El primer español

Alguien tenía que decirle a Hugo Chávez que se callara. Y tuvo que ser el Rey de España. El presidente venezolano estaba acusando de fascista al anterior presidente del Gobierno español mientras el actual se dirigía al auditorio de la Cumbre Iberoamericana de Chile. No lo hacía ni antes ni después, sino durante. Tras la voz de Zapatero, en un tono de mantra escocido, los presentes en la mesa escuchaban el soniquete de Hugo Chávez repitiendo que Aznar era un fascista. Imaginen los oídos de los presidentes y presidentas y jefes de Estado concurrentes al plenario iberoamericano, intentando discernir el discurso de ZP entre los exabruptos del revolucionario bolivariano.

Con toda probabilidad, nuestro monarca se arrepentiría de la reacción visceral y espontánea inmediatamente después de expresar la regañina al presidente venezolano. Estoy convencido de que el Rey de España habría querido dar marcha atrás al tiempo para tener una segunda oportunidad y no responder tan humanamente a la impertinencia, falta de modales e insultos del gobernante sudamericano. Nuestra realeza está exquisitamente entrenada en las formas y en los protocolos, tiene un medido concepto de los tiempos y de las fórmulas, verbales y no verbales, que son más adecuados para cada una de las situaciones en donde se desenvuelve su trabajo. Ni en privado el Rey deja de serlo y tanto la experiencia como una intachable ejecutoria pública respaldan un balance de comportamiento que, a los ojos de españoles y extranjeros, merece la calificación de impecable. Sin embargo, frente a la vulgaridad y matonismo de Hugo Chávez, el monarca español se comportó con la naturalidad con la que cualquier persona, sometida a los insultos y a la impertinencia y, probablemente, a otro tipo de afrentas ya acumuladas en la memoria por parte de alguien que se conduce con absoluta falta de respeto, habría respondido.

Es difícil embutirse veinticuatro horas durante toda una vida en el corsé de un rey. Una vez que se han automatizado patrones de comportamiento sobre la base de una profunda convicción personal de servicio, es más llevadero. La propia vida y la repetición de esquemas y situaciones se encargan de encarrilar la conducta. Hay que reconocer que nuestro Rey, seamos republicanos, monárquicos o indiferentes al modelo de Estado mientras éste sea democrático, se ha comportado siempre como un monarca que representaba aquellos valores que a cada español individual le hubiera gustado que decoraran la bandera emocional del sentir colectivo. De ese modo, España lleva muchos años instalada en el juancarlismo y, precisamente por ello, Juan Carlos I se ha preocupado por transmitir a su hijo esos códigos no genéticos de comunión con la población, de proximidad y de sentirse el primer español, no tanto en jerarquía como en visibilidad, no tanto en superioridad como en símbolo de convergencia de aquello que nos une más allá de lo que nos separa. Es bastante absurdo, por tanto, que quienes se desgañitan por mantener una anacrónica idea de España ataquen al mismo tiempo a un Rey moderno que encarna, habiendo participado en su renovación, los parámetros comunes de lo español o precisamente será por eso, porque Juan Carlos ha trascendido el concepto de la España rígida y de régimen antiguo para servirnos de reflejo de modernidad y unidad desde la diversidad.

Lo más grande del Rey es su normalidad. En tiempos en los que las monarquías constitucionales se han democratizado, nuestro monarca ha sabido conciliar lo más estático, tradicional y protocolario de las formas regias con la flexibilidad de la ciudadanía, con el dinamismo de lo español en el mundo. Hemos visto al Rey ejercer de primer español mientras lloraba ante el dolor de la muerte o ante la alegría de la vida. Le hemos contemplado en la espontaneidad interpersonal en su comunión con los suyos, con los españoles. Del mismo modo, nos ha confirmado su resistencia al totalitarismo, vistiéndose de todos los españoles para negar con una sola voz el asesinato de la democracia. Nos restaba verlo espontáneo manifestándose ante expresiones de matonismo escondidas bajo la inmunidad de la diplomacia. Ya lo tenemos también así.

Andrés Montero Gómez