El Príncipe y la Transición

Es posible que deba comenzar aclarando que, por razones de diversa índole, hace tiempo que sigo con especial atención los continuos discursos del Príncipe de Asturias. Sus palabras han sido cada vez más frecuentes, a medida que se han incrementado notablemente sus actuaciones públicas. A la postre, es una forma de conocer mejor a quien, en su día y de acuerdo con lo constitucionalmente previsto, ha de asumir la jefatura de nuestro Estado. Lo dicho me da pie para afirmar que su reciente intervención en el acto de presentación de la Fundación Príncipe de Gerona en Madrid, me ha parecido sumamente acertada y de indudable actualidad. Quizá proceda la reproducción literal de algunos de sus párrafos.

En lo que se me alcanza, es la primera vez que Don Felipe toma, como principal motivo de su discurso, el tema de la Transición. Y lo ha realizado en una doble vertiente. En primer lugar alabando los supuestos políticos y valorativos de cómo tuvo lugar tan singular acontecimiento. Y, después, profundizando en la imperiosa necesidad de volver a tomar dichos supuestos en la actualidad, sobre todo por los actuales jóvenes. Resulta preciso «recoger ese testigo de valentía y responsabilidad» que durante la Transición se produjo. La frase, al igual de lo que le siguió, cobra un especial valor al ser pronunciadas por una persona que, precisamente, vivió aquellos años únicamente desde su infancia. Mucho ha tenido que estudiar y pensar el Príncipe sobre aquellas fechas para ahora, en plena madurez, lanzar un consejo tan acertado. En ese testigo, recuerda que, con ilusiones y esperanzas, hace más de 30 años nuestro país logró «el camino de la convivencia en paz y libertad, y empezamos a construir una democracia que, con aciertos y errores, ha dado lugar al período más estable y fructífero de nuestra historia». El mensaje del Príncipe hace especial énfasis en la necesidad de transmitir a los jóvenes que no conocieron directamente el orgullo de aquella Transición, los valores que entonces hicieron posible la gesta y el éxito, recuperando «otra vez ilusión y confianza en proyectos que nos integren y cohesionen cada día más». Si se piensa detenidamente, no cabe desperdicio en cuanto en estas palabras encontremos. Sí: efectivamente, hay que recordar a los jóvenes la ilusión y el sacrificio que los españoles, de un lado y de otro, hicieron para un tránsito en paz. Y lo hicieron bajo la tutela de un Rey como Don Juan Carlos, quien optó por la democracia como pacífico régimen para todos. Los antaño vencedores y los antaño vencidos. Sin ningún tipo de revanchismo. Sus primeras palabras como Rey no admiten la menor duda: «Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional». Lograr dicha concordia suponía el acuerdo de todos en algo aplicable desde la posición de cada uno. Mirar hacia adelante, sin remover en posturas ni comportamientos, tanto en quienes habían creído y defendido en el ayer, cuanto en quienes a ese ayer se habían opuesto. No podía ser de otra forma. Lo contrario hubiese sido resucitar rencores. Y lo que se pedía era altura de miras y generosidad. Con ilusión y sacrificio. El gran argumento del Rey es lo que ahora, en el discurso que comentamos, ha recordado y ratificado el Príncipe.

Pero, lógicamente, creo que, tras leer estas palabras, surgen, de inmediato, dos preguntas: qué y cómo. Es decir, qué es lo que ha puesto casi en solfa esa ansiada convivencia y ese anunciado no mirar atrás. Y, acto seguido, cómo se consigue de forma más idónea, la «recuperación del testigo» de la Transición como el Príncipe aconseja. Intentaremos la breve respuesta en ambas preguntas.

Para responder a la primera tendríamos que traer a colación no pocos extremos. Pero, pensando en la importancia de los mismos, nos limitaremos a dos. En primer lugar, la concordia general ha sido fuertemente dañada por la nefasta Ley de Memoria Histórica. Si se hubiese tratado únicamente del propósito de encontrar y dar debida sepultura a antecesores de un lado o de otro, todos los ciudadanos lo habrían entendido. Pero ocurre que se ha ido más allá y sin que, en realidad, existiera una opinión pública que lo demandara. Se está llegando a cambios sin sentido alguno. A humillaciones de quienes, por voluntad o por necesidad, prestaron servicio a un régimen en el que confiaban y se negaron luego a denigrarlo cambiando sin escrúpulo de chaqueta. A gastar dinero en borrar simples alusiones al pasado. A cuestionar lugares como el Valle de los Caídos. Y, sobre todo, a manejar, querer borrar un inmediato pasado que duró cuarenta años y que ahí está, en nuestra historia. Esto puede gustar o no. Pero así es como se hizo la Transición. Y lo que se está haciendo ahora choca frontalmente con su espíritu, recomendado por el Príncipe. Todo lo contrario: es volver a divisiones de españoles posesos de tardía ira.

Y en segundo lugar, los excesos cometidos por algunas comunidades autónomas. El nacionalismo de claro matiz independentista. La desobediencia a las sentencias del Tribunal Constitucional. Los anuncios de un referéndum sobre la independencia. Los insultos a lo español. Las quemas de la Bandera de España. Creo que no hace falta citar denominaciones concretas. Es suficiente con leer los periódicos. Estos son evidentes excesos de lo que un día se definió como Estado de las Autonomías. Excesos que pretenden basarse en «hechos diferenciales» reales o inventados. Nuevo choque frontal a lo que «nos integre y cohesione cada día más», según desean literalmente las palabras del Príncipe. Por este insolidario camino a lo que se vuelve es a la España invertebrada que describiera Ortega, basada en el particularismo de una serie de compartimentos estancos ajenos al todo que es la única Nación de la que es correcto hablar.

Y nos queda el cómo. ¿Qué hace falta para recuperar el citado testigo y espíritu? También aquí habría que citar un amplio elenco de posibles medidas. Que los padres transmitan a los hijos las vías que fueron eficaces para lograr la Transición. Que los profesores hagan igual con los discípulos. De forma objetiva. Sin olvidos. Exponiendo cómo se hizo y con cuánto sacrificio de unos y otros. Quiénes y por qué se constitucionalizó una Monarquía sujeta a las decisiones parlamentarias, marginando la opción republicana y federal. Pero quizá todo ello, y algunas consideraciones más, a lo que nos lleva es a una suerte de regeneración de carácter nacional. Desde los órganos e instituciones del Estado hasta las diversas vías de la sociedad. Con el empleo de los medios de comunicación y, de forma muy especial de la televisión, que, en la actualidad, enseña de todo menos educación, tolerancia, concordia o pacifismo. Estamos en una sociedad que, de pronto, está padeciendo la violencia, precisamente porque eso es lo que tiene ante sí. Una regeneración en la que todos nos embarquemos para llegar, según las últimas palabras del Príncipe «a recuperar los valores permanentes sobre los que se ha sustentado el éxito». El éxito que nuestro país bien merece por tantas razones.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.

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