El Presidente, el Papa y la Primera Ministra -ayer y hoy

Hace ya casi cuatro lustros desde que Ronald Reagan abandonó la Presidencia de los Estados Unidos. Margaret Thatcher le siguió apenas dos años después. En este tiempo ha sido bastante común oír cómo ellos dos, con la ayuda imprescindible de Juan Pablo II, fueron capaces de derribar el comunismo y dar a Occidente una gran victoria. Pero nadie hasta ahora se había tomado el trabajo de hacer una meticulosa reconstrucción de cómo fue esa relación. Aún más, a muchos les debe de molestar sobremanera que se recuerde hogaño el reto que Occidente tenía ante sí y cómo tres grandes dirigentes fueron capaces de plantar cara y vencer.

En su fascinante libro «El Presidente, el Papa y la Primera Ministra. Un trío que cambió el mundo», editado en España por «Gota a Gota» y que José María Aznar presenta hoy, John O´Sullivan lanza un mensaje que por desgracia es extremadamente actual: hasta que llegó el trío Reagan, Juan Pablo II y Thatcher al poder, Occidente estaba convencido de la supuesta superioridad militar y moral de los soviéticos. Y ante ese tipo de certeza, lo más sencillo -incluso lo más lógico- es rendirse. Pero el nuevo trío no estaba por la labor.

En el arranque de la década de 1970 todos ellos estaban bien situados para llegar a los puestos que coronarían sus vidas. Pero entonces -como sostiene O´Sullivan- el éxito era todavía imposible porque Karol Wojtyla era demasiado católico en una Iglesia en constante rendición de sus posiciones, una Iglesia que buscaba portar un mensaje pactista y alguien que lo transmitiera -lo que sin duda no era un papel para el cardenal polaco por muy buen actor que fuera; Thatcher era demasiado conservadora en un partido al que Edward Heath había dejado muy alejado de sus posiciones naturales y Ronald Reagan era demasiado americano. O sea, era lo peor que se podía ser.

Pero el 11 de febrero de 1975 Thatcher asumía la jefatura del Partido Conservador y de la oposición al Gobierno laborista de Harold Wilson. Y el 20 de noviembre de 1975 -de todos los días que tuvo la década, ése tuvo que ser- el ex gobernador californiano Ronald Reagan anunciaba en el diario británico «The Daily Telegraph» su intención de luchar por la Presidencia de los Estados Unidos. En cinco años el trío decisivo estaría en el poder: Juan Pablo II fue elegido en octubre de 1978, Thatcher en mayo de 1979 y Reagan en noviembre de 1980. Resultó ser una conjunción arrolladora.

El 2 de octubre de 1979, Juan Pablo II denunciaba en la ONU la condición de ciudadanos de segunda categoría que se imponía en la URSS a los creyentes. Seis semanas después el secretariado del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) aprobaba un documento titulado «Decisión de trabajar contra las políticas del Vaticano en relación con los Estados Socialistas» en el que se urgía al Ministerio de Exteriores a «entrar en contacto con los grupos de la Iglesia católica que trabajan por la paz» y explicarles «las políticas de la Unión Soviética a favor de la paz mundial». Al mismo tiempo se urgía al KGB a emplear «canales especiales» para mostrar que «la jefatura del nuevo Papa, Juan Pablo II, es peligrosa para la Iglesia católica». El documento, redactado por Yuri Andropov, futuro secretario general del PCUS, llevaba el aval de dos firmas importantes: Konstantin Chernenko y Mijail Gorbachov. Ambos llegaron al mismo cargo que Andropov. No será necesario recordar ahora el auge de los movimientos pacifistas europeos de la década de 1980 -ni el prominente papel jugado en ellos por algunos activistas «católicos». Y, sería pura casualidad, pero dos semanas después de la firma de ese documento, Mehmet Alí Agca huía de una prisión turca, rumbo a su objetivo criminal en la plaza de San Pedro.

