El pretexto de la seguridad

Muchas veces los atentados contra los derechos elementales de la ciudadanía se manifiestan como una trampa dialéctica. Una de las astucias políticas más comunes cuando una institución o mandatario ve amenazados sus privilegios es la de plantear una ley que supuestamente defiende a los oprimidos para acabar, por vía interpuesta, blindando esa hegemonía que ha visto peligrar. A cada época su delirio: en la Alemania prenazi, las leyes de Núremberg de 1935, que supuestamente pretendían el proteccionismo de los alemanes, acabaron derivando en unas leyes raciales que culminaron en la persecución antisemita; en 1998, en los Estados Unidos de Bill Clinton, se promulgó una ley contra la pornografía infantil en internet —Child Online Protection Act— que utilizó la buena conciencia (¿quién no estaría dispuesto a enfrentarse a la pederastia?) para “asaltar” el fortín de Google, obligándole a entregar información aleatoria sobre sus usuarios.

Los casos son múltiples, pero el sistema no tiene grandes variaciones. En todos se acaba dando gato por liebre y vulnerando algún derecho fundamental, como la privacidad o la libertad de asociación o de expresión.

En nuestra época el gran abracadabra, la palabra mágica para hacer entregar a la ciudadanía sus derechos como si nada, es tan sencilla como la que componen estas cuatro sílabas: seguridad. Qué extraño influjo ha empezado a ejercer esa palabra sobre nuestras conciencias. Reto a quien tenga interés y paciencia a que compruebe esta afirmación que la extensión de este artículo no me permite desarrollar: en la mayoría de las ocasiones en que una autoridad o institución emite proyecto de ley que contiene en su prólogo la palabra “seguridad” podemos estar seguros de que se va a vulnerar algún derecho, casi siempre a la privacidad o a la libertad de expresión. “Si usted no tiene nada que ocultar, ¿por qué se opone? —dice esa vocecita perversa con lenguaje de Guerra fría— ¿No será acaso su insistente deseo de privacidad la señal más elocuente de que usted no es del todo trigo limpio?”. La trampa dialéctica, claro, está en que quien exige la transparencia, no la ofrece en contrapartida. La narración se estructura en un lenguaje bipolar, buenos y malos, nosotros y ellos, y al final de la calle hay siempre alguien que trata de sostener o de instaurar un privilegio que está lejos de ser legítimo.

La ley de Seguridad Ciudadana que entró en vigor en 2015 a pesar de la oposición de todos los partidos democráticos y gracias a un crecido PP con mayoría en las dos cámaras, utilizaba en su exposición esa gran palabra mágica de la seguridad. Su verdadero objetivo —resulta casi inverosímil que haya alguien que todavía lo ponga en duda— no era otro que silenciar la disidencia contra el gobierno en un momento de crisis de credibilidad. En febrero de ese mismo año cuatro relatores especiales de las Naciones Unidas se manifestaron contra la ley por “penalizar una amplia gama de actos y conductas” y “restringir de manera innecesaria y desproporcionada libertades básicas como el ejercicio colectivo a la libertad de opinión y de expresión”.

No fue el único organismo ni autoridad internacional que se levantó en armas contra la ley, también lo hicieron la propia Unión Europea y periódicos como The Guardian o el New York Times. Pero en toda esa diatriba se produjo un punto de sombra: el que impedía reconocer que la eficacia de esa ley —la misma eficacia que impide a este PSOE cumplir su promesa de derogarla— es que se basa en algo casi tan perverso como su deseo de poder y su incapacidad para aceptar la disidencia: nuestro miedo. Miedo a la presencia del otro. Miedo a las ideas del otro. Miedo a un verdadero diálogo que generaría una transacción y un movimiento: los mecanismos de la coacción funcionan no solo porque hay alguien que se toma la ley por su mano, sino porque hay un victimario que lo consiente.

No estaría mal, para variar, que empezáramos a reconocer que si no nos sacamos de encima la dichosa ley de seguridad ciudadana no es tanto —o no es solo— por la sobresaliente cobardía del PSOE, como porque la genética de esa ley está hecha a imagen y semejanza de nuestro miedo. Amparados en el trabajo sucio que cae inevitablemente en manos de otro, nos quejamos en el café de que el PSOE no retire las devoluciones en caliente, pero nos cruzamos de acera cuando de verdad nos interpela defender los derechos de un inmigrante. No es del todo improbable que tengamos —como dice el adagio— los políticos que nos merecemos, unos políticos a la altura de nuestra cobardía, una policía a la altura de nuestra pusilanimidad. Miedo del policía a ser fotografiado, sí, porque eso garantizaría el fin de los abusos de poder. Miedo del político a ser interpelado por incumplimiento, también, porque eso supondría el comienzo de la verdadera democracia.

Pero sobre todo el otro miedo, el nuestro, el único del que somos, en última instancia, totalmente responsables.

Andrés Barba es escritor.

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