El pretendiente Puigdemont y el nacionalismo carlista

Que el expresident Puigdemont se llame también Carles no habría que tomárselo por mera casualidad, dado el entorno en el que nació y creció, de profunda raigambre carlista. La figura de un dirigente político que huye de la Justicia y que desde el extranjero -en su caso protegido por nacionalistas flamencos eurófobos y xenófobos- dirige la política de sus conmilitones en Cataluña es algo ya conocido en la historia de España.

El pretendiente Carlos VII emitía los comunicados a sus partidarios desde el palacio de Loredán, en Venecia, y el hijo de éste, el pretendiente Jaime, hacía lo propio desde el palacio de Frohsdorf, en Austria. Ahora tenemos al pretendiente Puigdemont en su palacete de Waterloo, en Bélgica: no hay cosa peor que desconocer la historia para repetirla, sobre todo en sus errores.

Los nacionalismos en España tienen un indudable y mayoritario origen carlista. Eso no quiere decir que el carlismo los favoreciera o supusiera algo así como un protonacionalismo -tesis de la que me aparto de manera radical-, pero sí que les dio en bandeja los argumentarios teóricos y hasta metodológicos para prosperar.

El tradicionalismo surge única y exclusivamente como reacción a la mayoritaria corriente liberal en España, tanto moderada como progresista, heredera de las Cortes de Cádiz. Que luego sirviera como percha para colgar la reivindicación foral fue algo secundario y accesorio por completo a sus propósitos.

Estamos ante una ideología que provocó –en palabras de un administrativista de tanta categoría intelectual como don Alfredo Gallego Anabitarte, fallecido en 2017–, un “efecto devastador” sobre la sociedad y el Estado en la España del siglo XIX. Las pérdidas materiales y humanas producidas por las sucesivas guerras carlistas dejaron al país completamente exhausto e inhabilitado para competir con las demás potencias de su entorno, como si no hubiera sido suficiente ya la invasión y el saqueo al que fue sometido por las tropas napoleónicas y la pérdida de la mayor parte del Imperio de ultramar.

Nada que agradecerle, por tanto, al carlismo, dentro del acervo político español; más bien todo lo contrario. Y eso a pesar de que algunos personajes de esta corriente, como Vázquez de Mella o Víctor Pradera, sí fueron conscientes de la deriva a la que llevaban sus postulados. Cuando trataron de buscar fórmulas de acuerdo con otras fuerzas de la derecha monárquica y liberal ya fue tarde, demasiado tarde para enderezar el entuerto, y la llegada de la Segunda República lo puso todo mucho más difícil para alcanzar un gran consenso de salvación nacional.

Los nacionalismos en España, desde que surgen en el último cuarto del siglo XIX, se nutren básicamente de dos ideologías, ninguna de las cuales es liberal en origen: en un primer momento, del tradicionalismo o carlismo, y luego –desde la Segunda República para acá–, del izquierdismo en general. En el caso vasco se ve con claridad meridiana cuando el nacionalismo asume como propia la reivindicación de la ley de 1839 como contraria a las libertades vascas, copiando descaradamente la lectura que hizo de esa ley el tradicionalismo. En el caso catalán, las Bases de Manresa de 1892 proponen unas Cortes orgánicas, como luego lo fueron las franquistas.

Después fueron las izquierdas las que dieron cobertura legal a los nacionalismos en la Segunda República, dando por buenos los plebiscitos para los primeros Estatutos de autonomía conseguidos todos mediante pucherazo en las urnas, y luego, con el llamado régimen del 78, la teoría de la memoria histórica ha proporcionado a los nacionalismos la cobertura justificativa para hacer una labor de zapa constante contra la estabilidad y perdurabilidad de la Constitución vigente.

Pero la prueba clave de que el tradicionalismo no se movía en clave foral o autonomista –o mucho menos independentista– desde su mismo origen, sino en clave legitimista y católica ultramontana, y que fueron los nacionalistas los que bebieron de él y no al revés, la tuvimos con ocasión del llamado alzamiento nacional de 1936, cuando el carlismo en masa –desde Navarra precisamente–, se suma a la sublevación militar de una manera espontánea y popular.

En ningún otro ámbito del llamado bando nacional se dio semejante respuesta, de modo que el reclutamiento masivo de efectivos fue un hecho consumado desde el minuto uno del golpe de Estado. Franco tuvo que decidir luego, en el segundo tramo de su dictadura, qué línea dinástica dejaba en la cúspide del Estado, y frente a la opción carlista –que había sacrificado miles de efectivos en primera línea de combate–, optó por la línea isabelina, precisamente la defensora del régimen liberal en España: dato a computar en la valoración global de la dictadura franquista.

El pretendiente Puigdemont cuenta con un asistente fiel y constante en la persona de Josep Maria Matamala, ya saben, el personaje enjuto, de cabellera y barba blancas que salía junto a él en los primeros días en Bruselas y el primero en recibirle a su salida de la prisión de Neumünster. Es sabido que el padre de este empresario benefactor del nacionalismo fue Félix Matamala, miembro del Tercio Montserrat en la guerra civil española, a quien Puigdemont, cuando era alcalde de Girona, le dedicó una calle. Félix Matamala fue uno de los escasos supervivientes de una unidad militar sacrificada como pocas en nuestra contienda civil. Para hacernos una idea, de sus más de 800 efectivos con los que llegó a la batalla del Ebro, en la que actuó como fuerza de choque, sobrevivieron poco más de 200.

Hoy en día, en la cripta-mausoleo de la Abadía de Montserrat, lugar de peregrinación y símbolo de la nacionalidad catalana, están enterrados con todos los honores más de 300 caídos del Tercio de Requetés Nuestra Señora de Montserrat. Algún socialista partidario de la memoria histórica ya ha salido diciendo que eso constituye una suerte de Valle de los Caídos catalán que habría que eliminar. Pero el nacionalismo catalán tiene demasiado sacralizado ese lugar como para tocar en él una sola piedra. Y así es como el tradicionalismo español conforma el tuétano de la memoria histórica e identidad catalanas.

Pedro José Chacón Delgado es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU.

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