El documento del Comité Central demuestra qué pronto se dieron cuenta del calibre de la amenaza. La izquierda europea se embarcó en una campaña pacifista que sólo podía beneficiar a los soviéticos. Reagan, respaldado por Thatcher, se involucró en la Iniciativa de Defensa Estratégica -vulgo «Guerra de las Galaxias»- que acabaría por quebrar a una URSS que no podía ocultar por más tiempo su ruina económica. La IDE fue denunciada incluso por muchos obispos, mas nunca por Juan Pablo II. Durante años, una vez al trimestre, el Papa recibía a un embajador volante del presidente Reagan: el ex director adjunto de la CIA y católico de profundas raíces Vernon A. Walters. Walters me contó en largas horas de diálogo cómo enseñaba al Pontífice multitud de documentos, fotografías de satélites y pruebas variadas de los movimientos de tropas soviéticas, de sus silos de misiles secretos... de la amenaza. Juan Pablo II nunca levantó la voz contra aquella «carrera armamentista» y nosotros nunca más hemos oído explicar aquellas posiciones a las voces muy autorizadas que aseguraban que Reagan y Thatcher nos llevaban al holocausto nuclear. Y muchos de aquellos vociferantes siguen vivos y activos entre nosotros.
Creadas las condiciones adecuadas, el sistema al que combatieron Juan Pablo II, Reagan y Thatcher se desmoronó con rapidez. Confrontada la URSS con la seguridad que exudaban los Estados Unidos y el Reino Unido, todos los compromisos de Brezhnev con el Tercer Mundo quedaron cancelados entre 1988 y 1992. En su despedida de la Casa Blanca en enero de 1989, Reagan evocó su Presidencia como un empeño conjunto con el pueblo americano para salvaguardar Estados Unidos como «la ciudad iluminada sobre una colina»: «Amigos, lo hicimos. No sólo estábamos ganando tiempo. Creamos una diferencia. Hicimos a la ciudad más fuerte. Hicimos a la ciudad más libre. Y la dejamos en buenas manos. En resumen, no está mal. No está nada mal. Así pues, adiós».

Ayer y hoy. ¿Dónde estamos casi dos décadas después de aquel discurso? La amenaza soviética fue aparcada -en su componente ideológico- en un baúl almacenado en la parte más recóndita de las facultades de Ciencias Políticas. En contra de la previsibilidad política de la historia augurada por Francis Fukuyama, todos nosotros estamos hoy ante un nuevo desafío: Occidente tiene el reto de saber hacer frente a la amenaza que contra los fundamentos de su civilización ha lanzado un islamofascismo que sigue sintiéndose fuerte y en posesión de la verdad. Exactamente igual que en las décadas de 1970 y 1980 tenemos un enemigo declarado frente al que parece que la mayoría de nuestra clase política y nuestros medios de comunicación prefieren rendirse. Igual que a Thatcher le sucedió en noviembre de 1990 John Major, un conmilitón deseoso de borrar su nombre y legado de la memoria de los conservadores, Tony Blair ha sido reemplazado por un Gordon Brown con idénticas intenciones -y tampoco parece que le vaya muy bien. Juan Pablo II ha sido sucedido por un Papa, Benedicto XVI, con menos dotes de comunicador y mucha más hondura teológica, como demostró en el discurso en su alma mater, la Universidad de Ratisbona. Pero lo que resultó más evidente de aquella conferencia fue que las críticas al Obispo de Roma fueron jaleadas primero desde Occidente, no desde La Meca o Medina. Y, al fin, tenemos al presidente de los Estados Unidos, el que sufrió el 11-S. Con la habitual generosidad de los grandes dirigentes de su país, él cargó con el empeño deresponder protegiendo a una Europa occidental incapaz de actuar militarmente en ninguna parte. Sin duda ha cometido numerosos y sustanciales errores -aunque bastantes menos que Franklin D. Roosevelt antes de alcanzar la victoria final para todos nosotros-, pero hoy nos regodeamos ante él con la descalificación constante y sin matices. Será porque algunos crean que comparado con la finesse, el savoir-faire y el don de gentes de Osama bin Laden, Ayman al Zawahiri y Mahmoud Ahmadineyad, George W. Bush es un zafio. Quizá John O´Sullivan diría que esa imagen nos muestra lo que va desde la tarde del 9 de noviembre de 1989 hasta este lunes de diciembre de 2007.

Ramón Pérez-Maura