El principio fue... el Rey

Antes de datar los periodos históricos por Césares, los romanos lo hacían por cónsules. Nuestro Rey Juan Carlos es seguro que ha adquirido ya, entre otros, el carácter de personalidad epónima. Cuatro décadas son ya periodo suficiente para marcar una época. Lo acontecido en ellos lo incrementa sobremanera.

Advino nuestro Rey en momentos difíciles, de extraordinaria dificultad, que a algunos les instaron a repetir la frase de los viejos textos escolares «oscuro se presentaba el reinado de…». Oscuro y breve se vaticinaba. Por el contrario, es obvio que el reinado, cuando termine, habrá sido dilatado, muy dilatado incluso, y que nada ha tenido de oscuro, sino, por el contrario, de clarificador.

Su inicio de reinado fue más que complicado. Le precedían cuarenta años de dictadura y una guerra civil. Entonces llegó. Se convirtió en «el motor del cambio». Muchos fueron los factores y los sectores que impulsaron y permitieron la transformación. Pero no sería inapropiado ni injusto que, parangonando otro texto importantísimo, se dijera «en principio fue... el Rey».

El principio fue... el ReyTransformaciones en un sentido democrático hemos vivido más de una. Pero en ningún caso anterior estas pudieron ocurrir en las óptimas condiciones en las que se desarrolló la Transición. Esto es: sin violencia, sin traumática ruptura de la legalidad y, sobre todo, sin que las medidas que siempre acompañaron un cambio de régimen en España (amnistía y vuelta del exilio) se combinaran con persecuciones y nuevos exilios de los anteriores, a veces incluso en cruces de trenes de los que huían con los que se tenían que ir. Esto último ahora se discute por algunos, pero a mí me pareció y me parece ejemplar, y fue algo por lo que el mundo, sin excepciones, se congratuló y felicitó a España. La democracia esta vez no vino contra nadie.

Tras tomar por completo el control de los mandos, más de aeronave que de buque en aquel momento, porque más que zozobrar lo que podía era caerse, tuvo la intuición y la inteligencia de elegir a Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, en decisión personalísima. Así, pronto se sentaron las bases para verificar las elecciones del 15 de junio de 1977, de las que cabe señalar tres novedades históricas: se produjeron en condiciones de plena libertad y paz absoluta; nadie discutió, ni menos impugnó, sus resultados; y ofrecieron un retrato de la realidad socio-política del país que, con oscilaciones y alteraciones, ha venido correspondiendo a su realidad profunda y plural, al menos hasta ahora, en que la crisis está haciendo crecer determinados radicalismos.

El Rey Juan Carlos I se supo mantener bien informado del largo, profundo y abierto debate con el que se fue elaborando la Constitución de 1978, y huir al mismo tiempo de toda tentación intervencionista. Ello marcó también una actitud casi sin precedentes. Él mismo firmó y promulgó con su propia rúbrica y, tras el referéndum, la Carta Magna de los españoles.

Llegado el momento de ejercer lo que constituye el deber supremo de un Jefe de Estado, es decir, el de la defensa de la Constitución, estuvo plenamente a la altura de sus responsabilidades, haciendo fracasar el conjunto de intentonas que confluyeron en el 23 de febrero de 1981.

Supo convivir con presidentes, gobiernos y situaciones políticas de diferente color, demostrando en todo momento su respeto por la voluntad libremente expresada de la ciudadanía. Lo hizo sin intervenir en las decisiones políticas, dotando de estabilidad y continuidad al sistema.

Ha defendido de manera tan ejemplar como eficaz los intereses de España fuera de nuestras fronteras, enfrentándose para ello a todo tipo de situaciones y no eludiendo desde su papel institucional incluso las confrontaciones con otros líderes mundiales en los grados y momentos en los que han sido necesarias, pero evitándolas siempre con sus sucesivos gobiernos, de los que ha sido su principal valedor. Significativo ha sido su excelente trato y continuo acercamiento con todos los presidentes de las diferentes comunidades autónomas que la democracia ha dado a este país.

Por último, no ha dudado en retirarse cuando ha estimado que con ello podía servir a España y a su sistema democrático con más eficacia. El Príncipe de Asturias va a llegar a las supremas responsabilidades con una madurez, preparación, capacidad de interlocución e información muy poco comunes, hasta el punto de no ser fácil de no encontrar precedentes ni paralelos respecto al grado de cualificación con el que llega a la jefatura del Estado.

El balance, pues, no puede ser más positivo, y el momento actual, más delicado y difícil.

Sin que quepa repetir el vaticinio de la época de los godos, el futuro Rey Felipe, VI de su nombre en la historia de España, no lo va a tener fácil, pero en ningún caso tan difícil como lo tuvo el Rey, porque con todas sus imperfecciones, que las tiene, el conjunto institucional creado al principio del reinado, en la medida en que más intensamente dé su apoyo al próximo Monarca, puede crear las condiciones para que se renueven la concordia y la ilusión. No podemos permitir que la más rancia y arcaica demagogia se apodere del discurso político principal.

Termino expresando mi agradecimiento al Rey, al mismo tiempo que mi afecto personal y augurando el mayor de los éxitos a su heredero, el ya próximo Felipe VI.

José Pedro Pérez-Llorca fur uno de los padres de la Constitución.

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