El presidente economista

«Una materia fácil en la que pocos destacan. Esa paradoja quizá pueda explicarse por el hecho de que el gran economista debe poseer una rara combinación de dotes. Tiene que llegar a mucho en diversas direcciones, y debe combinar facultades naturales que no siempre se encuentran reunidas en un mismo individuo. Debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo (en cierto grado). Debe comprender los símbolos y hablar con palabras corrientes. Debe contemplar lo particular en términos de lo general y tocar lo abstracto y lo concreto con el mismo vuelo del pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado y con vista al futuro. Ninguna parte de la naturaleza del hombre o de sus instituciones debe quedar por completo fuera de su consideración. Debe ser simultáneamente desinteresado y utilitario; tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista, y, sin embargo, en algunas ocasiones, tan cerca de la tierra como el político». Estas palabras de Keynes están lejos de corresponder a quien, no obstante, es nuestro teórico primer ‘doctor economista’, presidente de Gobierno. Del país de la UE que saldrá más dañado económicamente de la pandemia. Con una caída del PIB en 2020 del 11%, y una deuda y un déficit público del 120% y 11,3%, respectivamente, superando el récord de 2011. Con una recaída también en el PIB del primer trimestre de 2021 y un déficit estructural que la Comisión Europea afirma que seguirá creciendo hasta el 7,2% en 2022, el mayor dentro de la eurozona.

El que habla de ‘modernizar la economía española’ no parece haber hecho, desde que llegó a La Moncloa, más que adoptar decisiones antiguas. Agigantando el número de miembros en su Consejo de Ministros. Adoptando en medio de la crisis subidas de impuestos que ya ningún país vecino moderno aplica. Recuperando otros ya inexistentes en la Unión Europea como el de Patrimonio. Asaltando el poder judicial con nombramientos tan partidistas como el de la fiscal general del Estado. Negando la colaboración público-privada, ni siquiera para desatascar los servicios estatales de Empleo, cuando se encamina a los seis millones de personas que en la práctica están demandando empleo, si sumamos al paro registrado de los 3,9 millones oficiales, los afectados por ERTE, autónomos con ‘prestación extraordinaria’, y los integrantes de cursos de formación y demandantes de empleo con disponibilidad limitada, excluidos de oficio de las listas de paro. Cuestionando permanentemente los estudios del Banco de España como cuando le plantea una agenda reformista, o afirma que el 10% de las empresas españolas, especialmente pymes, se encuentran en riesgo de liquidación y pueden no llegar a 2022. Atacando la libertad de educación, la escuela concertada y el propio manejo del español, dañando la propia posición de éste en la UE como lengua de trabajo. Amparando el aventurerismo y el gasto político, con cantos a la estatalización empresarial propios de otro tiempo. Obstaculizando la intervención contra la actual pandemia de farmacias, clínicas veterinarias y resto del sector sanitario y hospitalario de iniciativa social. Intentando anestesiar en definitiva la iniciativa individual y familiar creando ciudadanos subsidiados y pasivos, evidenciando no querer realmente que de esta crisis salgamos más fuertes, autosuficientes y ‘resilientes’ (sic). Mientras, la desconfianza hacia su trasnochado plan presupuestario paraliza futuros proyectos de inversión.

Como con la introducción de cambios en la aplicación de la ley de alquileres. Con alteraciones legislativas que devalúan la seguridad jurídica y la imagen del país. Que penalizan el ahorro de quienes -sean personas físicas o jurídicas- están llamadas a dinamizar la inversión tanto exterior como interior. Cambios que enturbian y encarecen nuestro sistema judicial, retrayendo la inversión en construcción de obra nueva y remodelación de antiguas, y contribuyen a crear un cuello de botella que acabará reduciendo la oferta y encareciendo los arrendamientos. Lo que sí hace es dejar más espacio a los defraudadores y encubrir la okupación. Que siempre ‘violenta’ a quien la padece y constituye un complemento extra al cóctel del efecto llamada para la industria de la inmigración ilegal.

Y en medio de la crisis sociosanitaria, el Gobierno aprovecha para impulsar en las Cortes otra supuesta Ley de Memoria Democrática. Ahondando en su planteamiento guerracivilista, pretendiendo ensalzar un régimen republicano supuestamente ‘luminoso’ de hace 90 años, que por cierto alteró unilateralmente hasta la bandera nacional que no había modificado ni la I República. Un Gobierno esforzado en exaltar a viejos agitadores indocumentados, como Largo Caballero y quienes con su convocatoria antirrepublicana de revolución armada de octubre de 1934 condujeron a una guerra fratricida, pretendiendo emular malamente la Rusia bolchevique de diecisiete años antes. Un Gobierno del que forman parte socios de partidos que en países como Alemania estarían constitucionalmente prohibidos. Y sustentado en el voto de antiguos terroristas. Como si en Italia o en el Bundestag se apoyaran en exmiembros de las Brigadas Rojas, o la banda Baader-Meinhof. Y con todo esa carga tóxica ahora hace campaña en Madrid.

Entre tanto en Italia, el nombramiento de Dragui ha llevado el tipo de interés de su deuda y prima de riesgo a mínimos desde 2016. Con un descenso de quince puntos básicos en lo que va de año, y consiguiendo la mayor relajación entre los bonos europeos, influyendo favorablemente la mejor evolución de la Bolsa de Milán en las otras Bolsas europeas. No. Sánchez no es Mario Draghi, ni siquiera Monti. Ninguno sufragaría tampoco los 451 millones que cuesta el Ministerio llamado de Igualdad.

Javier Morillas es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad CEU San Pablo.

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