El primer cadáver en el armario

Por Pedro J. Ramírez, director de EL MUNDO (EL MUNDO, 13/11/05):

La voz cálida y cordial de Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona me retrotrajo el jueves 31 años en el tiempo, hasta aquella conferencia que yo escuché con entusiasmo en el Club Siglo XXI, en la que siendo un alto cargo de la Presidencia del Gobierno, además de uno de los mentores del grupo Tácito, él pidió la apertura de un «proceso constituyente» en España. Esa tarde me di cuenta de que la Transición a la democracia era irreversible y de que mis simpatías estarían siempre con quienes, como él, se empeñaban en vertebrar un centro político modernizador, solvente y honesto.Eso es lo que supuso la UCD con la que Ortega fue primero ministro adjunto al Presidente y luego de Administraciones Públicas hasta que, como buen democristiano, terminó en Educación que era de lo que de verdad sabía.

Pensé, por eso, que su inesperada llamada desde el túnel del tiempo tendría que ver con algún aspecto técnico de la LOE o algún argumento a tener en cuenta en el debate intelectual ante la manifestación del sábado. Pero era otro aspecto de la actualidad el que enlazaba su relato con aquel pasado. Ocurría que Juan Antonio Ortega había sido también el secretario general de UCD que tuvo que hacer frente a la debacle electoral del 82, cuando Calvo Sotelo ni siquiera obtuvo escaño y el candidato a presidente, Landelino Lavilla, se quedó al frente de un escuálido grupo parlamentario con decena y media de diputados y una jauría de acreedores pretendiendo cobrar sus deudas. Pues bien, entre todos ellos hubo una entidad que se empeñó en recuperar hasta el último céntimo prestado, instando incluso al embargo de las subvenciones que legalmente le correspondían a aquella UCD jibarizada que, finalmente, no tuvo más remedio que tirar la toalla y proceder a su autodisolución.Esa entidad fue la Caixa.

No pretendo ni reabrir el debate suscitado en aquellos años por Adolfo Suárez sobre el papel de la banca como madrastra de la democracia, ni mucho menos cargarle la culpa a Vilarasau -entonces máximo ejecutivo de la Caixa- de que los centristas tuvieran que echar el cierre y apagar la luz. Pero si lo pertinente fuera interpretar el escándalo del trato de favor otorgado ahora al PSC desde la perspectiva de la historia de la financiación de los partidos políticos desde el inicio de la democracia, no podríamos quedarnos sólo en el final de Alianza Popular -había quien, a la vista de los manejos de su tesorero, la llamaba Afananza Pandillar-, como pretenden Blanco y otros portavoces del PSOE. Tendríamos que remontarnos un poco más atrás y hablar, desde luego, de las bolsas de plástico llenas de billetes que el secretario de Alfonso Guerra, Fali Delgado, acarreaba a Ferraz antes de que los manitas del PSC diseñaran la trama de Filesa.

Pero incluso con ese ejercicio totalizador de la memoria que obligaría a cada palo a aguantar su vela, la mirada hacia el pasado terminaría haciéndoles el juego a quienes pretenden desviar la atención de lo que constituye el núcleo duro de algo que ya podemos denominar con toda propiedad como el caso Montilla.

Lo esencial no es establecer el principio de que todos los partidos deberían estar obligados a pagar sus deudas, ni pedir al Banco de España que en sus funciones de supervisión garantice que eso suceda siempre, ni plantear nuevos mecanismos de transparencia más fulminantes y eficaces que los hasta ahora empleados por el Tribunal de Cuentas. Cualquier iniciativa en esos frentes será digna de aplauso, pero no aborda la sustancia de una situación límite sin precedentes como la que las revelaciones de EL MUNDO han puesto esta semana en evidencia.

La cuestión no es, queridos colegas del diario gubernamental y de la prensa barcelonesa, si el conjunto de las entidades bancarias ha perdonado tantos o cuantos millones de euros, a tales o cuales formaciones, en estos o aquellos años. La cuestión es si el secretario general de un partido que acaba de recibir un flagrante trato de favor de una caja de ahorros puede estar al frente de un departamento de cuya permanente actividad como regulador dependen el desarrollo y la cuenta de resultados del grupo industrial impulsado por esa caja de ahorros. Cuando ustedes quieran se puede hablar de todo lo demás, pero aquí y ahora de lo que se trata es del ménage à trois entre el PSC, la Caixa y el Ministerio de Industria.

