Seguramente será una coincidencia, -no así para el intelectual católico Michael Novak- el hecho de que el primer 11 de septiembre que aparece en los libros de Historia no sea el del 2001 sino el de 1683, día en que comenzó la contraofensiva con la que, en 36 horas, las tropas del emperador Leopoldo I -con la decisiva ayuda del rey de Polonia Jan Sobieski-, derrotaron e hicieron huir a decenas de miles de turcos que, a las órdenes del gran visir Kara Mustafá, asediaban desde hacía dos meses la ciudad de Viena.
Extraña coincidencia la que hay entre los dos 11 de septiembre. Porque las analogías no se ciñen a la fecha en la que termina el verano. Ya desde el mes de agosto de 1682, el sultán Mehmet IV había planificado la denuncia del tratado de paz vicenal firmado con Leopoldo, que expiraría en el 84, amén de haber lanzado una ofensiva que, desde los Balcanes, debería pasar por Hungría y terminar con la ocupación de Viena, la capital del imperio.
¿Terminar? Nadie puede asegurar que la conquista de Viena, un evento clamoroso en sí mismo, fuese la última etapa de la penetración turca en Europa. Más aún, parece poco probable que, ocupada la capital austriaca, la conquista no continuase en el resto del continente. Las ambiciones del sultán eran similares a las de su predecesor Suleimán, que había desencadenado en 1529 y en 1541 una incursión en Europa, en la que conquistó gran parte de Hungría.
Pero el 11 y el 12 de septiembre de 1683 los turcos fueron derrotados y tuvieron que hacer frente a una contraofensiva que duró 15 años y que, por sus características de Santa Alianza bendecida por el Sumo Pontífice, fue llamada la última cruzada. Más aún, en 1699 fueron obligados a firmar la paz de Karlowitz que, según la opinión unánime de los historiadores, marcó el punto de inflexión, lento pero irreversible, del hundimiento del Imperio Otomano.
Aquel día, pues, cambió la Historia y es un gran servicio el que presta la editorial Mulino traduciendo el mejor libro sobre el acontecimiento, obra del historiador inglés John Stoye, titulado El asedio de Viena. En este amplio y profundo ensayo, Stoye, amén de explicar cómo sucedieron las cosas, se detiene en las contradicciones de la Europa cristiana que permitieron a los turcos atreverse a desafiarla. Fue, de hecho, el rey católico francés, Luis XIV, el que animó con todos los medios a su alcance al sultán a atacar al Imperio Austriaco.
Su embajador en Estambul, Guilleragues, llega a decir abiertamente que, aunque su rey mantuviese el compromiso de acudir en ayuda de los polacos si fuesen agredidos por los turcos, nada hacía pensar que haría lo mismo para apoyar a Leopoldo.
De esta forma y mientras iban pasando las semanas, Guilleragues repetía, una y otra vez, que, en el caso de que los turcos atacasen a Austria, los franceses no moverían un dedo e, incluso, podrían asestar una puñalada trapera a Leopoldo, aprovechando así la ocasión para vengarse de 1673, cuando el emperador se había aliado con los herejes holandeses en guerra contra Luis XIV.
Un argumento tremendamente atractivo para los turcos, dado que recordaban lo eficaz que había sido la fuerza de expedición enviada por los franceses en auxilio de Austria en 1664, así como la enviada a Creta en 1669. De hecho, desde entonces, nunca se atrevieron a enfrentarse a una coalición, aunque sólo fuese ocasional, entre austriacos y franceses.
Pero, en Roma se habían dado cuenta de lo real que era la amenaza turca. En 1676, había subido al solio pontificio Inocencio XI, que declara de inmediato su deseo de pacificar Occidente para lanzar un ataque contra el sultán. En un primer momento, sin embargo, el Papa Inocencio apoya las reivindicaciones del rey francés en contra del emperador austriaco, que le parecía titubeante ante el proyecto antiturco.
El Papa comienza a cambiar de idea con la predicación de Marco d'Aviano, un fraile capuchino que obtuvo una enorme popularidad entre 1679 y 1680 tras una epidemia de peste bubónica. Durante esta epidemia le fueron atribuidos, tanto en las Cortes Reales como entre la gente del pueblo, episodios milagrosos de curaciones que le confirieron un aura de santidad. Carlo de Lorena, por ejemplo, considera haber sido curado gracias a sus oraciones y, desde ese momento, se convierte en su hijo espiritual. D'Aviano pidió a la gente que se alistase en la guerra contra los turcos y, en 1681, intentó llevar su predicación a Francia, pero Luis XIV lo expulsó por la fuerza del país, algo que disgustó profundamente al Papa.
Menos incluso le gustó al Pontífice que, para testimoniar que estaba contra los turcos, el mismo Luis XIV que secretamente animaba al sultán a atacar Viena, hubiese enviado su armada, a las órdenes del almirante Du Quesne, a realizar una insensata agresión contra la ciudad de Argel, bombardeada sin piedad en 1682 y en 1683, precisamente mientras comenzaba el asedio de la capital austriaca (provocando, como revancha, la ejecución del cónsul francés en Argel).
Stoye describe a la perfección el juego francés, que consistía en aprovechar la presión turca sobre Viena para atacar a España, en cuyo auxilio no podía acudir una Austria distraída por los turcos (y España pedía a Austria que la defendiese en vez de enfrentarse con los musulmanes), mientras los principados de la Alemania septentrional se deberían ocupar de la crisis báltica, alimentada, también ella, por Francia (lo que les induciría a subestimar el alcance de las iniciativas del sultán).
