El primero en la paz

Cuando Jorge Washington murió en diciembre de 1799, el Congreso de los Estados Unidos le dedicó un elogio fúnebre donde figuraban unas palabras que se hicieron famosas: «El primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en el corazón de sus compatriotas». Existía entre los norteamericanos de aquella época la opinión general, jamás desmentida hasta nuestros días, de que nadie como Washington podía haber realizado la triple misión de ganar la guerra de la independencia, establecer las bases políticas e institucionales de los Estados Unidos y constituirse en símbolo de la nueva nación para sus conciudadanos y ante el mundo.

El elogio de España a Adolfo Suárez podría formularse de manera más breve y, con todo, aún más halagadora: el primero en la paz. Nunca, antes de Adolfo Suárez, había disfrutado la España contemporánea de una verdadera paz civil, fundada y cimentada en la adhesión general a unas instituciones democráticas que garantizan los derechos fundamentales de la persona, así como el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la Nación española. En los países del sur de Europa, las revoluciones liberales del siglo XIX dieron lugar a sociedades profundamente divididas, que tardaron mucho en generar consensos sólidos y duraderos en torno a una forma política. En la propia Francia, ese consenso no llegó hasta 1958, con la V República, también fundada por un general que primero se distinguió en la guerra y luego en la paz.

En España, la situación con la que se encontró Adolfo Suárez era particularmente compleja, porque a la secular división ideológica se unía un problema territorial también grave y antiguo. ¿Qué le llevó a triunfar donde tantos otros habían fracasado? Nunca es fácil dar con las claves que hacen de un hombre el «vir rei publicae necessarius», la figura indispensable para resolver los problemas más acuciantes de una comunidad política en un momento decisivo de su historia. Es indudable que Suárez tuvo una visión particularmente clara del curso, a la vez inevitable y deseable, que los acontecimientos iban a seguir durante aquel bienio crucial de 19761977; y también de lo que el poder político debía hacer para encauzarlos. Fue la suya una visión que resultaba de mirar directamente las cosas, a la vez con valentía y con una agudeza mental infalible y no distorsionada por los dogmas de la ideología o las elaboradas construcciones del constitucionalismo comparado.

A la claridad de la visión política de Adolfo Suárez contribuía una personalidad muy natural y profundamente española, no contaminada por manierismos de clase ni rigideces corporativas, que le permitía un contacto rápido y fácil con las grandes corrientes de la vida nacional. Por supuesto, parte importante de esa personalidad era la simpatía, virtud inequívocamente española, que afloraba en una sonrisa que, como alguien escribió con acierto, es la mejor sonrisa fotografiada de la historia de España. De la simpatía de Suárez se ha hablado mucho, y en cambio no se ha insistido bastante en la seriedad del personaje. Porque su simpatía no era nunca ligereza: llegado el momento, Adolfo Suárez era capaz como pocos de actuar con esa «gravitas», mezcla de serenidad y de aplomo, que tan importante es en el hombre público que se hace cargo de las más altas responsabilidades. Baste recordar, en este sentido, la gravedad de su mirada en las intervenciones televisivas, que quedarán sin duda como un modelo en su género. Y aquella seriedad no era un artificio de puesta en escena, sino el reflejo sincero de las virtudes de un hombre de bien, dotado de convicciones morales y religiosas que le acompañaron durante toda su vida.

Ese fue el hombre cuya jefatura política aceptó mi padre en uno de los periodos más importantes de la Transición. Era Leopoldo Calvo-Sotelo el ministro de Obras Públicas de Adolfo Suárez en aquel Gobierno constituido en 1976, al que se llamó, con metáfora universitaria de la época, «gobierno de penenes», y que luego resultó ser de los mejores de nuestra historia. Despachaba el ministro con su presidente y le informaba de varias opiniones relevantes que había recogido sobre su liderazgo político. Terminada la exposición, Adolfo Suárez le miró y le dijo: «¿Y tú, qué piensas de mí?». A esta pregunta casi evangélica contestó mi padre, juntando, como hacía con frecuencia, humor y sinceridad: «Presidente, si lo que me pides es una declaración, te la hago. En mi vida política, yo sólo he tenido un jefe, Joaquín Satrústegui, que lo era de las Juventudes Monárquicas hace mucho tiempo. Hoy acepto con gusto tu jefatura». Años después escribió mi padre que, en aquel Gobierno, Suárez «se impuso ejemplarmente a todos desde la primera reunión informal del gabinete, porque tenía en la cabeza un proyecto político más claro y más valiente, y porque creía en él con firmeza y convicción». No solo se ganó Suárez la admiración y la estima de sus colegas de Gobierno; también de una gran mayoría de españoles, como los acontecimientos de los últimos días han vuelto a demostrar.

¿Valdrán estas reflexiones solo para la nostalgia? No debería ser así. Cualquiera que conozca bien los Estados Unidos sabe el enorme valor que Washington y los demás «founding fathers» siguen teniendo en la política norteamericana. Sus palabras y sus obras se unen a la Declaración de Independencia y a la Constitución para formar un gran patrimonio común a todos los ciudadanos. Políticos de todos los colores utilizan continuamente frases de Washington o citas de Jefferson o de Alexander Hamilton para respaldar sus proyectos. Lo que es más, el legado de los padres fundadores suele utilizarse para promover iniciativas de concordia y de superación de barreras partidistas o de solución de esas agrias disputas ideológicas tan corrientes en la Norteamérica contemporánea.

En España, después de siglo y medio de contiendas inacabables y a veces sangrientas, tenemos hoy por fin nuestra etapa fundacional clásica, la Transición, conducida de principio a fin por el Rey Juan Carlos, quien tuvo, entre otros, el inmenso acierto de llevar a Suárez a la Presidencia del Gobierno. Los protagonistas de la Transición son nuestros «founding fathers», los padres fundadores de la España democrática, y la lista la encabeza, por supuesto, Adolfo Suárez, el primero en la paz. Pero hay muchos otros nombres en esa lista, y hoy resulta urgente utilizar su ejemplo, sus servicios y sus talentos para reforzar y ensanchar ese gran acervo político común sobre el que han de asentarse muchas generaciones futuras.

Ocurre, efectivamente, que tras treinta y cinco años de vigencia de la Constitución de 1978 ha llegado el momento de que revitalicemos nuestra convivencia ciudadana, buscando inspiración en el espíritu de concordia y moderación que hizo posible aquel consenso constitucional. Nos hacen falta grandes dosis de ese espíritu fundacional para resolver los problemas de 2014, y, muy en especial, la cuestión de Cataluña. Es verdad que la tarea es difícil, pero España tiene una ventaja sobre los Estados Unidos, y es que, afortunadamente, gran número de nuestros padres fundadores viven y están en plena forma, incluyendo varios catalanes ilustres. De ellos esperamos mucho quienes hoy rendimos este último homenaje a Adolfo Suárez.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, abogado.

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