La posición de Montilla es tan única como insostenible. Y conste que, en contraste con la catarata de insultos que él vertió ayer sobre mí, yo no extiendo la menor sombra de duda sobre su integridad personal. Si le molestó que jovialmente le llamara «renegado» por haberse desviado tanto de sus raíces cordobesas, estoy dispuesto a pedirle disculpas. No es con adjetivos como se zanja una polémica.No estoy acusándole ni de cohecho ni de prevaricación porque para ello tendrían que existir pruebas de que ha habido un do ut des explícito y reglado o atreverme a bucear en su ánimo con la misma ligereza y falta de escrúpulos con que lo hicieron los jueces que con muchos menos indicios condenaron a Gómez de Liaño.Pero no es necesario llegar hasta esos extremos para entender que el titular de Industria no puede permanecer en su cargo sin que ello suponga una gravísima erosión de la credibilidad del Gobierno ante la ciudadanía, ante los actores del mundo empresarial y ante los agentes económicos internacionales.

El secretario general del PSC nunca debió aceptar -menos aún proponer- la condonación de la mitad de esa deuda en un momento en el que era a la vez ministro de Industria. Que diga ahora que la Caixa había permitido previamente que los intereses prescribieran todavía ennegrece más los hechos. Este es el nudo gordiano del problema. Aun aceptando el imposible metafísico que nos proponía anteayer Fernández de la Vega al establecer que su conducta en el ámbito gubernamental es «independiente» de su simultánea trayectoria como líder partidista, ese grave error del doctor Jekyll lo tendría ahora que pagar el señor Hyde en forma de dimisión. Porque una vez que el trato de favor se ha hecho público -y tanto el patio de butacas como el gallinero saben que se trata de una única persona-, es imposible que Montilla conserve esa mínima apariencia de imparcialidad que debe caracterizar al árbitro de sectores industriales regulados de la trascendencia de la electricidad, la energía o las telecomunicaciones.

Hasta tal extremo es Montilla rehén de la prebenda recibida que en sólo tres días y a pesar de la sordina con que se intenta controlar el incendio, los focos de la deflagración de la sospecha se han desperdigado por doquier. En relación a la OPA sobre Endesa -empezando por el nombramiento de la también dirigente del PSC Mayte Costa para presidir la Comisión de la Energía- y en relación a todo lo demás, desde la subida de las tarifas del gas a empresas y particulares hasta las facilidades otorgadas a Repsol para extender su red de gasolineras, pasando por la condescendencia ante el filibusterismo de Telefónica -participada también, cómo no, por la Caixa- a la hora de entorpecer el acceso de sus competidores a su red de abonados.

No hay empresa de dimensión grande o mediana en España que no empiece a mirar de reojo a Montilla, identificando tal o cual ventaja competitiva obtenida recientemente por alguno de los tentáculos del gran holding catalán o preguntándose, simplemente, qué parte del incremento de sus costes energéticos debe ser achacada a la amortización del envidiable favor crediticio. Yo mismo ya no sé si cuando el pasado 13 de febrero el ministro de Industria declaraba en el Foro de EL MUNDO que «es positivo para España que la Caixa o cualquier otra caja tengan participaciones en las empresas porque es una forma de tener un compromiso social con el territorio en el que operan» era porque realmente lo pensaba o porque se había sentido recientemente estimulado a aplicar un guión ya convenido.

El asunto no tiene vuelta de hoja. Moratinos no podría continuar siendo ministro de Exteriores si se descubriera que Marruecos o Argelia financian la construcción del polideportivo de su pueblo; Magdalena Alvarez tendría que dejar la cartera de Fomento si resultara que FCC, ACS o Ferrovial subvencionan discriminatoriamente a asociaciones recreativas o culturales muy queridas para la ministra; y a Elena Salgado no le quedaría otra que dimitir si se diera el caso de que los laboratorios farmacéuticos enviaran costosos regalos a todos sus familiares y amigos. En ninguno de los tres supuestos existiría lucro personal, pero los gestores de los asuntos públicos habrían contraído una deuda moral -de mucha menor intensidad que la que obliga al secretario general que obtiene financiación gratuita para su partido- que dinamitaría la imprescindible fachada de ecuanimidad a la hora de ejercer sus cargos.

