El primer año es el peor

Se ha cumplido esta semana el primer aniversario de la muerte de Jesús Martínez, amigo, profesor, buena persona, sin otras ambiciones que vivir tranquilo entre sus libros, dos hijos, sus alumnos de formación profesional a los que ¡enseñaba literatura! en uno de esos barrios duros del Madrid más implacable. No aspiró a la universidad ni a cargo político alguno. Lo suyo era la literatura clásica española. ¡Vamos, el ideal para meterse en un mundo de motos, petas y miembros de las asociaciones de padres, que deberían disolverse antes de que conviertan los colegios en almacenes de frikis!

A Jesús Martínez le dediqué una sabatina con la aparición de sus memorias –debí de ser el único– (Retrato con fondo rojo, 2013). Merecía la pena aquel retrato generacional, el del franquismo y la transición, escrito de manera impecable y con ese punto de ironía, nada grandilocuente, de los que pasaron por los policías de la DGS y la cárcel de Carabanchel. Se hizo militante comunista cuando salió de la cárcel, adonde había entrado por mi causa, si se puede decir así. Fueron a detenerme y como no me encontraron se lo llevaron a él y a los que vivían conmigo en un piso desvencijado de la calle Españoleto, hoy una de las zonas más exquisitas del Madrid burgués. Vivíamos entonces en el “estado de excepción” decretado por Franco tras el asesinato del estudiante Enrique Ruano (enero de 1969). Algunos de los policías colaboradores en aquel crimen serían condecorados años después por el ministro socialista Barrionuevo.

El hijo de Jesús Martínez me ha hecho llegar una carta emotiva en la que dice algo incontestable: “El primer año de ausencia es el peor”. No me cabe la menor duda. La herida de la memoria aún está en carne viva, no ha tenido tiempo de cauterizar y cualquier detalle, cualquier objeto que recuerde al ser querido y desaparecido se convierte en un golpe seco en la boca del estómago y un salto mortal en el corazón, que se mueve como si exigiera algo que tú no puedes darle.

Adjunta una hermosa evocación de su padre que es difícil leer sin esa emoción que te entra ante el dolor auténtico. Baste el recuerdo de “cuando nos íbamos a pescar al amanecer y volvíamos tras haber apurado la mosca y se me hacía corto”. “O aquellas interminables partidas de pingpong o de ajedrez”. “Tu vida fue enseñar y la nuestra aprender”. El hijo se llama Ernesto, significativamente, porque nosotros, ya que no podíamos transmitir a un niño el ansia de una pelea cargada de razón y de motivos, al menos dejábamos una semilla. Ernesto, como el Che. ¡No nos reímos recordando nuestra candidez sin malicia! “De haber ganado ‘los nuestros’, los primeros [fusilados] hubiéramos sido nosotros”.

El hijo se despide con un vibrante “Hasta siempre, Profesor”. Pensó que yo podía hacer algo, meterlo en un diario como carta al director, o cosa similar. No sabe que eso se acabó hace tiempo, que las cartas al director son planas como escritas sobre lápidas y que la gente no quiere que le animen las cervicales y que le obliguen a leer dolores ajenos.

Pero el esfuerzo de Ernesto Martínez, médico si no me equivoco, porque la última vez que le vi estaba en el bachillerato, contiene la más brutal verdad que puedes escribir sobre un ser querido. Que el mundo del dolor es único e intransferible, y el olvido que lo va impregnando todo es como una anestesia. Te va llegando poco a poco y eso hace que el primer año siempre sea el más duro. ¿Pero cómo es posible que se vayan olvidando de él?

Es la memoria que se va yendo, que se vuelve berroqueña y que pronto antiguos adversarios o amigos advenedizos van socavando hasta que te quedas como el responsable único de una memoria sin la que tú no serías lo que eres, y ellos nada. Y lo que es más duro, que te resulta muy difícil de transmitir. Por eso el primer año es el peor, el que va creando la costra que en los siguientes apenas tendrás la oportunidad de citar. ¿Te acuerdas de mi padre? Y recibirás las respuestas más inverosímiles.

Y eso no afecta sólo al primer año de una muerte de un ser querido. Ocurre con las relaciones de amigos y, aunque soy lego en el tema, también en los negocios. Pero es llamativo que suceda también en las separaciones matrimoniales. El primer año es decisivo y podría contar historias espeluznantes de cómo lo que sería la alegría de un recuerdo se vuelve odio.

Yo viví una escena de este tipo que ahora me hace gracia pero que entonces me afectó como un desgarro. Hace treinta años; ya no duele, pero incomoda. Casado, tres hijos, un día tu mujer te dice que quiere vivir sola y asumirlo todo menos a ti; niños, responsabilidades… No es lo mismo una catedrática de universidad que quien cobra por artículo publicado. Lo de menos es que todo fuera falso. Cogí la maleta y me fui. No hay nada más escandalosamente mentiroso que las últimas conversaciones de una pareja que se separa. El o la que decide mienten siempre. “¡No es lo que te supones!”.

Fui reconstruyendo mi vida, pero conforme pasaban los meses de ese primer año fatal, me di cuenta de que había tres cosas que me gustaría recuperar además de lo que cabe en una maleta. Eché a faltar mis viejos discos de vinilo –los coros mineros de Turón; las tonadas de mi “tío” Cuchichi, el de los cuatro ases (Cuchichi, Botón, Miranda y Claverol); los siete, ¿o eran ocho?, de la Wanda Landoska y El clave bien temperado de Bach. Y los Pink Floyd, a mí siempre me gustaron–. Tratándose de una mujer del Ensanche barcelonés que ni sabía lo que era una tonada ni una escala musical, me parecía una especie de venganza del primer año (duraría toda la vida, hasta hoy). Luego estaban las partituras de mi infancia y sobre todo el volumen de Sonatas de Beethoven, que yo nunca osé tocar, era un principiante, pero que la tía Luisa algunas tardes de domingo y ante mis ruegos interpretaba sin demasiada pericia pero con mucho sentimiento. Y por fin, la colección de libros de gastronomía; yo creo que notable. (Ella no tenía ningún interés en ese terreno tan vulgar).

Lo que sin ningún problema hubiera conseguido con la maleta de despedida –tres chorradas personales– se convirtió en negativa absoluta. Y todo por un error. No saber aprovechar aquellos primeros meses en los que aún los sentimientos no se han roto del todo, aunque haya ido apareciendo la costra del resentimiento y de la frustración. Por eso sostengo que el primer año es el peor, porque nace de un dolor, de una memoria y se va transformando en una acumulación de olvidos, de ocultaciones, de mentiras que nadie te va a decir hasta que no exploten y se hagan heridas llagadas.

Hay que hacerse a la idea de que quizá la supervivencia, no sé si de la especie o de la sociedad que conocemos, no esté basada en la capacidad de olvido. La memoria, en algunos, muy pocos, mata. Pero estoy seguro de que son los mejores. Que un hijo recuerde a su padre y que nos exija que no lo olvidemos porque para él fue lo más grande que conoció en su educación y en su talante de hombre sin ambiciones ni odios es un elogio.

¿Jesús Martínez? ¿Se olvidarán de él? Por supuesto. Es un patrimonio que sólo podrá conservar la memoria del hijo mientras dure y que quizá tenga el privilegio de poder transmitirlo a los nietos. Hablar a alguien de sus abuelos es algo cada vez más insólito, no sólo porque desgraciadamente no los conocieron, sino porque les importa un pepino contemplar esas fotos ajadas por el tiempo, y además en blanco y negro.

Gregorio Morán

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