El primer asesinato popular

Pocos años antes, la Verdad del mundo se escondía bajo las enaguas de cien damas y jugaba al escondite entre puntillas y finísimo encaje o dormitaba en la entrepierna de las jovencitas que se habían labrado un hueco en el lecho del rey Luis y su corte. Pero ahora, 15 años más tarde, la Verdad chapoteaba entre los ríos de sangre que fluían por las calles de París, como un colegial que se complace en salpicar a las gentes que pasan azoradas o eufóricas o aterrorizadas, mientras miles de ciudadanos degüellan aristócratas, roban a los burgueses o asesinan a los amantes de sus esposas. En apenas 15 años la Verdad (o lo real, pues de ambos modos se denomina esa condenación) pasó de danzar en los interiores vaporosos de la corte más poderosa del mundo a correr despavorida por calles alfombradas de cadáveres. La Verdad está pasando mucho frío en estos últimos años del siglo XVIII, y hambre y desesperación.

En 1793, con una población ahogada en sangre, los mejores varones de Francia están dispersos por las fronteras de Europa y en guerra con el universo. El Gobierno ha de poner orden, pero ya no puede ordenar por la vía física. La nivelación ha sido tan brutal que las calles están llenas de gente que se palpa el cuello para constatar que aún lo conserva. El nuevo orden ha de producirse por y para el pueblo: por lo tanto, ha de ser visible y espectacular. Comienza la apoteosis de la visión. En pocos años, gentes que jamás habían visto una lámina, que no sabían si Francia tenía forma de hexágono o de triángulo, que nunca vieran otro rostro bidimensional que el de la Virgen, el Cristo o algunos santos y santas, si acaso visitaba alguna iglesia en su vida, iba ahora a acceder a estampas, imágenes y figuras de la totalidad de los lugares, las personas y las cosas, hasta llegar al día de hoy, en el que no hay un centímetro de la tierra que no haya sido convertido en imagen.

De modo que procedieron a poner orden mediante la aplicación terca y obsesiva de una forma. El encargado de dar forma a la Revolución (o sea, a la realidad) solo podía ser un artista, y este artista, uno de los que con mayor ahínco habían exigido la cabeza del rey, era Jacques-Louis David, uno de los más grandes pintores que ha dado el escaso talento francés en lo que a pintura se refiere antes del triunfo de la burguesía. Era David un revolucionario a quien no amedrentaba la sangre, pero era, además, algo que pronto iba a pudrir la vida social europea: un intelectual, el sustituto del clérigo.

La forma que David impuso a la revolución es un prodigio de imaginación, buena conciencia y delirio. No fue obra exclusiva suya, pero él la llevó a su extremo sublime y abstracto, a la eternidad. De pronto, aquellos ciudadanos desaseados y malolientes se cubrieron con peplos o túnicas, calzaron sandalias, recogieron su cabello las mujeres con una trencilla de mirto y salieron a la calle portando guirnaldas, convertidos en una resurrección del mundo grecolatino. Los políticos se disfrazaron de Brutus, de Cincinato y de Catón. La revolución utilizó la sangre como fondo, a la manera de esos cortinajes de terciopelo escarlata que figuran en los interiores diseñados por David y sus artesanos. Procesiones a la romana pasearon por las calles de París, y lo que había sido una orgía de sangre se convirtió en la pura forma del orden, del canon, del decoro.

Faltaba, no obstante, la imagen total, la anulación completa de lo que había tenido lugar entre cuerpos degollados o aplastados por la Verdad y que ahora debía formalizarse para que el tiempo se detuviera y la revolución, ya muerta, pasara a ser algo artístico. La ocasión le llegó a David gracias al asesinato de Marat. Comprendió de inmediato su sentido y lo convirtió en el icono de la revolución, con lo que vació de contenido una fiesta que había anudado, desnudado y anonadado cuerpos humanos, para construir el impío primer espectáculo popular revolucionario.

El 13 de julio, Charlotte Corday cruza con engaños el umbral de la casa de Marat, el más poderoso de los nuevos tiranos, y logra llegar hasta la bañera del Amigo del Pueblo. El tribuno pasaba gran parte del día sumergido en agua para apagar la comezón que le producía su enfermedad dérmica. Charlotte, monárquica iluminada, lleva un cuchillo oculto en la enorme mata de su cabellera, bajo un sombrero de Calvados. Tiene 25 años y ha pasado la tarde leyendo a Plutarco. El Amigo del Pueblo escribe sobre una tabla de madera que apoya en los bordes de la bañera y se cubre con una sábana vieja. Le dice a Charlotte que se acerque para denunciar a los traidores de su ciudad, Caen. Charlotte clava el cuchillo con tanta precisión que le secciona la carótida. Marat muere desangrado. Esa es la imagen que David transforma en una nueva representación del entierro de Cristo. La bañera hará de tumba, la sábana de sudario, la disposición del cuerpo recuerda genialmente el descenso del crucificado de Tiziano. El pueblo entero de París desfilará para ver la pintura y llorar al muerto. Días más tarde, el propio David organizará la procesión de un catafalco con el cadáver de Marat embalsamado, dispuesto como en su tela. La representación ha superado al cuerpo desangrado. Marat, como Che Guevara, será para siempre una imagen que cuelga de un muro.

Uno huele el agua sucia, el sudor, las heces, oye el gorgoteo de la sangre, los estertores de Marat, el jadeo de Charlotte. Quizá el aire que entra por un ventanuco. De todo eso, nada. Había comenzado el arte comprometido.

Félix de Azúa, escritor.