Mientras nadie rebata este elemental silogismo sólo se me ocurren tres maneras de restablecer el equilibrio alterado: o la Caixa vende todas sus participaciones industriales, o en el ejercicio de esta nueva faceta de su vocación de mecenazgo realiza donaciones públicas por valor de 6,57 millones de euros a cada uno de los demás partidos tanto de Cataluña como del resto de las comunidades en las que desarrolla su actividad, o Montilla coge el portante y se va. Cuál no será la debilidad de nuestra cultura democrática que estoy seguro de que la gran mayoría de los observadores y analistas considerarían más verosímiles las dos primeras opciones que la tercera.

Comprendo que para el presidente la situación es tan endemoniada -en la práctica Montilla es el líder de una minoría coaligada de la que depende su supervivencia parlamentaria- que lo más sencillo va a ser ceder a las inercias del pasado y optar por una cuarta salida consistente en circunscribirlo todo a la estrategia de la «crispación» practicada por el PP, a la diseminación del «odio» que caracteriza a los periodistas estrella de la Cope -y, según Montilla, también al director de EL MUNDO- y a la campaña «anticatalana» suscitada a raíz del Estatuto.

El problema es que ése es un viaje hacia ninguna parte. Porque aunque fuera cierto que la «crispación», el «odio» y el «anticatalanismo» -tres demonios que siempre estaré empeñado en combatir- constituyeran los móviles de la denuncia, aunque el gobernador Caruana estuviera conchabado con el presidente de Endesa y yo fuera ese «amoral servidor de la derecha más extrema» contra el que arremetió ayer el ministro de Industria, los hechos seguirían siendo los mismos y la amarga receta que el más elemental vademécum de la democracia prescribe para un caso así continuaría inalterada.

Ya se sabe que en el toma y daca de la bronca política cotidiana se dicen ese tipo de cosas, pero cuando uno escucha a Blanco, a López Garrido o al propio Montilla salirse por la tangente en base al principio de que la mejor defensa es un buen ataque, resulta inevitable sentir esa mezcla de ternura y aburrimiento que componen lo déjà vu. Sería tragicómico que el presidente terminara emprendiéndola a mandobles con los propios espantapájaros que él y su partido están plantando por doquier con la aviesa pretensión de que los árboles no nos dejen ver el bosque. Con quien el PSOE tiene que medirse en las próximas elecciones no es ni con la Conferencia Episcopal, ni con mi amigo Jiménez Losantos, ni con ningún otro comunicador o medio. Su adversario es el PP y en democracia para vencer, primero hay que convencer.

En el programa electoral con el que Zapatero ganó las elecciones, el PSOE denunciaba, refiriéndose a los años de Aznar, que «los españoles hemos padecido un Gobierno que ha puesto la política al servicio de intereses personales, partidarios o grupales; que ha colonizado las mayores empresas y la mayoría de los medios de comunicación y que se ha dejado colonizar a su vez por ellos».¿No es acaso la colusión entre Montilla y la Caixa un ejemplo exacerbado de esta lacra?

Ese mismo programa proclamaba después que «la legitimidad democrática de las instituciones reposa también sobre la garantía de que los cargos públicos desempeñan sus funciones con sometimiento a la Ley y al Derecho y con estricta imparcialidad». ¿Alguien cree de verdad que esa «garantía» de «imparcialidad» existe hoy por hoy en el caso de Montilla?

Y, ya en la parte dispositiva, ese solemne contrato entre Zapatero y los electores establecía que «desde el Partido Socialista nos comprometemos a respetar la libertad económica en el respeto a los proyectos empresariales que no atenten contra la competencia; en la concurrencia en igualdad de oportunidades a los contratos públicos; en la separación entre poder político y económico».¿No es clamorosamente evidente que ese «respeto a la libertad», esa «igualdad de oportunidades» y, sobre todo, esa «separación» de poderes imponen la salida de Montilla de su actual departamento?

Del Zapatero prodigioso que tantas ilusiones suscitó como líder de la oposición, durante aquella campaña electoral y en sus primeras semanas de Gobierno cabría esperar tal vez que tomara la iniciativa con una remodelación relámpago, manteniendo a Montilla en el Gabinete, pero cambiándole de cartera. A este penúltimo cautivo de La Moncloa, probablemente más condicionado por los intereses creados que ninguno de sus antecesores -el PSC se quedó con la cartera de Industria por la misma razón que las minorías municipales siempre exigen la concejalía de Urbanismo-, sólo cabe desearle que acomode su estética, su ética y su psique a la desagradable sensación de comprobar todas las mañanas que tiene ya un primer cadáver alojado dentro del armario.