El historiador tiene el enorme mérito de esclarecer las responsabilidades europeas en el ámbito cristiano -ocasionadas precisamente por las divisiones y las rivalidades- en la cuasi capitulación de Viena, la ciudad de la que Leopoldo se aleja a comienzos de julio mientras los primeros estandartes turcos se disponían al asedio y la defensa de entonces de la capital habría cedido con casi total seguridad, si no hubiese sido por la sorpresa Sobieski. ¿Pero sorpresa, por qué?
Jan Sobieski, nacido en 1624 en una ciudad cercana a Leópolis y educado en París como muchos de los retoños de la aristocracia polaca, había subido al trono de Polonia en 1674 adoptando el nombre de Juan III y con la inestimable ayuda del propio Luis XIV. Todo hacía presumir que en medio del torbellino de aquella época -la católica Francia y la católica Polonia habían ayudado incluso a los protestantes húngaros en contra del católico emperador austriaco-, Sobieski iba a permanecer siempre al lado del Rey Sol.
Pero Juan III no sólo salió en ayuda de Leopoldo sino que, además, fue el protagonista de la batalla para la liberación de Viena del asedio, ocupó los campamentos que habían sido turcos hasta unas horas antes y entró en la capital acogido como el liberador. Esto le dio celos a Leopoldo, al que no se le perdonaba el haberse alejado de Viena cuando los turcos se habían presentado a las puertas de la ciudad ni el haberla abandonado a su suerte durante dos largos meses de hambre, epidemias, bombardeos e incendios.
La verdad, escribe Stoye, es que Leopoldo tenía una personalidad muy compleja. El emperador tomaba decisiones «sólo con temerosa repugnancia», una característica de su personalidad de la que los protestantes y los embajadores venecianos en Viena culpaban a los jesuitas, por haberle educado con tanta rigidez que «habían reprimido su energía innata».
Leopoldo no era menos católico que Sobieski, pero tendía a sopesar más los pros y los contra de sus actos, amén de sentir una profunda aversión hacia los que, como Juan III, actuaban por impulsos y eran, por eso, más amados por la gente. Estos celos de Leopoldo hacia Sobieski imposibilitaron el que ambos aprovechasen la ocasión y se lanzasen de inmediato a la persecución de los turcos con óptimas probabilidades de derrotarlos por completo y en poco tiempo. Eso fue, sin embargo, lo que hicieron unos meses después a petición del Papa, pero entonces ya necesitaron 15 años para concluir su misión.
Un plazo de tiempo tan largo que se debió también a que Francia había vuelto a reactivar sus intrigas dirigidas exclusivamente a crearle dificultades a Austria. Luis XIV, que se seguía proclamando Rey cristianísimo, demostraba tal falta de escrúpulos que quedaba en evidencia incluso ante sus propios contemporáneos. Hasta el punto de que, en una carta del 15 de septiembre de 1690 escrita por el conde Filippo Guglielmo a Marco d'Aviano, el Rey Sol es definido como «un turco cristiano peor que el bárbaro».
En cuanto a los turcos, su ofensiva, amén de psicológica, era bastante refinada. «Aceptad el Islam», escribió el gran visir Kara Mustafá en un documento que fue presentado a los austriacos a primeros de julio como oferta de solución política, «y viviréis en paz bajo el sultán. O entregad la fortaleza y viviréis en paz bajo el sultán como cristianos y el que quiera podrá irse en paz llevándose sus bienes. En cambio, si resistís, la muerte o la expoliación o la esclavitud serán el destino de todos vosotros».
Kara Mustafá tenía muchos rivales en el seno del propio Imperio Otomano, pero Mehmet IV siempre lo había protegido, hasta el punto de darle carta blanca y 200.000 hombres para la gran expedición de asedio de Viena. En cuanto a lo que hizo en aquellos dos meses de operaciones, no se le puede imputar el haber contemporizado: la empresa era muy difícil y las fortificaciones de la ciudad resistían. Tras la derrota, consiguió evitar que su Ejército se desarticulase, aunque en retaguardia tuvo que sufrir deserciones y traiciones. Algo previsible. Hubiera querido consultar con el sultán para decidir qué hacer en los meses siguientes. Pero por culpa de determinados contratiempos no se reunió con él.
El 19 de octubre las tropas del Imperio cruzaron el Danubio y conquistaron Esztergón. El capitán otomano de la ciudad se rindió y Kara Mustafá reaccionó ordenando la ejecución de los oficiales que habían abandonado la importante plaza fuerte, pero ya casi todos se habían fugado. De ahí que el embajador francés en Estambul comentase: «Acabo de enterarme de que los imperiales han tomado Esztergón y que las deserciones, el terror, los desórdenes y la agitación contra el gran visir y el propio sultán crecen día en día».
Los rumores de que los descontentos apuntaban al sultán debieron llegar a oídos de Mehmet IV, que pidió de inmediato la cabeza de Kara Mustafá. La noticia le llegó al gran visir, que se encontraba en Belgrado, el 25 de diciembre de ese mismo año. Ésta fue su respuesta: «Lo que Dios quiera». Devolvió los símbolos de su autoridad, el sello, el sagrado estandarte del Profeta y la llave de la Kaaba en La Meca. Fue estrangulado por un emisario de Mehmet ese mismo día. Para el mundo cristiano era la Navidad de 1683.
Paolo Mieli, presidente de RCS Libros y ex director del Corriere della Sera.