Recordando aquellos años finales del franquismo y los primeros de la Transición, hasta la instauración definitiva de la democracia (cosa que algunos partidos pretenden ahora poner en duda), la palabra que para mí mejor resume aquel tiempo sería la de ilusión. Es decir, una fe ciega en que todo iba a cambiar y en que nuestra generación sería la primera que no fracasaría tras siglos de autoderrotas.
Hoy, esta primera virtud teologal la tengo que cambiar por la segunda de la lista, la esperanza. Esperanza, que no autoengaño. Para eso le he robado el título de este artículo a Ernst Bloch, cuyo libro se refiere a la utopía como una función esencial del ser humano. Una utopía marxista-metafísica que, según la interpretación de Habermas, conduciría a la libertad a través del poder totalitario del Estado, la violencia supuestamente justa, la planificación centralizada (los planes quinquenales soviéticos), el colectivismo y la extrema ortodoxia doctrinal. Todas estas mismas letanías volvemos a escucharlas, con supuestas palabras nuevas, a determinado partido. Bloch, esta especie de discípulo aventajado de Marx y de Teilhard de Chardin, explorador de las fuentes de la utopía, sin embargo acabó sus días no en la República Democrática de Alemania, sino en la Federal.
La palabra esperanza no tiene cabida en el marxismo, pues esta ideología lo tiene todo previsto, todo organizado y para qué una fe pequeñoburguesa como la esperanza. Sin embargo, como Unamuno escribió en El sentimiento trágico de la vida, yo creo porque espero. Espero que España no delire como tantas veces a lo largo de su historia, pues ya sabemos cómo acaban estos desatinos. “España ha delirado”, escribió María Zambrano, “ofreciendo en su delirio su sangre. Toda la sangre de España por una gota de luz. Por eso tiene derecho —¿sabrá aprovecharlo?— a la esperanza”. Cioran, uno de los más fieles amigos de nuestra filósofa, en una de sus varias reflexiones sobre nuestro país, en este caso en La tentación de existir, insistía en ese sentimiento negativo español de rumiar sobre la muerte “en embadurnarse con ella, en convertirla en experiencia visceral”. Esto, en vez de hacernos avanzar, nos hacía retroceder a los españoles sin cesar “hacia lo esencial, hacia la nada”. Y añadía el filósofo rumano: “Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega uno advierte que, para ellos, España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a una fórmula racional”.
Esperanza es una de las palabras más repetidas y deseadas en la historia de España. Larra en su artículo El día de difuntos de 1836 terminaba de esta manera tan amargamente desilusionada: “¡Aquí yace la esperanza!! / ¡Silencio, silencio!!!”. Pero Fígaro jamás guardó silencio y nos enseñó que en tiempos como los suyos, como los nuestros, “los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar”. No callar es una forma de esperanza. La razón no puede florecer sin la esperanza y viceversa. Gabriel Marcel, el autor teatral y filósofo francés, a quien Sartre calificó en su libro El existencialismo es un humanismo como existencialista cristiano, durante la ocupación alemana clamó que la desesperanza era una deslealtad a Francia. Yo también afirmo que la desesperanza es una deslealtad a España.
Pero, por otro lado, no hay que olvidar que la esperanza es enemiga del utopismo, de la pasión, de lo irracional, de las certezas insoslayables, de las verdades sacras aunque laicas, de las fórmulas mágicas para arreglarlo todo. Ya lo dijo Gracián: “La pasión enemiga de la cordura”. La esperanza misma es la posibilidad de la felicidad y se puede esperar cualquier cosa con tal de que no sea imposible. Es aún peor la falsa ilusión que la desesperanza. Ortega en el artículo El error Berenguer ya comentó irónicamente que los españoles no pertenecíamos a la familia de los óvidos. La esperanza es lo que nos queda cuando ya solo nos queda la esperanza. Es decir: paciencia, persistencia, tenacidad, obstinación, deseo, expectativa. Esperanza también mezclada con el temor por lo desconocido. “Cuando las cosas llegan a lo peor, regresan a donde estaban antes”, se dice en el Macbeth.
Yo tengo esperanza en la democracia y en la Constitución. Eso sí, con las revisiones que sean menester. Yo tengo esperanza en la monarquía parlamentaria: no ha existido mejor diplomacia. Yo tengo esperanza en la labor de Estado y no empresarial de los partidos políticos. El invasor absolutista francés, duque de Angulema, enviado a España para reinstaurar a Fernando VII tras el trienio liberal (1820-1823), escribió lo siguiente a su ministro de Exteriores: “Los partidos son demasiado encarnizados y están demasiado llenos de odio. Diez años nos quedaríamos en España, y al cabo de ese tiempo se degollarían los unos a los otros, este país se desgarrará durante años”. ¡Ojalá no sea así nunca más!
Yo tengo esperanza en que se combata la gangrena de la corrupción. Yo tengo esperanza en que España permanezca unida y ampare a sus lenguas y culturas compartidas con Iberoamérica. Yo tengo esperanza en que la educación y la cultura sean el asunto primordial de Estado, ayuden a la concordia entre los españoles y no sirvan para sembrar oscura cizaña en conflictos inventados.
Yo tengo la esperanza de que la democracia defienda la libre individualidad de las personas, sus derechos y su dignidad. En Masa y poder, Canetti escribe que las dictaduras que hemos conocido se componen íntegramente de masas y que el poder de las dictaduras (también de las civiles) aupadas por las democracias débiles serían del todo inconcebibles sin el crecimiento de esas masas en pugna con el individuo. Yo también tengo puesta mi esperanza en la solidaridad y fraternidad universal, en la paz interior y exterior ajena a cualquier tipo de fanatismos. Yo tengo incluso una esperanza sin optimismo, como escribe el ensayista británico Terry Eagleton.
La desesperanza es una deslealtad. Un amigo en París, no hace mucho, me dijo que nunca había visto a un país suicidarse con tanta alegría. No me decía nada nuevo. España se ha suicidado muchas veces, pero siempre ha resucitado. Un día Max Brod le preguntó a su íntimo amigo Kafka si pensaba que en el mundo había alguna esperanza. El autor de El proceso le contestó que, por supuesto, sí la había, pero no para ellos. Desmintamos a Kafka. Hay esperanza hasta para nosotros.
César Antonio Molina es escritor y exministro de Cultura.