidad del personaje en tanto que conductor institucional del proceso soberanista. De nada ha servido explicar que Mas ha sido duramente criticado por una parte de las élites más beligerantes contra el movimiento soberanista, que le han cubierto de calificativos no precisamente amables. El president ha tenido el dudoso honor de ser atacado al mismo tiempo, y durante meses, por ser poco fiable a ojos de ciertos independentistas y por ser poco razonable a ojos de ciertos miembros del establishment barcelonés. Aparte de ciertas intoxicaciones generadas en campos adversarios, no se puede negar que ha habido palabras y gestos del líder de Unió y de algún dirigente de CDC –incluso algún conseller– que han servido para cuestionar la coherencia y la determinación de Mas. Después del 9-N, hay discursos que ya no tienen sentido.

Afortunadamente, muchas personas se han ido dando cuenta de que el compromiso de Mas con un cambio histórico no era impostura ni táctica electoral. Su autoridad ha ido creciendo a pesar de las diversas adherencias negativas de la marca CiU, como si una parte de la ciudadanía distinguiera perfectamente entre una organización que acusa el desgaste y un político capaz de asumir un riesgo muy alto y salir bien parado de ello. El resultado es bueno para el conjunto de la sociedad catalana: disponemos de líderes que se complementan, que proyectan seguridad y que hacen lo que les toca: Junqueras encarna el motor importantísimo del independentismo original y de largo recorrido, Fernàndez representa la maduración de una izquierda independentista que no elude su responsabilidad, y Mas aparece como la encarnación de un bloque moderado que ha abrazado el soberanismo y le ha dado más peso y complejidad. Hablo de tres figuras que están llamadas a cooperar, aparcando las desconfianzas y los reproches, y poniendo por delante un sentido de Estado que es imprescindible para imaginar un nuevo Estado catalán surgido de una revuelta democrática.

Mientras estamos pendientes de la presentación de una querella contra el president y algunos miembros de su Govern por haber puesto las urnas, todavía hay quien hace circular –por ignorancia o mala sombra– que Mas y Rajoy pactaron bajo mano la consulta alternativa del 9-N. Somos un país extraño. Todos tenemos prejuicios, pero llega un momento en que deberemos dar una oportunidad a la verdad, para no estropearlo.

Francesc-Marc Álvaro

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