El problema catalán y español

El estamento político en su conjunto está conduciendo el aparente desencuentro entre Catalunya y España con un escaso sentido de responsabilidad. Hay, sobre todo, un exceso de manipulación de la verdad en todos los órdenes y especialmente en lo que atañe a la historia, a la economía y a las consecuencias reales de una secesión. El muy peculiar derecho a la mentira que se atribuyen a sí mismos los políticos –como arma tradicional, legítima e imprescindible en defensa de un objetivo– no puede seguir creciendo sin límite ni contención alguna. La ciudadanía ha cambiado decisivamente. Tiene una alta capacidad de información y de crítica y por lo tanto de rechazo e intolerancia a los abusos sectarios. Esa ciudadanía reclama ahora –aunque no levante suficientemente el tono de su voz– un derecho inequívoco y esencial: “El derecho –son palabras de Antón Costas, presidente del Cercle d’Economia– a una información veraz” en un tema tan complejo, tan sensible y tan importante para nuestro presente y nuestro futuro.

España no roba nada a Catalunya y Catalunya no roba nada a España. El proceso auténtico es justamente el contrario. España aporta mucho a Catalunya y Catalunya aporta mucho a España. El mensaje de España a Catalunya no puede ser otro que el de la admiración, el agradecimiento y el reconocimiento de su identidad en todas sus múltiples facetas y de todas sus maravillosas aportaciones al acervo catalán, al español y al mundial. Ninguna otra región europea la supera en este terreno. Y el mensaje de Catalunya a España tendrá que contar con un grado idéntico de admiración, agradecimiento y reconocimiento por todas las contribuciones que ha hecho España para contribuir a su desarrollo y la importancia que concede a su integración en un Estado que, aunque sea con reservas en algunos sectores, está asumiendo su pasión identitaria –un espectáculo por cierto maravilloso y envidiable– y también sus derechos históricos y en concreto el “derecho a disponer de los medios necesarios para asegurar la transmisión y la perennidad de su lengua”, de acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos del 6 de junio de 1966. Por esas y otras razones, la separación entre España y Catalunya generaría daños sustanciales, daños inasumibles, en todos los órdenes y en especial en la estabilidad política y la riqueza sociológica y económica y, sin duda, en la relación con Europa. Por el contrario, un acuerdo para superar las tensiones entre España y Catalunya daría un gran impulso a nuestras buenas perspectivas actuales y en su conjunto a la imagen de España en el mundo. Sería todo un ejemplo de madurez democrática y solidez institucional.

Partiendo de estas bases, que algunos considerarán, erróneamente, como un ejercicio de buenismo, la guía para avanzar positivamente en la búsqueda de un entendimiento civilizado sería la siguiente: Catalunya no debe considerar, y aún menos amenazar, con la posibilidad de una cuarta declaración unilateral de independencia y tampoco debe poner en marcha una consulta ilegal. El derecho a decidir tiene una estética y un atractivo intelectual impecables y puede que en algún momento futuro se desarrolle y se aplique con toda normalidad, pero este no es desde luego el momento. El Gobierno español no va a autorizar, ni puede autorizar, una consulta “legal”.

Nadie podrá impedir que se anticipen las elecciones autonómicas y que se les atribuya políticamente el carácter de plebiscitarias sobre el soberanismo y la independencia, pero sería un riesgo excesivo por cuanto generaría una radicalización del diálogo y la convivencia hasta límites extremos, no resolvería el problema y crearía otros nuevos y podría concluir en un mapa político deformado e inmanejable. Exactamente igual sucedería si se intentase manipular las próximas elecciones europeas en el sentido antes citado.

El Gobierno español no puede refugiarse permanentemente en los límites de nuestra Constitución, que tendrá que ser reformada para adaptarse a las nuevas realidades, ni tampoco en la oposición europea a los procesos de secesión porque se pueden esgrimir ejemplos para todos los gustos. Lo que tiene que hacer el Gobierno español es abrirse confiadamente al diálogo y reconocer abiertamente que nuestro modelo territorial –que es una forma de federalismo– admite crecimientos asimétricos que responden a las distintas sensibilidades históricas y que admite también conciertos fiscales y otras medidas similares que profundicen y garanticen el autogobierno.

España tiene que aceptar que el nacionalismo catalán –como todos los nacionalismos– va a mantener siempre como referencia básica la capacidad de decidir sobre su propio destino y por ello debe entender que adopte, de forma democrática, las acciones que les parezcan más propias y más útiles con ánimo de lograr su objetivo final. Este no es el género de problemas que se pueda solucionar de una vez para siempre. Tenemos por delante un largo camino de tensiones complejas y de entendimientos difíciles, pero hasta ahora lo hemos hecho bien y lo seguiremos haciendo bien en el futuro.

Nadie tiene que pedir perdón a nadie, pero sí hay que reconocer que todos hemos cometido errores, algunos sustanciales, y que los errores hay que rectificarlos, incluyendo los que se produjeron con motivo de la decisión del Tribunal Constitucional sobre el Estatut catalán, un hito clave y decisivo en el crecimiento geométrico del proceso soberanista.

No es aceptable alegar como excusa para no pactar o para no hablar que se ha perdido la confianza en razón de que España o Catalunya no han cumplido sus promesas. Aun cuando sean ciertos algunos incumplimientos se debe seguir confiando, sin reservas, en la capacidad de alcanzar acuerdos porque lo contrario sería entrar en una vía muerta. Basta con crear un nuevo ambiente en el que todos podemos y debemos colaborar. Y ese proceso ya se ha iniciado. Estamos en el buen camino.

El 28 de diciembre de 1930, hace 84 años, el periodista catalán Agustí Calvet, Gaziel, formuló la siguiente pregunta: “¿Se habrá entendido, al fin, que no nos queda más remedio que colaborar con España, influir en España, para no tener que apechugar callando –por fuerza, como acabamos de hacer durante seis años– todo lo que pueda derivarse de nuestra ausencia en el gobierno de España?”. Y cuatro años más tarde, el 10 de octubre de 1934, afirmó lo siguiente: “La historia de Cataluña es esto: cada vez que el destino nos coloca en una de esas encrucijadas decisivas, en que los pueblos han de escoger entre varios caminos, el de su salvación y su encumbramiento, nosotros, los catalanes, nos metemos fatalmente, estúpidamente, en el que conduce al despeñadero”.

Ni España ni Catalunya van a aceptar soluciones absurdas. La sociedad civil, que por fin se ha puesto en marcha, tiene todo el derecho a exigir al estamento político la inteligencia y la grandeza necesaria para encontrar una solución positiva a un problema que es tan catalán como español.

Antonio Garrigues Walker

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